DOMINGO III DE PASCUA (B)
Homilía del P. Anselm M. Parés, monje de Montserrat
19 de abril de 2015
Hch 3, 13-15.17-19 / 1 Jn 2, 1-5a / Lc 24, 35-48
Queridos hermanos y hermanas, lo propio del tiempo pascual que estamos viviendo,
es que la Iglesia nos hable de la resurrección del Señor.
Así, la primera lectura que hemos escuchado, es un fragmento de los Hechos de los
apóstoles donde Pedro, después de haber curado a un inválido de nacimiento, habla,
en la puerta del templo, a los judíos reunidos a su alrededor, admirados por lo que
había hecho. Pedro les reprocha el haber entregado al Santo, el Siervo de Dios, a
Pilatos para que lo hiciera matar y de haber pedido el indulto de un asesino. Pero, a
continuación, les dice que se comportaron de esta manera porque, ni ellos ni sus
dirigentes, sabían lo que hacían. Así, Dios había cumplido lo que decían las Escrituras.
Seguidamente, los exhorta a la conversión. Les dice: "Por tanto, arrepentíos y
convertíos, para que se borren vuestros pecados".
El evangelio según San Lucas que nos ha sido proclamado hoy, nos habla de la
aparición de Jesús a los discípulos reunidos en Jerusalén, después de la vuelta de los
dos que habían ido a Emaús. Mientras estos dos discípulos les explicaban cómo
habían reconocido a Jesús al partir el pan, la narración evangélica nos dice que Jesús
mismo se presentó y les dijo: "Paz a vosotros". Los discípulos se asustaron pensando
que veían un fantasma. Pero Jesús les mostró las heridas de la crucifixión en las
manos y en los pies. Y como todavía no acababan de creer que no era un fantasma,
comió delante de ellos un trozo de pez asado que los discípulos le dieron.
Seguidamente les dijo que se había de cumplir todo lo que está escrito de Él en las
Escrituras. El texto evangélico aunque añade: "Entonces les abrió el entendimiento
para comprender las Escrituras. Y añadió: Así estaba escrito: el Mesías padecerá,
resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la
conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por
Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto".
Ya hemos visto en la primera lectura que las palabras de Pedro, en su discurso a los
judíos, son justamente el cumplimiento de esta última exhortación de Jesús. Y eso es
también lo que debemos hacer los cristianos, sobre todo los que tenemos encargado
el ministerio de la predicación. Nosotros no somos testigos directos de la resurrección
de Jesús, pero somos depositarios del testimonio de los apóstoles, que vivieron con
Jesús, y que lo vieron una vez resucitado.
La resurrección de Jesús es un tema difícil, pero es una verdad central de nuestra fe.
Ya San Pablo, el siglo 1.º tuvo problemas con algunos miembros de la comunidad de
Corinto que no creían en la resurrección de los muertos. Y les dijo "Si no hay
resurrección de los muertos, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha
resucitado, nuestra predicación es vacía, y vacía es también vuestra fe”. Y más
adelante añade: "Pero, de hecho, Cristo ha resucitado de entre los muertos, como
primicia de todos los que han muerto".
También en nuestros tiempos podemos constatar fácilmente, en el trato con nuestros
amigos y conocidos, que del tema de la resurrección normalmente no se habla. Y si,
excepcionalmente, alguna persona suscita el tema parece que no interese demasiado,
aunque se trata de una verdad central para nosotros los cristianos. Por eso la
proclamamos en nuestra profesión de fe, que es el Credo, tal como haremos a
continuación, después de esta homilía. Diremos: “Creo…en la resurrección de la
carne y la vida eterna".
Pienso que en otras épocas de la vida de la Iglesia, se había puesto demasiado
énfasis en la vida eterna, y, tal vez no se daba la importancia que tenía y que tiene la
vida de cada día; lo que podía ocasionar la falta de interés de los cristianos para
contribuir a la solución de los problemas de nuestro mundo, como el hambre, la
pobreza, las desigualdades sociales. Pero ahora, tal vez por la ley del péndulo, puede
ocurrir que hayamos pasado al otro extremo; y sólo nos dedicamos a los problemas
del mundo, olvidando la promesa del Señor de la vida eterna. Algunos, incluso,
personas creyentes y de buena fe, piensan que la vida eterna debe ser muy aburrida.
Claro que entienden la vida eterna como una continuación de la vida actual, pero sin
que se acabe nunca. Y pienso que es normal que no les haga ninguna ilusión. Y es
verdad, hermanas y hermanos, que la vida de la gloria tendrá continuidad con la vida
que llevamos en este mundo; pero, eso sí, transfigurada por Dios. Será totalmente otra
cosa que ningún ojo vio, ni oído oyó, ni el corazón del hombre sueña. Inimaginable
para nosotros. Siempre alegre.
Nuestro padre San Benito, en el capítulo 4.º de su Regla, que trata de los instrumentos
de las buenas obras, nos pide a los monjes, entre otras muchas cosas, "desear la vida
eterna con todo el empeño espiritual”. Pero la obtención de este deseo es una gracia
de Dios, que le tenemos que pedir. Podríamos hacerlo en esta Eucaristía que estamos
celebrando, cuando compartiremos el Cuerpo de Cristo. Que así sea.