FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA: JESÚS, MARÍA Y JOSÉ (B)
Homilía del P. Lluís Planas, monje de Montserrat
28 de diciembre de 2014
Gén 15, 1-6; 21, 1-3 / Heb 11, 8.11-12.17-19 / Lc 2, 22; 40
Un primer eco de las lecturas que hemos escuchado ha sido subrayar la importancia
de la fe. El ejemplo que nos ha sido propuesto es el de Abrahán: un hombre creyente
que pone en práctica todo lo que escucha en su fe, aunque, de entrada, sea tan poco
probable, a los ojos humanos, que lo que se le ha prometido se realice. Y es
precisamente esta fe insobornable lo que la segunda lectura ensalza. De manera
constante hemos ido oyendo: «por fe ...». Y ha sido gracias a la fidelidad a la fe que la
historia de Dios se ha encarnado en los hombres. Abrahán es el paradigma de hombre
creyente en quien tanto judíos, cristianos y musulmanes nos reflejamos. Ojalá que
cada uno de nosotros tuviéramos este coraje. Fue capaz de irse, salir de su país sin
saber dónde iría. // Aunque había constatado que Sara era estéril, creyó, se fió, y
Abrahán obtuvo la capacidad de fundar un linaje, porque Sara, finalmente, fue madre.
// En su camino de fe también se encontró que, para ponerlo a prueba, Dios le pidió en
sacrificio que ofreciera a su hijo Isaac (el que había de dar continuidad a su linaje). Él
se propuso cumplir lo que Dios le pidió, y nos comenta la epístola a los hebreos, que
Abraham confió que Dios tiene poder para resucitar un muerto. Todos recordamos que
por una intervención providencial de Dios Isaac no fue sacrificado.
En el evangelio también hemos visto que tanto Simeón como la profetisa Ana nunca
desanimaron, nunca aflojaron su esperanza en Dios... Ambos esperaban que Dios
bendeciría a su pueblo, que la salvación les daría el verdadero camino de la liberación.
Simeón reconoce cuando tiene a Jesús en sus brazos: «mis ojos han visto a tu
Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos». Y Ana que estaba allí, a la
misma hora que Simeón reconocía a Jesús, y también daba gracias a Dios.
Estos testigos han de ser para nosotros un estímulo a ser perseverantes en nuestra fe.
Seguramente que ahora nos iría muy bien repasar el propio itinerario de fe.
Probablemente descubriríamos cómo a lo largo de nuestra vida ha habido momentos o
situaciones que quizás nos invitaban a dudar de nuestras convicciones, y sin embargo
nos hemos agarrado a Dios que dentro de nuestro corazón ha hecho nacer el germen
de la fe. ¿Y cuáles son nuestras convicciones, o mejor dicho, nosotros, que creemos
en Dios, por qué creemos? Nos faltarán palabras para explicarlo. Muchos de nosotros
podemos hablar de que hemos tenido unos padres, o familiares, o amigos, que nos
han enseñado a creer y nos han dado testimonio, no tanto porque nos hayan repetido
y nos hayan hecho aprender unos principios dogmáticos, sino porque hemos visto la
convicción de la fe en su vida. Quizás nos costará encontrar cosas concretas, pero en
ellos veíamos una actitud de vida, y ante cualquier eventualidad, se han mantenido
firmes en sus convicciones, aunque esto los llevara por caminos inciertos. En ellos
podemos reconocer unos nuevos Abrahán.
Hoy, en que la Iglesia nos invita a mirar a la Sagrada Familia, puede ser un buen
momento para reflexionar sobre nuestros lazos. La necesidad que todos tenemos de
sentirnos vinculados para aprender a ser libres y para aprender a saber asumir las
propias responsabilidades y valores. Cuanta importancia tiene valorar lo que ya desde
muy pequeños ha sido primordial en nuestro desarrollo como personas. ¿Hablamos de
ello con agradecimiento? Seguramente que no todo el mundo ha sido debidamente
tratado en su crecimiento humano y espiritual. Pero no debemos perder nunca la
esperanza de que podemos rehacer, reconstruir el camino.
Porque aún hoy, estemos donde estemos, nos encontremos como nos encontremos, y
aunque nos sintamos solos, es importante vivir los lazos de relación. Todo el mundo
debería poder sentirse vinculado a una familia, es decir, a un lugar donde sabes que
hablas y eres escuchado, y un lugar en que estás dispuesto a acoger la experiencia de
vida de los demás. Seas mayor, seas joven, tienes que sentirte respetado, más aún,
querido, al tiempo que sabes que tú puedes amar. Pero esto que podemos decirlo
desde una perspectiva humana, también deberíamos poder decirlo desde la fe. Toda
comunidad creyente es como una familia. El lugar donde se aprende. El lugar donde
descubres quienes verdaderamente te enseñan con su ejemplo y con sus actitudes. El
lugar donde tus referentes se van profundizando y puedes llegar a admirar su coraje y
su coherencia; y también a conocer el dolor y la incertidumbre, el miedo y la rabia. Y
donde mejor puedes poner en práctica el consuelo y la compasión. Todo ello forma
parte de la familia humana, y todo esto también forma parte de la familia donde con
Jesús, siguiendo el Evangelio, crecemos, nos hacemos fuertes, aumentamos el
entendimiento y sabemos que Dios nos bendice.