PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO, Ciclo B
LECTURAS:
PRIMERA
Isaías 63,16b-17;64,1.3b-8
Tú, Yahveh, eres nuestro Padre, tu nombre es "El que nos rescata" desde siempre.
¿Por qué nos dejaste errar, Yahveh, fuera de tus caminos, endurecerse nuestros
corazones lejos de tu temor? Vuélvete, por amor de tus siervos, por las tribus de tu
heredad. Como prende el fuego en la hojarasca, como el fuego hace hervir al agua
para dar a conocer tu nombre a tus adversarios, y hacer temblar a las naciones
ante ti, No se oyó decir, ni se escuchó, ni ojo vio a un Dios, sino a ti, que tal hiciese
para el que espera en él. Te haces encontradizo de quienes se alegran y practican
justicia y recuerdan tus caminos. He aquí que estuviste enojado,pero es que fuimos
pecadores; estamos para siempre en tu camino y nos salvaremos. Somos como
impuros todos nosotros, como paño inmundo todas nuestras obras justas. Caímos
como la hoja todos nosotros, y nuestras culpas como el viento nos llevaron. No hay
quien invoque tu nombre, quien se despierte para asirse a ti. Pues encubriste tu
rostro de nosotros, y nos dejaste a merced de nuestras culpas. Pues bien, Yahveh,
tú eres nuestro Padre. Nosotros la arcilla, y tú nuestro alfarero, la hechura de tus
manos todos nosotros. No te irrites, Yahveh, demasiado, ni para siempre recuerdes
la culpa. Ea, mira, todos nosotros somos tu pueblo.
SEGUNDA
1 Corintios 1,3-9
Gracia a ustedes y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo. Doy
gracias a Dios sin cesar por ustedes, a causa de la gracia de Dios que les ha sido
otorgada en Cristo Jesús, pues en él han sido enriquecidos ustedes en todo, en toda
palabra y en todo conocimiento, en la medida en que se ha consolidado entre
ustedes el testimonio de Cristo. Así, ya no les falta ningún don de gracia a los que
esperan la Revelación de nuestro Señor Jesucristo. El les fortalecerá hasta el fin
para que sean ustedes irreprensibles en el Día de nuestro Señor Jesucristo. Pues
fiel es Dios, por quien han sido ustedes llamados a la comunión con su hijo
Jesucristo, Señor nuestro.
EVANGELIO
Marcos 13,33-37
"Esten atentos y vigilen, porque ignoran ustedes cuándo será el momento. Al igual
que un hombre que se ausenta: deja su casa, da atribuciones a sus siervos, a cada
uno su trabajo, y ordena al portero que vele; velen ustedes, por tanto, ya que no
saben cuándo viene el dueño de la casa, si al atardecer, o a media noche, o al
cantar del gallo, o de madrugada. No sea que llegue de improviso y los encuentre
dormidos. Lo que a ustedes digo, a todos lo digo: ¡Velen!"
HOMILÍA
En la primera lectura el profeta Isaías nos regala una bellísima oración que parece
anteceder y anunciar la que unos cinco siglos después nos enseñara nuestro
Salvador, Cristo Jesús.
El profeta se dirige a Yahveh llamándole nuestro Padre.
Esto ocurre poco después de que los israelitas comenzaran el retorno a su propia
tierra en Palestina, después de haber pasado unos cincuenta años en el forzado
exilio en Babilonia.
Tienen que volver a poner en marcha su vida, trastornada completamente por el
decreto de Nabucodonosor, el rey babilonio, que los arrancó de la tierra en la que
habían vivido los israelitas después de su larga esclavitud en Egipto.
Hay en la oración cierto dejo de queja, porque han padecido calamidades, aunque
conscientes de que sus muchos pecados los habían llevado a apartarse de la
obediencia a Dios. Así: “He aquí que estuviste enojado, pero es que fuimos
pecadores”.
Esta confesión de las culpas de su pueblo lleva al profeta a clamar al Señor, como
verdadero Padre, que tenga compasión y vuelva a mirar a Israel como a su pueblo:
“Pues bien, Yahveh, tú eres nuestro Padre. Nosotros la arcilla, y tú nuestro alfarero,
la hechura de tus manos todos nosotros. No te irrites, Yahveh, demasiado, ni para
siempre recuerdes la culpa. Ea, mira, todos nosotros somos tu pueblo”.
En una forma semejante Jesús enseñó a sus apóstoles y a todos nosotros, a
dirigirnos a Dios como a un verdadero Padre, que es al mismo tiempo nuestro
Creador. El Divino Maestro nos quiso inculcar también esa total confianza que
debemos tener cuando nos dirigimos a Quien sabemos nos ama y quiere nuestro
bien.
San Pablo, en la segunda lectura, nos recuerda ese título tan especial de Padre
referido a Dios, y la necesidad que tenemos de agradecer la inestimable gracia que
hemos recibido de El al enviarnos a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, para que con
su muerte y resurrección nos diera la posibilidad de ser de verdad hijos de Dios.
Esta es una de las verdades más consoladoras que podemos tener, ya que la
revelación que Jesús hace de su Padre como nuestro Padre, es la Buena Noticia, el
Evangelio, que debe llenar a cada ser humano de un gozo inconmensurable.
¿Qué otra noticia podría ser más grande que ésta? Somos hijos de un Padre que lo
puede todo y está dispuesto a darnos todo si ponemos toda nuestra vida en sus
manos.
Esto lo pone Jesús de manifiesto a través de sus años de actividad apostólica. Nos
hace ver que tenemos que confiar absolutamente en que el Padre nos dará siempre
lo mejor.
Veamos, por ejemplo, estas frases de Jesús: “Así pues, no anden ustedes buscando
qué comer ni qué beber, y no estén inquietos. Que por todas esas cosas se afanan
los gentiles del mundo; y ya sabe su Padre que ustedes tienen la necesidad de eso.
Busquen más bien su Reino, y esas cosas se les darán por añadidura. No temas,
pequeño rebaño, porque a su Padre le ha parecido bien darles a ustedes el Reino”
(Lucas 12,29-32).
No significa, desde luego, que Dios nos lo dará todo sin que tengamos que hacer
nada. Es lógico que tenemos que trabajar, pero sin poner nuestro esfuerzo sólo en
acrecentar nuestras posesiones materiales.
Para un verdadero creyente no puede haber dudas de que si busca primero el Reino
de Dios, todo le irá bien en la vida. ¿Que se presentan dificultades? Pues no hay
que inquietarse, pues nuestro Padre sabrá sacarnos de cualquier atolladero. Si El lo
puede todo, ¿a qué o quién hemos de temer?
Uno de los problemas de la oración es que nos pasamos el tiempo pidiendo cómo
resolver problemas terrenales, como las necesidades de cada día, y nos olvidamos
de buscar la fuerza para vivir de acuerdo a los mandamientos del Señor.
En el evangelio escuchamos a Jesús decirnos que tenemos que estar atentos y
vigilantes. Esa es nuestra obligación: realizar nuestra tarea de cada día, no
andarnos preocupando de cuando vendrá el fin del mundo.
Para quitarnos el temor Jesús nos prometió y nos envió el Espíritu Santo para que
fuera nuestro guía, nuestra ayuda y nuestro defensor.
El que anda temeroso, desconfiado, siempre pensando en lo peor, lleva una vida de
preocupación que le impide disfrutar a plenitud lo bueno de la vida.
Nuestro Padre quiere que disfrutemos también en la tierra de todas las cosas
buenas que ha creado para nosotros. Si bien podemos enfrentar momentos difíciles
y hasta de sufrimiento, El no nos ha puesto aquí para sufrir, sino para aprender,
prepararnos y llegar al Reino.
Nos recuerda san Pablo que “El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar
testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos
de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él
glorificados” (Romanos 8,16,17).
Como diría santa Teresa: “Nada te turbe, nada te espante, quien a Dios tiene, nada
le falta. Sólo Dios basta”.