Encuentros con la Palabra
Domingo XIX del tiempo ordinario – Ciclo B (Juan 6, 41-51)
“Nadie puede venir a mi si no lo trae el Padre”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
Una de las experiencias más dolorosas en la vida es la de sentirse perdidos. Tal vez
recordemos en nuestra propia historia personal, alguna situación en la que nos hayamos
sentido despistados, abandonados, extraviados... No sólo metafóricamente perdidos sino,
efectivamente , sin saber dónde está el norte, dónde están nuestras seguridades, nuestro
rumbo, las personas que amamos y necesitamos para tener tranquilidad. No hay cosa que
asuste más a un niño que sentirse perdido. ¿Cuántas veces no nos hemos perdido siendo
niños? Nos soltamos un momento de la mano de la mamá o del papá y, de repente, nos
damos cuenta de que estamos solos y asustados. No conocemos a nadie en medio de la
plaza del pueblo, abarrotada de gente; nos sentimos solos en el mercado por el que van y
vienen compradores y vendedores sin concierto; nos asustan, en el gran almacén, las
aglomeraciones anónimas que nos ignoran... ¡Menudo susto nos llevamos! Se nos perdió el
puerto seguro, el ancla que nos mantenía atados a la historia, al pasado, al futuro y, sobre
todo, al presente. Nos sentimos dando vueltas alrededor de lo mismo. Quedamos como
volador sin palo , según el decir popular.
Cuando nos sentimos así, comenzamos a buscar desesperadamente un rastro de la persona
o de alguna cosa que nos devuelva la tranquilidad y la seguridad. Pero, normalmente, existe
una relación proporcional entre nuestra desesperación y la oscuridad que vamos sintiendo en
nuestro reducido horizonte. Se cierran las ventanas de los sentidos y, a veces, no percibimos
ni lo que es evidente ante nuestros ojos; de tal manera nos embotamos que ni siquiera oímos
los llamados que nos hacen a través de los altavoces... Los minutos parecen horas y las
horas, siglos... Tratamos de mantener la calma, pero no podemos; nos gana la confusión y
perdemos del todo la paz interior. ¿Dónde buscar? ¿A quién pedir ayuda? ¿Cómo resolver
esta situación? ¿Dónde se nos perdió el rastro?
Cuando un niño se pierde, tal vez lo peor que puede hacer es ponerse a buscar por sí mismo
una salida del laberinto en el que se encuentra. Creo que le iría mejor si se tranquilizara y se
dejara buscar por los mayores que, con mucha seguridad, estarán escudriñando por todas
partes, con preocupación, tras su rastro. No parece una postura muy proactiva, pero si el niño
se mueve mucho de sitio, es factible que termine jugando a las escondidas con los que lo
están buscando. Por eso, lo más sencillo parece ser que el niño deje de buscar y más bien ‘ se
deje encontrar ’. Esa persona que lo ama y lo extraña, no descansará hasta encontrarlo, para
llevarlo a un lugar tranquilo donde pueda reposar y recuperarse del susto que ha tenido.
De estas cosas estaba hablando Jesús cuando dijo: “Nadie puede venir a mí, si no lo trae el
Padre, que me ha enviado”. Cuando nos perdemos por los caminos de nuestras vidas, no es
fácil que volvamos a recuperar el rastro de Dios por nuestra propia iniciativa. Entre más
buscamos y entre más desesperados estamos, se va haciendo más difícil encontrar la salida
de nuestro propio laberinto interior. Por eso, sin llamar a una pasividad resignada, es
importante recordar que el camino que nos conduce hasta Dios, supone una cierta actividad
pasiva de dejarse encontrar por aquel que nos ama y que no descansará hasta encontrarnos,
para llevarnos a un lugar tranquilo, junto a Él.
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
Si quieres recibir semanalmente estos “Encuentros con la Palabra ”,
puedes escribir a herosj@hotmail.com pidiendo que te incluyan en este grupo.