SEXTO DOMINGO ORDINARIO, CICLO B
(Levítico 13:1-2.44-46; I Corintios 10:31-11:1; Marcos 1:40-45)
Era la edad de la segregación. Particularmente en el sur de los Estados
Unidos los negros sufrieron la opresión racial. Los adultos no podían
sentarse al lado de los blancos en los buses y mucho menos sus hijos al lado
de los niños blancos en las escuelas. En este ambiente John Howard Griffin,
un periodista de Mansfield, Texas, decidió a experimentar la suerte de un
negro. Tiñó su piel moreno e hizo un giro por la antigua Confederaría.
Esperaba prejuicio pero le sorprendió el extenso de la hostilidad contra los
negros. Griffin escribió un libro, Negro como yo, que ayudó a los negros
ganar los derechos civiles. Se puede decir que Griffin era un privilegiado
que se hizo un marginado para que los marginados pudieran hacerse
privilegiados. Es semejante al intercambio atestiguado en el evangelio hoy.
Se le acerca a Jesús un leproso. Estamos acostumbrados a leer de tales
historias en el evangelio, pero pudiéramos preguntarnos: ¿Cómo nos
sentiríamos si estuviéramos en la compañía de Jesús ese día? A lo mejor
nos habríamos saltado atrás como haríamos hoy enfrentando a un enfermo
del virus del Ébola. Pues, la condición le aborrecía a la gente tanto como la
primera lectura relata. Ni les permitía a los leprosos entrar en los pueblos.
Pero Jesús se adelanta con la amenaza, no retrocede. Tocando al leproso
con la mano, le sana la enfermedad. De nuevo no nos parece insólito
escuchar de Jesús curando a un enfermo. Pero deberíamos darnos cuenta de
que por haber palpado al leproso Jesús se ha expuesto a sí mismo a la
enfermedad maldita. Por supuesto, Jesús ni ha oído de guantes de plástico
para protegerle del contagio.
Sin embargo, no es porque se haya contaminado con la lepra que Jesús no
podrá entrar las ciudades. Es porque el sanado ha proclamado el poder de
Jesús y ya todo el mundo lo busca. Como si fuera un criminal Jesús ahora
tiene que quedarse en lugares solitarios. El caso ha cambiado
completamente: el privilegiado Jesús se ha hecho marginado mientras el
antiguo leproso marginado puede andar como un hombre libre.
Realmente el desplazamiento no es nuevo para Jesús. En la historia de la
salvación él vino del amor eterno de Dios Padre para experimentar el afecto
veleidoso humano. Va a estar aún más postergado cuando cuelga en la cruz
(¡por seis horas según este relato de Marcos!). Se sentirá, al menos por un
momento, que Dios mismo lo ha abandonado. ¿Qué querremos decirle?
¿“Gracias” o, tal vez, “Te amo”? Estas palabras fallan a cumplir nuestra
intención. Sin embargo, hay otra manera de expresar nuestro aprecio para
Jesús. Podemos mostrar nuestro afecto a Jesús con el ayuno cuaresmal ya
cerca.
Solemos pensar en el ayuno como la compensación a Dios por nuestros
pecados. Pero ¿cómo podría ser que no comer pan dulce mientras estamos
festejando en capirotada neutralizar el efecto de nuestras traiciones? No, es
mejor que pensemos en el ayuno como una muestra de solidaridad con
Jesús que se marginó en el mundo nuestro para que tengamos un lugar en
su morada divina. Por eso, no queremos hacer un ayuno fingido durante la
Cuaresma sino algo que nos cuesta. ¿De qué consistirá nuestro ayuno esta
cuaresma? Si apetecemos el postre, podríamos dejar de tomar todos tipos
de dulces. Si nos gusta la cerveza, podríamos dejar de beber todos géneros
de alcohol. ¿Por qué no?
Una vez un hombre cuya esposa estaba sufriendo la quimioterapia rasuró su
cabeza. Fue un testimonio de gran solidaridad porque como ella él tuvo que
soportar las miradas asustadas de la gente. Es como Jesús hizo por nosotros
cuando dejó la morada de Dios Padre. Se puso al lado nuestro en los buses
para que conozcamos el amor de Dios. Se puso al lado nuestro para que
conozcamos su amor.
Padre Carmelo Mele, O.P.