VIGÉSIMO DOMINGO ORDINARIO, CICLO B
(Proverbios 9:1-6; Efesios 5:15-20; Juan 6:51-58)
El señor Warren Buffett es uno de los hombres más ricos en el mundo. Hizo su
fortuna por invertir en la bolsa de valores. Cada año el señor Buffett ofrece a los
agentes de riqueza un seminario sobre la inversión. Vienen muchos a Omaha,
Nebraska, la ciudad nativa de Buffett, para aprender del maestro. Se dice que una
actividad popular entre los participantes del seminario es comer en el restaurant
preferido del Buffett. Evidentemente, los agentes esperan que por comer como
Buffett se puede hacerse tan rico como él. Parece ridículo ¿no? Sin embargo, en el
evangelio hoy Jesús hace una oferta semejante.
Los judíos vienen a Jesús buscando más del pan que les dio en el lugar solitario. Lo
tomaron como un obsequio sin ninguna labor de su parte. Muchos hoy en día
desean un tal pan, que es más que la comida. Pues pan es palabra metafórica
significando por añadidura el dinero y la vida cómoda. Algunos quieren el pan de
ser millonarios trabajando cuarenta horas semanalmente y jubilarse a cincuenta
años. Otros buscan el pan en forma de subsidios del gobierno sin necesidad
legítima.
Estas gentes no aprecian el trabajo como un modo de colaborar con Dios por el
bien de todos. Ven sus empleos como el castigo del pecado original. Asimismo, en
la lectura a los judíos les pasaron por alto el propósito de Jesús en la multiplicación
del pan. No era para liberarles del trabajo sino para indicar que Dios les acompaña
en la lucha para la vida. Precisamente en el mismo Jesús el Padre Dios se les hace
presente.
Por eso Jesús se llama a sí mismo como el pan vivo. Uno sólo tiene que
mantenerse en su presencia para realizar la gloria de Dios. Pero ¿cómo se puede
hacer esto hoy día, dos mil años después de su caminata sobre la tierra? Jesús nos
ofrece el modo en la Eucaristía. Resalta en la lectura que el pan eucarístico es su
propia carne de modo que aquél que tome este pan coma a él.
Algunos se escandalizan con la sugerencia que comemos la carne de Jesús.
Preguntan: “Si es la verdad ¿no nos hace caníbales?” Es la misma repugnancia que
sienten los judíos cuando discuten entre sí: “’¿Cómo puede éste (Jesús) darnos a
comer su carne?’” Él puede dar su carne porque es Dios que se hizo carne para
transmitir a los hombres la vida. Esta vida no es la vida biológica, que el mundo ya
ha tenido, sino la vida divina o, si se prefiere, la vida eterna o la vida en plenitud.
Es la vida en el nivel espiritual más alto que conocemos como el amor abnegado.
Por tomar la carne de Jesús en la Eucaristía la persona participa en este amor. No
somos caníbales por compartir esta carne porque el caníbal siempre muestra el
desdén para la víctima. En cambio, nosotros le mostramos a Jesús el sometimiento
por cumplir su voluntad. Ponemos la fe en sus palabras que al recibir a él en el pan
eucarístico, somos renovados en la vida divina.
De hecho, lo consideramos un sacrilegio recibir el cuerpo de Cristo después de
haber cometido un pecado grave. Pues no es simplemente por tomar el cuerpo de
Jesús que se aumente el amor divino. Hay que hacerlo cumpliendo su voluntad.
Hace seis años dos periodistas en un país musulmán entraron una iglesia católica y
tomaron la hostia en sus bocas. Cuando salieron, la escupieron afuera. Por
supuesto no experimentaron ningún mejoramiento del espíritu porque no le
sometieron a Jesús.
Se dice que nos hacemos en lo que comamos. Esto quiere decir que si comemos
una dieta sana con verduras y frutas, vamos a tener cuerpos sanos. Tan sabia
como sea esta frase acerca del cuerpo, tiene un significado más importante acerca
del espíritu. En cuanto comamos el pan eucarístico, la carne de Jesús, nos
transforma en personas como él. Nos hace participar en su vida divina, la vida del
amor abnegado, la vida eterna. No tenemos que preocuparnos más por riquezas o
subsidios. Pues tendremos la vida en plenitud.
Padre Carmelo Mele, O.P.