DOMINGO XVI DEL TIEMPO ORDINARIO (B)
Homilía del P. Emili Solano, monje de Montserrat
19 de julio de 2015
Jer 23, 1-6 / Ef 2, 13-18 / Mc 6, 30-34
La velocidad es una característica omnipresente en nuestro mundo desarrollado. Al
teléfono móvil se le pide más rapidez y mejores prestaciones. El coche, el avión, el
ordenador y la impresora deben ir venciendo el tiempo. Las hortalizas y las flores se
colocan en atmósferas artificiales para que crezcan antes. Cada vez tenemos que
hacerlo todo más deprisa. Y cuanto más hacemos, más queda por hacer.
El Evangelio de hoy nos dice algo, a primera vista, evidente para nosotros:
Necesitamos el descanso y la quietud. Los apóstoles han llegado cansados de la
misión que les había encomendado el Señor. Habían hecho y enseñado mucho.
Incluso, añade el evangelista, eran tantos los que iban y venían que no encontraban
tiempo ni para comer. Jesús, que no desatiende la humanidad de sus apóstoles, les
invita a irse solos en la barca a un a un sitio tranquilo y apartado, y reposar un poco.
Aquí no hay un elitismo, sino algo de sentido común: si el apóstol quiere entregarse a
su misión y desgastarse por Cristo necesita pasar tiempo con Él, el Señor.
El caso es que Jesús se retira con sus apóstoles en la barca para estar solo con ellos
(un día de retiro y de fiesta, diríamos). Pero cuando llegan a su destino se encuentran
con una gran multitud y a Jesús le dio lástima de ellos. Aunque estaban cansados, Él y
los apóstoles, Jesús se puso a enseñarles con calma.
¿Por qué Jesús permite que un imprevisto desbarate su propósito? No hay
contradicción. Sigue siendo verdad que el apóstol debe descansar y encontrar tiempo
para su propia vida interior (oración diaria, lectura edificante, ejercicios espirituales...),
pero hay una primacía, que es la de la caridad, la "caridad pastoral”.
A menudo, nuestra vida de oración nos lleva a un combate en el que tendremos que
consumirnos a favor de las almas. Pero, ¿cómo podríamos hacerlo si no estamos
identificados con Jesús? Por lo tanto, son también necesarios aquellos momentos de
consuelo para nuestra alma. Esto puede ocurrir, por ejemplo, después de la comunión.
Cuando hemos recibido a Jesús sacramentado el alma se dilata y, por decirlo de
alguna manera, nuestra débil naturaleza se apoya en la fortaleza del Señor. Los
sentidos indican lo contrario, pero eso es lo que pasa verdaderamente.
Está demostrado que, cuando se flaquea en la oración, cuando todo debe depender
de nosotros, cuando la Misa se convierte en un apunte más en la agenda de cosas
que tenemos que hacer durante el día, se suele perder la paz. Nos incomoda que
cambien nuestros planes, que varíen lo que tenemos pensado y entonces nos
inquietamos y nos ponemos de mal humor. Hoy, el mundo no necesita de más prisas e
inquietudes. Hoy, el Evangelio nos invita a dar un testimonio de calma, de serenidad,
de paciencia y de misericordia. Esto no se puede hacer si no es desde Cristo y con Él.
De la Virgen María decimos que es mediadora de todas las gracias: ella siempre está
distribuyendo la gracia de Dios entre sus hijos, sin desanimarse por nuestras
infidelidades. Que, como ella, sepamos estar siempre dispuestos, aunque cambien
nuestros planes, a enseñar a otros la bondad de Dios con nosotros, aunque no
encontremos tiempo ni para comer.