DOMINGO III DE ADVIENTO (B)
Homilía del P. Bernabé Dalmau, monje de Montserrat
14 de diciembre de 2014
Is 61.1-2a.10-11 / 1 Ts 5,16-24 / Jn 1,6-8.19-28
Queridos hermanos y hermanas,
Este domingo tercero de Adviento, el domingo de especial alegría ante la próxima
venida del Señor, nos presenta la austera figura de Juan el Bautista. El evangelista ha
introducido su persona a través de unos versículos que oiremos también el día de
Navidad: "No era él la luz, sino testigo de la luz".
El evangelista nos dice, pues, que Juan no era la Luz. Pero sus contemporáneos
preguntan insistentemente por la identidad del Bautista: "¿Tú quién eres? ¿Quién
eres? ¿Qué dices de ti mismo?". Él reconoce que es sólo una voz que invita a allanar
el camino del Señor. La interpelación de los contemporáneos de Juan también vale
para cada uno de nosotros, en la línea de lo que escribía san Pedro que hay que dar
razón de la esperanza que hay en nosotros (cf. 1 Pe 3,15). Para poder dar razón de
algo, hay que tener, de esperanza en ello. El tiempo de Adviento es tiempo de
esperanza, porque "aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. El transformará
nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso" (Flp 3,20-21).
¿Qué más esperamos? Aquí podríamos poner también -por qué no- todas las
esperanzas humanas, las que cada persona, cada familia, cada grupo tiene de
conseguir una mejora de la situación presente. Pero siempre con el fin de afianzar
nuestra esperanza en Cristo Salvador, sabiendo distinguir bien entre la construcción
del Reino de Dios y las esperanzas humanas. En otras palabras, tenemos que saber
integrar todo lo que somos y anhelamos en nuestra situación de cristianos en el
mundo de ahora y de aquí.
Por eso es importante hacer nuestra la interpelación que también oyó el Bautista:
¿Quién eres? ¿Qué dices de ti mismo? Hablábamos de la esperanza. Es, como la
definía un escritor del siglo pasado, la hermana pequeña al lado de la fe y la caridad.
Pero la esperanza existe y tiene su personalidad. De acuerdo con el texto de san
Pedro citado antes, esperar como salvador a Jesucristo el Señor es ya una opción que
no puede pasar desapercibida, tanto más que esta esperanza está vinculada a "la
transformación de nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso".
El profeta Isaías viene en nuestra ayuda para precisar mejor nuestra identidad
cristiana. En efecto, la lectura primera constaba de dos bloques de versículos. En los
versículos finales, oíamos una alabanza agradecida: El Señor “me ha envuelto en un
manto de triunfo, como novio que se pone la corona, o novia que se adorna con sus
joyas". Pero al comienzo de la lectura encontrábamos las palabras que san Lucas
pone en boca de Jesús como programa de su misión: "El Espíritu del Señor está sobre
mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que
sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los
cautivos". Por tanto, alabanza y misión.
¿Quién eres? ¿Qué dices de ti mismo? Soy el que aclamo el Señor lleno de gozo
porque el Señor hará brotar el bienestar y la gloria. Pero también soy el que he
recibido el Espíritu del Señor en bien de aquellos necesitados que hay que curar,
liberar, e iluminar. Es el "ora et labora" del pueblo creyente.
La identidad cristiana está sostenida, pues, por la presencia del Espíritu de Dios en
nosotros que nos envía a obrar el bien y hace de nuestra vida una alabanza. Dios que
nos llama, es digno de toda confianza. Él lo hará así (cf. 1 Tes 5,16-24).