SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS (B)
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
24 de mayo de 2015
Hch 2, 1-11; Gal 5, 16-25; Jn 15, 26-27; 16, 12-15
Hoy, hermanos y hermanas, la gracia de la Pascua llega a su plenitud. Jesucristo
resucitado renueva en la Iglesia el don del Espíritu Santo. El Espíritu es como el aire:
no lo vemos, no lo olemos, sólo lo sentimos cuando sopla poco o mucho (cf. Jn 3, 8).
Pero el aire es esencial para la vida. Sin respirar, morimos. Lo mismo ocurre con el
Espíritu. Está y actúa. No como un viento recio , como el día del primer Pentecostés,
sino como una brisa delicada. Por eso no lo sentimos porque es todo suavidad. Por
eso no lo vemos porque no tiene cuerpo y es infinito. "Todo él es vida y vitalidad. Todo
él es abrazo de amor "(J.M. Rovira Belloso, El Evangelio ilumina el Credo , 2014, p.
30).
Ser vida y comunicarla, llevar dinamismo es lo que hace el Espíritu en la creación del
universo y en la renovación interior de las personas. Y todo porque es ternura de
amor, porque ama y es en sí mismo Amor. Efectivamente, la tradición occidental de la
Iglesia se complace en considerar al Espíritu Santo como el Amor infinito y eterno que
une el Padre y el Hijo en el seno de la Santa Trinidad. Este amor, que es a la vez
impulso suave y eficaz, que respeta la libertad humana, lo hemos recibido en el
sacramento de la confirmación. Y, desde entonces, nos impulsa interiormente para
que vivamos como hijos de Dios y hermanos de Jesucristo; es decir, nos impulsa para
que nuestra vida se identifique cada día más con la de Jesús. El Espíritu nos impulsa
también a la comunión eclesial y a convivir pacíficamente y por amor con los demás
que forman nuestra sociedad. El Espíritu, que habita en nuestro interior, hace,
además, que glorificamos a Dios con nuestra vida, que tengamos la fuerza de amar y
de servir a los demás. En este sentido, podemos decir que el Espíritu es el fondo de
nuestro ser y de nuestro actuar (cf. oc, p. 32), imperceptible pero imprescindible como
el aire que respiramos.
Pero, ¿dejamos de verdad que el Espíritu Santo actúe en nosotros? El apóstol San
Pablo nos daba, en la segunda lectura, los criterios para saber si nos dejamos llevar
por el Espíritu que hemos recibido, o si, por el contrario, tenemos una actuación
contraria a lo que el Espíritu quiere suscitar en nosotros para que seamos realmente
una nueva criatura en la dinámica espiritual que el bautismo inició en lo más íntimo de
nuestro interior. San Pablo lo plantea en términos de libertad. El Espíritu permite al ser
humano alcanzar la plena libertad y, por tanto, llevar a plenitud la vocación divina de
ser persona humana. Por ello, el Espíritu nos ayuda a avanzar hacia la libertad
verdadera, la que lleva a superar los deseos egoístas y la tendencia natural a idolatrar
el dinero, el poder, las fuerzas de la naturaleza, los astros, etc. El Espíritu nos ayuda
también a crecer en el amor ; en ese amor que se traduce en servicio a los demás. Por
eso, si le somos dóciles, suavemente va cambiándonos por dentro y hace crecer la fe
en Jesucristo, el gozo, la paz, la paciencia, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre, la
sobriedad. Cuanto más crezcan estas actitudes en nosotros, más sabremos que
somos dóciles al Espíritu. Y cuanto más aniden en nuestro corazón desórdenes,
enemistades, discordias, celos, divisiones, envidias y los otros impulsos terrenales y
egoístas de que hablaba San Pablo, menos nos dejamos llevar por el Espíritu. Fijaos,
pues, que el fruto de Pentecostés en nosotros tiene una doble dimensión. Por un lado,
a nivel personal, estrecha la amistad con Jesucristo y con el Padre, y cambia la
manera de ver las cosas y las propias actitudes, nos va haciendo sobrios y humildes.
Pero, inseparablemente, el fruto de Pentecostés en nosotros tiene también una
dimensión comunitaria, social; nos mueve a amar, a vivir el amor humano sin
perversiones, a servir, a respetar a los demás, y a crear unos vínculos de unidad en la
diversidad.
Evidentemente, dejarse llevar por el Espíritu tiene su dificultad. El Apóstol mismo habla
de una lucha en lo más íntimo de nosotros entre la acción del Espíritu y los impulsos
terrenales, egoístas. Hay una lucha, y a veces podemos ser vencidos. Podemos hacer
lo que no quisiéramos ; a causa de la debilidad, nos sale actuar como no desearíamos
cuando serenamente valoramos las cosas a la luz de Dios. Pero en esta lucha no
estamos solos; Jesucristo y el Espíritu luchan a favor nuestro, aunque respetando
nuestra opción libre.
Hay, todavía, dos frutos más del Espíritu: la compasión y la misericordia. Son las dos
características más profundas de Dios; nuestro Dios es rico en misericordia (Lc 6, 36;
Ef 2, 4), tal como lo muestra Jesucristo en todo su hacer. Y eso que es propio de Dios,
el Espíritu lo infunde en nuestros corazones, para que seamos compasivos y
misericordiosos con los demás. La misericordia que el Papa Francisco inculca tanto en
la Iglesia para que sea su testimonio, se expresará también a través nuestro.
El Espíritu da vida a la Iglesia y suscita una gran diversidad de carismas. Hace firmes
en la fe a los mártires de oriente y de occidente, tantos hermanos nuestros que son
torturados y asesinados a causa de Jesucristo. Damos gracias a Dios por este
testimonio que nos interpela en nuestras seguridades y medianías. De una manera
particular damos gracias por el martirio del arzobispo Oscar Romero que ayer fue
beatificado en El Salvador; es otro peregrino de Montserrat que la Iglesia propone
como modelo y como intercesor.
Hoy es jornada electoral. Llevemos a la oración los resultados del voto de los
ciudadanos, para que el Espíritu libere a los elegidos democráticamente de todo afán
de poder o de corrupción y les inspire actitudes de servicio en favor de una sociedad
más justa y solidaria, y los haga particularmente atentos a los que sufren pobreza o
discriminación. Que el Espíritu nos ayude a todos a buscar desde nuestro lugar el bien
de nuestra sociedad.
La obra más perfecta de la acción del Espíritu Santo es María, la "Toda Santa" porque
ha sido totalmente dócil al Espíritu. Ella, con los apóstoles y los demás que formaban
la primera comunidad cristiana, esperaba con todo el empeño espiritual la venida del
Espíritu Santo (cf. Hch 1, 4-8.12-14). Que ella interceda, pues, para que todos los que
nos hemos reunido en esta casa suya de Montserrat para celebrar la eucaristía del
Señor, seamos renovados por los dones del Espíritu. Para que sea cada día más
intensa nuestra vida de fe, más vigorosa nuestra comunión eclesial, más claro nuestro
testimonio, más firme nuestro compromiso social, más ardiente nuestra esperanza.