XX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
La comunión Eucarística con Cristo
En el capítulo sexto del Evangelio de Juan se explica ampliamente el sentido del
milagro del reparto del pan partido y compartido por Jesús y los discípulos con la
multitud. Aquel acontecimiento era señal de la Eucaristía y signo del anuncio y
realización anticipada de la hora de la gloria de Dios en nuestro mundo. La fuerza
espiritual y transformadora de aquel milagro lo convierte en un relato portentoso de
una gran actualidad para nuestro mundo, pues en esa “se￱al”, como en toda
Eucaristía, está la lección magistral de la sabiduría divina, accesible a toda
inteligencia humana; es un signo de la sabiduría que, frente a la insensatez,
necedad y tozudez de los expertos políticos y económicos del mundo, revela en los
gestos antológicos de Jesús (tomar el pan como un don, dar gracias, partirlo y
entregarlo) con el pan disponible, la gran verdad que da vida al mundo y que hace
de aquel reparto de pan la señal por excelencia de la manifestación de la gloria de
Dios en el hombre.
El discurso del pan de vida que prosigue en el evangelio de Juan ayuda a
comprender la fuerza de aquella señal (Jn 6,23-59). El pan es la señal de la hora de
la entrega de la vida que alcanza en la Eucaristía su máxima expresión. Jesús
mismo es el verdadero pan partido en la cruz, cuyo sacrificio como víctima de la
injusticia humana en la entrega de su vida por amor, da al mundo la vida definitiva
y eterna. La segunda parte de ese discurso que este domingo escuchamos es
eminentemente eucarística: Jn 6,51-59. La señal remite no sólo a la metáfora del
pan bajado del cielo sino a la presencia real y sacramental de la vida de Dios en la
carne y en la sangre de Cristo, pues “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene
vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54).
Toda la vida cristiana tiene su fuente y su cumbre en la Eucaristía y es la profunda
comunión con la carne y la sangre de Cristo. Comer y beber significan asimilarse a
él, aceptar y hacer propio el amor expresado en su vida histórica (su carne) y en su
muerte violenta como entrega de la vida por amor y como víctima de la injusticia
humana (su sangre). Comer esta carne implica recibir el don del Espíritu que
permite vivir plenamente la Vida y, al mismo tiempo, entrar en el dinamismo de la
entrega de la vida como un pan que se parte y se reparte, especialmente entre los
pobres y marginados de nuestro mundo.
Por eso quien participa de la comunión con Cristo en la Eucaristía ha de empeñarse
en construir la paz en nuestro mundo marcado por tantas violencias y guerras, y de
modo particular hoy, por el hambre de los más pobres, por la desigualdad
económica y por los múltiples rostros de los descartados. Todos estos problemas,
que a su vez engendran otros fenómenos degradantes, son los que despiertan viva
preocupación. Sabemos que estas situaciones no se pueden afrontar de una
manera superficial. Precisamente, gracias al Misterio de la transformación de la
muerte en vida que celebramos en la Eucaristía, debemos denunciar las
circunstancias que van contra la dignidad del hombre, por el cual Cristo ha
derramado su sangre, afirmando así el valor tan alto de cada persona.
Es el papa Benedicto XVI quien subrayaba esta relación entre Eucaristía y los
problemas del mundo, y también lo hace cuando dice: “No podemos permanecer
pasivos ante ciertos procesos de globalización que con frecuencia hacen crecer
desmesuradamente en todo el mundo la diferencia entre ricos y pobres.
Denunciamos a quien derrocha las riquezas de la tierra, provocando desigualdades
que claman al cielo (cf. St 5,4). Es imposible permanecer callados ante las
imágenes sobrecogedoras de inmigrantes rechazados o ante los grandes campos de
prófugos o de refugiados, acogidos en precarias condiciones para librarse de una
suerte peor, pero necesitados de todo” (SC 90). Estos seres humanos, ¿no son
nuestros hermanos y hermanas? “El Se￱or Jesús, Pan de vida eterna, nos apremia
y nos hace estar atentos a las situaciones de pobreza en que se halla todavía gran
parte de la humanidad: son situaciones cuya causa implica a menudo una clara e
inquietante responsabilidad por parte de los hombres. Se puede afirmar, sobre la
base de datos estadísticos disponibles, que menos de la mitad de las ingentes
sumas destinadas globalmente a armamento sería más que suficiente para sacar de
manera estable de la indigencia al inmenso ejército de los pobres. Esto interpela a
la conciencia humana. Nuestro común compromiso por la verdad puede y tiene que
dar nueva esperanza a estas poblaciones que viven bajo el umbral de la pobreza,
mucho más a causa de situaciones que dependen de las relaciones internacionales
políticas, comerciales y culturales, que por circunstancias incontroladas” ( Idem ).
También el papa Francisco nos ha recordado en Bolivia recientemente que “la
Iglesia celebra la Eucaristía, celebra la memoria del Señor, el sacrificio del Señor.
Porque la iglesia es comunidad memoriosa… Actualiza el misterio del Pan de Vida.
Jesús quiere que participemos de su vida y a través nuestro se vaya multiplicando
en nuestra sociedad. Somos el Pueblo de la memoria actualizada y siempre
entregada. Una vida memoriosa necesita de los demás, del intercambio, del
encuentro, de una solidaridad real que sea capaz de entrar en la lógica del tomar,
dar gracias y entregar, en la l￳gica del amor”.
La Eucaristía es alimento de la verdad que nos impulsa a denunciar las situaciones
indignas del hombre, en las que a causa de la injusticia y la explotación se muere
por falta de comida, y nos da nueva fuerza y ánimo para trabajar sin descanso en
la construcción de la civilización del amor.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura