DOMINGO II DESPUÉS DE NAVIDAD (B)
Homilía del P. Manel Gasch, monje de Montserrat
4 de enero de 2015
Sir 24,1-2,8-12 / Ef 1,3-6.15-18 / Jn 1,1-18
¿Os habéis preguntado alguna vez queridos hermanos y hermanas por qué el cristianismo es tan
insobornable? Han pasado el Imperio Romano, la Edad Media, la Ilustración, la Revolución
francesa, la modernidad, las dictaduras del proletariado, las guerras, y casi ha pasado ya la
posmodernidad, y quince años ya en el siglo Vigesimoprimero, en pleno auge de lo que podríamos
llamar fenómeno social del Papa Francisco, ser cristiano continúa e incluso para algunos vuelve a
ser vigente. Las ideas, las tendencias, las personas, por importantes que fueran, han ido
desapareciendo, han quedado como mucho en algún libro de historia, engullidas las unas por las
otras... pero las palabras de Jesús no han pasado, tal como él dijo.
El cristianismo entendido como el seguimiento de Jesucristo, sólo se puede reclamar válido para
todos los tiempos y personas si participa de Dios. Sólo en esta conexión puede haber explicación
de que todo pasa y Cristo permanece. El evangelio de hoy, repetido tres veces en nuestra liturgia
estas dos semanas últimas, el día de Navidad, el día 31 de diciembre y este segundo domingo de
Navidad, nos habla precisamente de esta conexión entre Dios, Jesús de Nazaret, llamado el
Cristo y el mundo, es decir nosotros. Y este evangelio nos dice tres cosas profundas, nucleares en
nuestra fe: Que Dios existe y ha estado siempre presente en el mundo con su Palabra, que esta
Palabra quiso hacerse hombre en Jesucristo y que a nosotros se nos propone reconocer estas
verdades y se nos deja la libertad para hacerlo o no hacerlo.
Sobre la existencia de Dios, parece que una homilía en una celebración de la eucaristía no se
debería hablar de algo tan fundamental como que nuestra fe comienza cuando decimos "Creo en
un solo Dios". Sin embargo, decirlo, sinceramente y continuar diciendolo cada domingo,
atravesando todos los momentos de la vida, es importante. De hecho, un conocido arzobispo nos
decía en una ocasión visitando nuestra comunidad que el problema fundamental de nuestra
sociedad y de nuestra Iglesia era "creer o no en Dios". El evangelio de hoy nos dice que este Dios
es y existe y se expresa por una palabra, la que existe desde siempre y que está para siempre en
Dios. Una Palabra que ya en el Antiguo Testamento estaba presente como una sabiduría que
quería vivir en medio del pueblo judío, una palabra que en medio de un silencio tranquilo ya quería
habitar el mundo.
Durante la liturgia de Navidad estamos repitiendo constantemente: La Palabra de Dios se ha
hecho carne. Durante estos días de Navidad, he podido presenciar una escena divertida y llena de
significado: un niño de cuatro años cogía el niño Jesús del pesebre y comenzaba a describir las
partes del cuerpo sin ninguna censura y hasta se refería a algunas funciones propias de la
naturaleza humana. En la figura de Jesús, mucho más cercana a la realidad del niño que a la
nuestra, él veía reflejado su mundo, su humanidad. Pensé que no deberíamos perder nunca este
punto de vista inocente, ya que a veces vemos a Jesucristo como alguien en el que la humanidad
ha quedado medio escondida. Y reconocer que en esta humanidad, sencillamente reconocida
como lo hacía el niño, está la Palabra de Dios. Nuestra inteligencia, nuestra creatividad no ha
podido decir nada más importante de nadie. En Jesucristo se hace real algo que nos sobrepasa,
algo más grande: Dios. Un motivo razonable en la actualidad perpetua y en la resistencia a todo
soborno de la persona de Jesús de Nazaret y de su mensaje, es que Jesús es este hombre en el
que se ha encarnado la Palabra de Dios.
Y la tercera gran idea del evangelio de hoy es que esta Palabra de Dios, ha venido al mundo con
plena conciencia de que la oscuridad, la falta de fe, la incapacidad de acogerla también eran
propias del mundo. Ha venido al mundo precisamente para entrar en diálogo con todas estas
realidades que desde siempre y hasta hoy necesitan el contacto sanador de Jesucristo, de su
persona ejemplar, de su Espíritu, de su mensaje. Un diálogo pues siempre deja la opción a la
oscuridad de seguir siendo oscuridad, pero que no deja de iluminar todo aquello que se deja
iluminar. No perdamos de vista que su misión es iluminar a todos, y que quizás ha iluminado
algunas realidades en las que de entrada no reconoceríamos la luz. El diálogo con la oscuridad
también significa escuchar y mirar todo nuestro entorno.
Que nuestro ser cristiano viva del contacto con Jesucristo, conscientes de que delante de él
estamos ante Dios. Que cada uno en su vida encuentre este diálogo entre la oscuridad y la luz,
entre la resistencia y el Evangelio, entre la cerrazón y la apertura a Dios, y vea cómo puede
participar de la misión sanadora de Cristo a la que todos somos llamados como cristianos.
Fundamentados en él, y a pesar de nuestros límites y dificultades, nunca superables del todo ya
que aquí radica la diferencia entre Jesús y nosotros, podemos realmente participar también del
mensaje insobornable del cristianismo, fuerza transformadora de la sociedad y de la persona.