Encuentros con la Palabra
Domingo XX del tiempo ordinario – Ciclo B (Juan 6, 51-58)
“(...) el que come de este pan, vivirá para siempre”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
Hace algunos años visité, en la república de El Salvador, a una religiosa colombiana que
trabaja en medio de una comunidad popular, a las afueras de San Salvador. Visité en su
compañía muchas familias campesinas en el cantón El Limón. En un momento del
recorrido, llegamos a la casa de un señor que estaba golpeando con un garrote un costal
repleto de mazorcas, con el fin de desgranarlas. Cuando el hombre vio que llegaba la
hermanita con un acompañante que no conocía, se sintió muy mal y nos pidió excusas por
estar haciendo lo que estaba haciendo... Cuando supo que yo era sacerdote, más
avergonzado lo percibí... pero yo me quedé sin entender qué pasaba. Después de dejar su
casa, la hermana me comentó que el señor se había sentido mal porque lo habíamos
sorprendido golpeando el maíz, cosa que es considerada como una ofensa a un ser vivo,
casi personal. El maíz, para los pueblos mexicanos y mesoamericanos es base del
sustento, elemento central de la economía, y parte esencial de su relación con lo sagrado.
Un fragmento del Popol Vuh , libro venerado por el pueblo maya, dice lo siguiente: "A
continuación entraron en pláticas acerca de la creación y la formación de nuestra primera
madre y padre. De maíz amarillo y de maíz blanco se hizo su carne; de masa de maíz se
hicieron los brazos y las piernas del hombre. Únicamente masa de maíz entró en la carne
de nuestros padres, los cuatro hombres que fueron creados". Esta manera de entender la
creación del hombre y la mujer, que proceden del maíz, explica la reverencia con la que los
campesinos centroamericanos tratan este producto de la tierra. Entre los pueblos
suramericanos existe una concepción similar y un respeto tan arraigado como el que se
vive entre los descendientes de los mayas.
Tal vez esta concepción del maíz nos ayude a entender lo que quiso enseñarnos Jesús
cuando le decía sus oyentes: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que come de
este pan, vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi propia carne. Lo daré por la vida del
mundo”. El discurso sobre el pan de la vida, como se conoce este fragmento del evangelio
según san Juan que hemos ido leyendo durante los últimos domingos, resalta el valor de la
entrega de Jesús a su pueblo, simbolizado en el pan eucarístico que compartimos en la
mesa de la fraternidad. No se trata simplemente del pan como alimento que sustenta la
vida, sino del pan hecho entrega hasta la muerte, para la vida del mundo.
Por esto, más adelante, el Se￱or insiste: “Les aseguro que si ustedes no comen la carne del
Hijo del hombre y beben su sangre, no tendrán vida. El que come mi carne y bebe mi sangre,
tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el día último. Porque mi carne es verdadera comida, y
mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, vive unido a mí, y yo
vivo unido a él. El Padre, que me ha enviado, tiene vida, y yo vivo por él; de la misma manera,
el que se alimenta de mí, vivirá por mí”. Cuando participamos de la comuni￳n y recibimos el
cuerpo del Señor en la eucaristía, nos unimos a él en esta entrega para la vida del mundo. El
pan eucarístico es sagrado porque es el pan de la vida y el pan de la entrega, que nos
comunica la misma vida de Dios.
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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