DOMINGO XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO (B)
Homilía del P. Carles M. Gri, monje de Montserrat
2 de agosto de 2015
Ex 16, 2-4. 12-15 / Ef 4, 17. 20-24 / Jn 6,24-35
Queridos hermanos, queridas hermanas:
Solo Dios puede dar de comer en pleno desierto. El pueblo de Israel se encuentra
perdido. Sin recursos. Un cielo azul, sol de justicia, estrellas brillantes de noche, pero,
sin vegetación, ni caza, ni agua. Es la aspereza letal del desierto yermo y estéril. Pero
allí donde reina la imposibilidad y el fracaso del hombre, despunta la posibilidad y la
victoria de Dios. Maná y codornices darán vida y fuerza al pueblo desalentado.
De esta manera el Señor, va sometiendo a Israel a una profunda pedagogía para
hacerlo crecer en la fe, para hacerle caer en la cuenta de que solamente el Dios
altísimo, que lo ha sacado de la nada y que lo ha liberado de la esclavitud de Egipto,
puede salvarlo con eficacia y con plenitud.
Pero solamente en el centro de la historia de la salvación, aparece el pan de vida
verdadera y definitivo. Es lo que hemos escuchado en el evangelio. Jesús es claro: Yo
soy el pan de vida (Jn 6,35). En efecto, el Maestro acaba de multiplicar el pan en un
despoblado. Ha renovado el prodigio del desierto. Pero ahora nos dice que las
maravillas del Éxodo eran simple figura, anuncio y aurora de lo que es realmente la
perfección. Ahora, Dios salva en y por su mismo Hijo: Jesucristo. Este es el auténtico
salvador del mundo. El que come su carne y bebe su sangre tendrá la vida verdadera,
la vida eterna. Efectivamente en Cristo se convertirá en hijo de Dios y experimentará
su alegría, paz y gloria. Dicho con otras palabras: participar de su cuerpo y de su
sangre significa convertirse en otro Jesús, otro Cristo, otro hijo de Dios. Lo que Cristo
tiene por naturaleza, el discípulo fiel lo tiene por gracia, tal como no se cansaban de
repetir y enseñar los Padres de la Iglesia.
Todos nosotros, queridos hermanos y hermanas, participamos del cuerpo y de la
sangre de Cristo. Todos nosotros, por lo tanto, tenemos que llevar una existencia que
sea coherente con nuestro ser profundo. Es lo que nos ha recordado San Pablo en la
segunda lectura. Sumergidos en Cristo por obra del bautismo y de la eucaristía,
debemos llevar una vida centrada en la verdad que fructifique en obras de justicia y de
santidad. Somos hombres y mujeres nuevos que debemos iluminar el mundo con la
misma claridad de Jesús. Todos, pues, han de encontrar en nuestra palabra, conducta
y pensamiento un rayo de amor y de esperanza. Debemos hacer transparente al
Espíritu para que en el seno embarrado de la lucha, de la competitividad y del
egoísmo, nazca, pura y fuerte, el amanecer de una civilización del amor, de la verdad
y de la vida.
La Virgen y los Santos han sabido ser coherentes con las líneas más profundas del
evangelio, que ellos, por lo tanto, nos ayuden para continuar su alta misión de hacer
presente a Cristo en el mundo, el cual está hambriento de mil cosas, pero, con más
urgencia, de Dios, de fidelidad, de pureza y de amor.
¡Que así sea!