XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
La vida como don y servicio responsable
Tal como nos recuerda el papa Francisco, el sentido originario y etimológico del
término “eco-nomía” nos remite a la administración de la casa. Pero la casa cuya
administración hay que analizar es la del planeta tierra y la de la familia humana
que habita en ella. En esta familia convivimos siete mil millones de personas y
de manera más o menos directa y cercana todos experimentamos los grandes
sufrimientos de las tres cuartas partes de la población mundial: los hambrientos,
los emigrantes, los que no pueden conseguir trabajo, los niños de la calle, todas
las víctimas de la injusticia social, de la desigualdad, de la corrupción económica,
de la explotación laboral, de la violencia y de la pobreza estructural en la que
está sumida la mayor parte de la humanidad. Cada día se nos mueren de pobres
cuarenta mil hermanos, de los cuales dieciseis mil son los más pequeños, los
niños. No olvidemos que todos ellos, los últimos, también son hermanos
nuestros, hermanos de la misma familia, que todos estamos en la misma casa
que todos debemos administrar muy bien.
Hay dos parábolas hacia el final del evangelio de Mateo que pueden ayudar a la
reflexión. La parábola de la comparecencia de todas las naciones ante el Hijo del
Hombre (Mt 25,31-46) revela que en el mensaje de Jesús la relación de
fraternidad con los más pobres del mundo, con los necesitados y marginados es
el gran vínculo de la familia humana. La justicia a la que apela el primer
evangelio se fundamenta en la identificación plena de Jesús Resucitado con todo
ser humano sumido en el sufrimiento por carecer de los bienes y derechos
humanos más básicos y en la consideración como hermanos suyos de todos ellos
sólo por el mero hecho de ser víctimas.
Y ésa puede ser la clave para comprender también hoy la parábola anterior, la
de los talentos (Mt 25, 14-30). Estructurada con tres personajes, es una
parábola didáctica y de juicio, según la cual un hombre, al irse de viaje, dio sus
bienes a sus siervos, a uno cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada cual
según su capacidad. Cuando regresó, arregló cuentas con ellos. Los dos
primeros habían duplicado los talentos y, por ser fieles y buenos, pasaron a la
alegría de su señor. Pero el tercero, el que sólo había recibido un talento tuvo
miedo a la exigencia de su señor y lo escondió en la tierra, impidiendo así todo
tipo de avance y desarrollo de los bienes recibidos. A éste se le quitó lo que
tenía y, por ser un siervo malo y holgazán quedó fuera de la alegría de su
señor.
Esta parábola no es tanto un elogio de la productividad, cuanto una llamada
exigente a la responsabilidad, pues no importa mucho la cantidad resultante al
saldar las cuentas sino el talante de trabajo, el valor del riesgo y el sentido de la
actividad, como expresión de una mística de servicio y responsabilidad en
la convicción de que todo lo que se recibe y de lo que se dispone es un don de
Dios y que, al final, ante él ha de responder todo ser humano. Por ello el premio
es el mismo para todo aquel que sea bueno y fiel, un premio no cuantitativo ni
proporcionalmente recompensatorio de la cantidad producida sino cualitativo y
siempre desbordante: entrar en la alegría del Señor. Sin embargo, para quien
vive bajo el miedo estéril, para quien sólo busca egoístamente su seguridad
personal, ni siquiera lo que ha recibido le permite vivir en un gozo auténtico,
pues no ha entrado en esa mística de la gratuidad, del servicio y de la
responsabilidad.
La gratuidad implica un talante profundo que permite comprender todas las
realidades básicas como auténticos dones. Todo aquello que hemos recibido es
don. Todo son dones recibidos, dones que proceden del Señor de la vida, aunque
algunos no lo reconozcan ni lo agradezcan. Es decir, todo aquello de lo que
disponemos es de Dios en su origen y lo hemos recibido para cumplir una misión
y desarrollar una misión. Pero son dones de Dios, a él le pertenecen y ante él
hay que dar cuenta, más tarde o más temprano, por lo cual es mejor aprender a
dar cuenta cada día. Por eso la misma vida biológica, desde el origen del
embrión humano hasta el último aliento vital, la libertad de toda persona, la
dignidad de cada ser humano, su singularidad específica e irrepetible son dones
y, porque son tales, se reconocen después como derechos inalienables. También
las capacidades personales, los recursos disponibles y las posibilidades de
desarrollo son dones recibidos por los que se debe dar gracias, y los creyentes lo
hacemos agradeciéndolo a Dios, que es el auténtico Señor.
