JUEVES SANTO - MISA DE LA CENA DEL SEÑOR
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
2 de abril de 2015
Ex 12, 1-8.11-14; 1Cor 11, 23-26; Jn 13, 1-15
"Esto es mi cuerpo entregado por vosotros. Este es el cáliz de mi sangre derramada
por vosotros" (palabras de la consagración; cf. segunda lectura). Estas palabras,
hermanos y hermanas en el Señor, suscitan en nosotros estupor y gratitud. Estupor y
gratitud por la grandeza del don que conllevan. Jesucristo mismo, el Señor, entregó su
cuerpo y su sangre en el pan y el vino eucarísticos como presencia sacramental de su
pasión y de su muerte. Es el don por excelencia que ha recibido la Iglesia. Porque es
el don del Señor mismo; el don de su persona en su humanidad santa y en su gloriosa
divinidad. Y este don es para ofrecernos su salvación, para liberarnos. Este don
continúa a lo largo de los tiempos. Estos momentos que estamos viviendo, en esta
tarde del Jueves Santo, reunidos en torno al altar, son momentos de don. Jesucristo,
el Señor y el Maestro , como decía el Evangelio, se nos da a sí mismo. Lo hace porque
nos ama hasta el extremo , hasta el fondo del fondo. Lo hace porque quiere servirnos
por amor dándonos su vida para fortalecer la nuestra, dándonos su inmortalidad para
que podamos superar la muerte.
Ser conscientes de esta realidad nos lleva, como decía, a tener "sentimientos de
estupor y de gratitud" (cf. Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 10), por la presencia
del Señor resucitado y por el fruto transformador que nos ofrece. Celebrando la
Eucaristía, no estamos viviendo un recuerdo, aunque sea lleno de fe, sino que
entramos en contacto con el sacrificio que Jesucristo ofreció una vez por todas en la
cruz y del que nos dejó el memorial , como decía San Pablo en la segunda lectura. Y
haciendo el memorial , el Señor, por obra del Espíritu Santo, se hace presente en
nuestra asamblea litúrgica para darnos su gracia y su salvación. La Eucaristía, sin
embargo, no sólo hace presente el misterio de la pasión y de la muerte del Salvador,
sino también el misterio de su resurrección, que corona su sacrificio en la cruz. La
suya, pues, no es una presencia estática, sino una presencia viva, entregada
permanentemente a favor de todo el que la acoge. La entrega a nuestro favor que hizo
en la cruz continúa en el Sacramento eucarístico y pide nuestra correspondencia. Es
como si cada vez que celebramos la Eucaristía, el Señor nos dijera: "Aquí estoy, soy
vuestro". Por eso la Eucaristía pide nuestra unión íntima con él para que nos pueda
hacer su don. Recibiendo el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor,
nosotros tenemos participación en su vida divina y en su filiación. La tenemos, esta
participación, ya inicialmente en esta vida hasta el día que esta realidad filial se pueda
desplegar en la vida futura.
Ante este misterio de amor, nuestra razón humana experimenta toda su limitación.
Porque la Eucaristía es un misterio que supera nuestro pensamiento y sólo puede ser
acogido en la fe. Por eso el estupor y el agradecimiento por este don nos mueven a
adorar el designio y la presencia del Señor con humildad, con compunción y con
alegría.
La Eucaristía no es un don individual. Es un don en bien de la comunidad cristiana,
para que se haga más sólida la comunión fraterna en el seno de la Iglesia; para que se
haga más sólida la conciencia de formar con todos los hermanos en la fe el Cuerpo
eclesial de Cristo (cf. 1Cor 10, 17). Y juntos sentimos la responsabilidad de
transformar la realidad presente que nos toca vivir, con toda su complejidad y con toda
su problemática. Sabemos que toda ella está bajo la mirada amorosa de Jesucristo y
que la salvación se va abriendo paso a través de las cosas de cada día. No podemos
pasar por alto nuestros deberes en la ciudad terrena, sabiendo como Dios la envuelve
con su amor y quiere servirse de nosotros para que la transformemos, a la luz del
Evangelio, haciéndola más humana y más plenamente conforme a su designio de
amor y de salvación. En este sentido, la Eucaristía es también un don en bien de la
humanidad.
El evangelio del lavatorio de los pies a los discípulos por parte de Jesús, que hemos
leído, ilustra bien el sentido de la celebración eucarística. Lavando los pies a los
discípulos, Jesús se hace maestro de comunión y de servicio abnegado porque vamos
construyendo, con él, una humanidad renovada por su amor. Esto quiere decir,
trabajar para eliminar lo que el Papa Francisco llama la cultura del descarte, del
marginar a los más débiles, los más pequeños y los más pobres, y también los más
ancianos, y a veces incluso a los jóvenes debido a la falta de trabajo. Como signo de
nuestro compromiso por seguir a Jesucristo en el servicio a los demás, haremos una
colecta la final de la celebración y entregaremos lo que se recoja a "Acción solidaria
contra el paro" para ayudar a sus proyectos en favor de la creación de empleo.
En el contexto del Jueves Santo que nos muestra el sacramento de la Eucaristía y el
sacramento del hermano, es bueno recordar un texto muy expresivo y muy exigente
de san Juan Crisóstomo: "¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No lo desestimes -
dice- cuando se encuentra desnudo. No le des honor aquí en el templo con tejidos de
seda, para desestimarlo afuera, donde sufre frío y desnudez. Aquel que ha dicho “esto
es mi cuerpo” es el mismo que ha dicho “tenía hambre, y no me disteis de comer” y
“todo cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo
hicisteis” [...] Comienza saciándolo hambriento, luego con lo que quedará podrás
adornar también el altar" (Homilías sobre el Evangelio de Mateo, 50, 3-4).
Ante el don del sacramento eucarístico, debemos reconocer que somos afortunados
porque por la fe conocemos las realidades sobrenaturales que escapan a nuestros
sentidos. Conocerlas y saber que somos llamados a participar de ellos ahora en esta
vida y después de una manera plena en la otra, nos ayuda a trabajar por una sociedad
mejor. Nos ayuda a vivir con alegría y con esperanza. Nos ayuda a ser testigos ante
nuestros contemporáneos, empezando por servirlos fraternalmente. El lavatorio de
pies que ahora efectuaremos quiere ser expresión de este servicio que hay que hemos
de prestarnos unos a otros como hermanos.