XVII Domingo Ordinario, Ciclo B
Señal de fraternidad
+Mons. Enrique Díaz
Diócesis de San Cristóbal de Las Casas .
II Reyes 4, 42-44: “Comerán y todavía sobrará”.
Salmo 144: “Bendeciré al Se￱or eternamente”.
Efesios 4, 1-6: “Un solo cuerpo, un solo Se￱or, una sola fe, un solo bautismo”.
San Juan 6, 1-15: “Jesús distribuy￳ el pan a los que estaban sentados, hasta que se
saciaron”.
Una multitud llena la pequeña ermita de Santa Marta en Salto de Agua. Hombres,
mujeres y hasta niños de diferentes pueblos y nacionalidades se apretujan buscando
descanso y esperando pacientemente el pobre alimento que logran recoger las
hermanas Misioneras para calmar un poco el hambre y la sed. Dejaron casa y patria
soñando mejores oportunidades de vida y ahora, apenas en el Sur de México, ya sus
fuerzas flaquean, se miran unos a otros con desconfianza y sus ojos reflejan nostalgia
y muy poca esperanza. Aquella sopa caliente, los frijoles y la tortilla compartida, y
un lugar seguro donde pasar la noche, fortalecen mucho su coraz￳n. “No hay mejor
se￱al de fraternidad que el alimento generosamente compartido”, expresa uno de los
migrantes con lágrimas en los ojos. La hermana Irma hoy ha logrado darles de comer
a más de cien, “ma￱ana Dios dirá”, afirma confiando en la generosidad de las
personas que desde su pobreza comparten su tortilla.
En nuestro camino de fe y de encuentro nos venía acompañando el Evangelio de San
Marcos. Desde hoy y durante cinco domingos, será San Juan quien nos acerque a
Jesús. San Juan nos ofrece signos y señales para guiarnos en el camino. Cuanto más
importante es un camino, necesitamos más claros los señalamientos para andar por
él. En su capítulo seis, nos ofrece el signo de la multiplicación de los panes, que
implica indicaciones importantísimas para seguir el Reino de Dios: descubrir la
necesidad del hermano, compartir el pan, alimentarse del Verdadero Pan y la
permanencia con Jesús. Durante estos domingos iremos reflexionando cada una de
estas se￱ales. Hoy iniciamos con la narraci￳n del “milagro” que encierra ya en sí
mismo una gran lección.
El Papa Francisco, en su encíclica Laudato Si’, hace un fuerte reclamo a la ceguera
que nos impide ver el hambre y el sufrimiento de los pequeños. La primera indicación
de Jesús lleva a los discípulos a ver más allá de su propia seguridad y descubrir la
necesidad del hermano. La escandalosa crisis actual, pone al descubierto nuestras
egoístas formas de actuar. Como en un incendio o en una estampida, cada uno trata
de salvarse sin mirar si tumba, pisa y estorba a los demás. Se nos ha metido en la
cabeza que no podemos perder los privilegios y seguridades que ya habíamos
logrado, aunque más de la tercera parte de la humanidad padezca hambre extrema.
Luchamos por no disminuir nuestro “nivel de vida”, aunque terminemos con la poca
vida que les queda a los demás. Es incomprensible que en nuestra patria un noventa
por ciento de la población no tenga ni los más mínimos recursos, mientras unos
cuantos acaparan y tienen de más ¡en plena crisis! El hambre no es cuestión de falta
de alimentos, es cuestión de falta de amor. Podríamos dar aquí todos los datos y
cifras escalofriantes de la muerte, desnutrición y pobreza de millones de personas, y
quedarnos tranquilamente indiferentes, o quizás ocultarlos para que no nos causen
inquietud. Pero la primera señal que Cristo exige en su seguimiento es descubrir al
hermano.
No basta percibir el problema, es necesario involucrarse. Podríamos actuar como
Felipe o Andrés, nos encogemos de hombros, nos sentimos impotentes y resolvemos
no hacer nada. ¿Qué significa mi acción? Como una gota en el océano o como un
granito de arena en el desierto: ¡Nada!, parece ser nuestra justificación. Pero la
inmensidad del océano está compuesta por millones de pequeñas gotas y la grandeza
del desierto se forma de un sinfín de imperceptibles arenas. No soy más que un
granito de arena, pero soy capaz de pensar, de amar y de compartir. Tengo
responsabilidad en mi comunidad y en el mundo entero; de pequeños granos de
arena se han hecho las grandes construcciones. Andrés mira el problema sólo por el
lado económico, y la gravedad del problema está en el corazón. El problema del
hambre y la desnutrición empeora cuando se le aborda como un problema
meramente técnico y económico. Se requiere una estructura y una solidaridad
fraterna para construir una comunidad donde todos podamos vivir como hijos de
Dios. El milagro de Jesús está en su poder pero también en la generosidad de quien
entrega todo lo que tiene aunque parezca tan miserable como cinco panes y dos
pescados para millares de personas. Es el milagro del amor.
La señal de Jesús nos invitar a mirar al otro como persona. Su indicación de que “la
gente se siente”, nos hace pensar en una mesa común donde todos se sientan
comensales en un banquete común y donde el mismo Cristo va servir. No es la
limosna o las migajas de lo que nos sobra lo que ofrece Jesús. Es la dignidad de
acercarse a la misma mesa, es el orgullo de quienes comen del mismo pan, es
sentirse acogido, hermano y amigo, tomando el mismo bocado. Sólo así se sentirán
con la misma dignidad. Es insultante la manera como las grandes naciones ofrecen
migajas a los pueblos tercermundistas después de que se han aprovechado de los
recursos de sus territorios y les “donan” ayudas que con frecuencia los hunden más.
Con gran raz￳n critica el Papa Francisco la teoría del “derramamiento”, donde primero
debo yo estar lleno para que los demás también alcancen. El hambre causa muchas
víctimas entre tantos Lázaros a los que no se les consiente sentarse a la mesa del
rico Epulón. Dar de comer al hambriento y hacerlo sentirse como persona, con toda
dignidad, es un imperativo para todo seguidor de Jesús; es más, es una obligación
de toda persona humana. En la era de la globalización, eliminar el hambre del mundo
se ha convertido en un deber ineludible que se ha de lograr para salvaguardar la paz
y la estabilidad del planeta.
Dar de comer no es una mera política económica, es exigencia que brota de una
profunda raz￳n teol￳gica: “somos el Cuerpo de Jesús”. San Pablo en su Carta a los
Efesios nos da la verdadera raz￳n para buscar tener una mesa común: “No hay más
que un solo cuerpo y un solo Espíritu… un solo Se￱or… un solo Dios y Padre de todos”.
Todos tenemos un Padre común. Que nuestra reflexión en este día nos lleve a
escuchar las palabras de Jesús que nos hacen descubrir el hambre y necesidad de los
hermanos y nos aliente a poner nuestro mejor esfuerzo aunque sean muy pobres
nuestras aportaciones. Si queremos vivir plenamente la Eucaristía, necesitamos
condividir este Pan Verdadero con el hermano que sufre.
Señor Jesús, que te has identificado con el hambriento y el sediento, concédenos
descubrirte en cada hermano que camina a nuestro lado y compartir contigo lo que
nuestro Padre Providente nos ha regalado. Amén.