El servicio supone el desarrollo de todos los talentos recibidos con una
orientación altruista y amorosa, que considera a los otros, y especialmente a los
últimos, los destinatarios del bien que genera en cada persona el desarrollo de lo
recibido. Los siervos elogiados por su bondad y fidelidad al señor son premiados
por ser sobre todo siervos, es decir “servidores”, que despliegan sus talentos en
el servicio a lo que su Señor quiere. Y la voluntad del Señor es que se sirva
especialmente a los pobres y necesitados como recuerda la última parábola de
ese mismo capítulo de Mateo. En este marco destaca el elogio de la mujer
hacendosa que hace el libro de los Proverbios (Prov 31,10-13.19-20.30-31) y
dice de ella que vale más que las perlas, que trae ganancias y no pérdidas para
su casa y finalmente, tras admirar su trabajo, su habilidad y su eficacia, resalta
su amor al pobre: “Abre sus manos al necesitado y extiende el brazo al pobre”.
El papa Francisco ha puesto de relieve en su exhortación apostólica Evangelii
Gaudium el destino fundamental de los dones recibidos en consonancia con la
opción preferencial y envangélica por los pobres : “La solidaridad es una
reacción espontánea de quien reconoce la función social de la propiedad y el
destino universal de los bienes como realidades anteriores a la propiedad
privada. La posesión privada de los bienes se justifica para cuidarlos y
acrecentarlos de manera que sirvan mejor al bien común, por lo cual la
solidaridad debe vivirse como la decisión de devolverle al pobre lo que le
corresponde” (EG 189). Así pues, el servicio del que hablamos es especialmente
el servicio a los pobres.
Por último el gran valor resaltado en la parábola es la responsabilidad. La
responsabilidad es el sentido de la dignidad humana que nos impulsa desde la
conciencia a dar explicación, ante los otros y ante Dios, del desarrollo de los
dones recibidos. La responsabilidad significa dar respuesta acerca de aquello
que se ha recibido como don, como encargo, como vocación y como misión. De
todos los dones y de su desarrollo, cada cual debe dar cuenta, como mínimo,
ante su conciencia y, como máximo, ante el Señor Dios.
En la parábola de Mateo además, los siervos, encargados de velar por los
intereses de su señor hasta su vuelta, se identifican particularmente con los
dirigentes de la sociedad y de la Iglesia. Sus talentos son los dones recibidos, las
capacidades personales y los medios a su alcance para desarrollar con gran
responsabilidad los encargos recibidos en la gestión de los bienes económicos y
a favor de las personas a las que sirven, pero sobre todo, los principales talentos
son los dones propios de Jesús y que proceden del Evangelio, los grandes
valores del Reino de Dios, cuya gran riqueza han de apreciar haciéndolos crecer
en esta historia, y por cuyo desarrollo han de velar. Y los grandes talentos que
hemos de desarrollar todos en la Iglesia y en el mundo, especialmente por parte
de los que tienen mucho, son el amor liberador hacia los últimos, la fraternidad
con los desheredados, la solidaridad con los pobres y el servicio a los que
sufren.
Y esto hemos de hacerlo todos los creyentes con espíritu de gratuidad gozosa,
de servicio desinteresado y de responsabilidad exigente. Esta es la bondad y la
fidelidad a la que nos llama el evangelio de hoy en el servicio a Dios y a los
otros, particularmente de los pobres y marginados. Creo que este camino,
trazado en sus fundamentos por el evangelio, es el sendero que conducirá a una
transformación real de esta sociedad decadente y en estado crítico. Para
despertarnos de la posible desidia y del raquitismo del corazón, para sacarnos de
la frecuente holgazaneria en la que a veces nos vemos involucrados y para
convertirnos de nuestras posibles irresponsabilidades, podría servirnos el final
descrito en la parábola como juicio fatal contra el siervo inútil, holgazán,
irresponsable, egoísta y temeroso. El destino personal del siervo infiel fue la
tiniebla, “el llanto y el rechinar de dientes”, lo cual es una imagen, repetida
hasta cuatro veces en el evangelio de Mateo, que debe servir como palabra
amenazante que nos llama a la vigilancia y a la conversión de todo tipo de
conducta desagradecida, egoista e irresponsable.
San Pablo nos advierte que el día del Señor vendrá sorprendentemente (1Te
5,1-6). Y cuando estén diciendo “Paz y seguridad”, entonces sobrevendrá la
ruina. Pero no debería haber sorpresa para los creyentes, los hijos de la luz,
pues estos están viviendo con sobriedad y vigilancia. En la Iglesia oramos para
que el Señor, que viene sorprendentemente cada día en los rostros sufrientes
del mundo y que viene definitivamente como Señor al final de la vida, nos
encuentre siempre activos en el crecimiento de los valores del Reino, cuyo déficit
es el fundamento de esta gran crisis de humanidad en la cual nos encontramos.
El horizonte último que nos aguarda, si somos siervos buenos y fieles, es entrar
en la alegría del Señor.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada
Escritura