Encuentros con la Palabra
Segundo Domingo de Pascua – Ciclo B (Juan 20, 19-31)
“¡Dichosos los que creen si haber visto!”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
Hace algunos días Seve, comentó en nuestra comunidad que un profesor del Seminario de
Planificación pastoral de la Casa de la Juventud, había hecho un halago de uno de nuestros
compañeros. Cuando comentó que vivía en la misma comunidad con Gonzalo Castro, el
profesor dijo: «¡Ese es el jesuita más coherente que yo conozco!» A lo que Seve respondió:
«¡Y yo, que vivo con él, ni me había dado cuenta!»
Este hecho me trajo a la memoria aquella historia del abad de un célebre monasterio que fue
a consultar a un famoso guru en las montañas del Himalaya. El abad le contó al guru que en
otro tiempo, su monasterio había sido famoso en todo el mundo occidental; sus celdas
estaban llenas de jóvenes novicios, y en su iglesia resonaba el armonioso canto de los
monjes. Pero habían llegado malos tiempo: la gente ya no acudía al monasterio a alimentar
su espíritu, la avalancha de jóvenes candidatos había cesado y la iglesia se hallaba
silenciosa. Sólo quedaban unos pocos monjes que cumplían triste y rutinariamente sus
obligaciones. Lo que el abad quería saber era lo siguiente: «¿Hemos cometido algún pecado
para que el monasterio se vea en esta situación?»
«Sí», respondió el guru, «un pecado de ignorancia». «¿Y qué pecado es ése?» Preguntó el
abad. «Uno de ustedes es el Mesías disfrazado, y ustedes no lo saben». Y, dicho esto, el
guru cerró los ojos y volvió a su meditación. Durante el penoso viaje de regreso a su
monasterio, el abad sentía cómo su corazón se debocaba al pensar que el Mesías, ¡el
mismísimo Mesías!, había vuelto a la tierra y había ido a parar justamente a su monasterio.
¿Cómo no había sido él capaz de reconocerlo? ¿Y quién podría ser? ¿Acaso el hermano
cocinero? ¿El hermano sacristán? ¿El hermano administrador? ¿O sería él, el hermano
prior? ¡No, él no! Por desgracia, él tenía demasiados defectos... Pero resulta que el guru
había hablado de un Mesías «disfrazado». ¿No serían aquellos defectos parte de su disfraz?
Bien mirado, todos en el monasterio tenían defectos, y uno de ellos tenía que ser el Mesías.
Cuando llegó al monasterio reunió a los monjes y les contó lo que había averiguado. Los
monjes se miraban incrédulos unos a otros: ¿El Mesías... aquí? ¡Increíble! Claro que, si
estaba disfrazado... entonces, tal vez... ¿Podría ser Fulano...? ¿o Mengano, o...? Una cosa
era cierta: Si el Mesías estaba allí disfrazado, no era probable que pudieran reconocerlo. De
modo que empezaron todos a tratarse con respeto y consideración. «Nunca se sabe»,
pensaba cada cual para sí cuando trataba con otro monje, «tal vez sea éste... ». El resultado
fue que el monasterio recobró su antiguo ambiente de gozo desbordante. Pronto volvieron a
acudir docenas de candidatos pidiendo ser admitidos en la Orden, y en la iglesia volvió a
escucharse el jubiloso canto de los monjes, radiantes del espíritu de Amor.
Eso fue lo que le pasó a Tomás. Quería ver «en sus manos las heridas de los clavos» y
meter su mano en su costado para poder creer. Jesús resucitado se hace presente entre
nosotros de una forma tan cotidiana, que corremos el riesgo de no reconocer su presencia y
pasar de largo junto a él. La Pascua es un tiempo propicio para reconocer en aquellas
personas con quienes vivimos, la presencia resucitada del Señor.
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
Si quieres recibir semanalmente estos “Encuentros con la Palabra ”,
puedes escribir a herosj@hotmail.com pidiendo que te incluyan en este grupo.