La Asunción de María
Hoy es el gran día de la fiesta de la Asunción de la Virgen en toda la Iglesia
universal. El motivo central que la Iglesia universal nos brinda hoy para su
celebración es la Asunción, una gran fiesta consagrada a María, que participa como
primicia de la humanidad redimida de la plenitud de los frutos de la salvación que
su hijo Jesús ha obtenido para todos los seres humanos con su muerte y
resurrecci￳n. Por ello el Concilio Vaticano II considera a María “signo de esperanza
y de consuelo” para toda la Iglesia (Lumen Gentium, 68). En el documento de
Aparecida se nos dice que María “brilla ante nuestros ojos como imagen acabada y
fidelísima del seguimiento de Cristo” (DA, 270) y que ella, discípula y misionera,
“ayuda a mantener vivas las actitudes de atenci￳n, de servicio, de entrega y de
gratuidad […] crea comuni￳n y educa a un estilo de vida compartida y solidaria, en
fraternidad, en atenci￳n y acogida del otro, especialmente si es pobre o necesitado”
(DA, 272). En María es ya realidad lo que para el resto de los humanos es una
promesa de parte de Dios, la participación en la nueva vida del Resucitado (1Cor
15,20-26).
La Iglesia reconoce, vive y celebra en María que ella es el mejor canto de gracia
para gloria de Dios. Y lo ha expresado solemnemente en las formulaciones
dogmáticas de la Inmaculada y de la Asunción, cuyos términos querían recoger en
categorías antropológicas propias de los siglos pasados o con categorías espaciales
de exaltaci￳n lo que en el Evangelio de Lucas está plasmado en la expresi￳n “llena
de gracia” o, con más precisi￳n, la “colmada de gracia” indicando así la acci￳n de
Dios en María.
En el evangelio de hoy Lucas cuenta el encuentro entre María, la Virgen, e Isabel,
su prima (Lc 1, 39-45). Dos mujeres creyentes comparten y celebran su fe en el
Dios de las promesas, en el Dios del amor liberador que es la verdadera esperanza
de los pobres de este mundo. Este Dios se ha hecho presente en la vida de ambas
mujeres de una forma sorprendente y paradójica, pues las dos están aguardando el
nacimiento de sus respectivos hijos, concebidos de forma extraordinaria a los ojos
humanos. En su encuentro como madres sus cuerpos de mujer vibran de
emociones ante la grandeza de lo que les está pasando. Nada es imposible para
Dios. Donde imperaba la esterilidad silenciosa de Isabel se presiente ahora la
vitalidad elocuente y profética de Juan, ya desde el seno de su madre. Donde hubo
un momento de desconcierto en María por el mensaje del ángel que le anunciaba su
maternidad, ahora se irradia la fuerza mesiánica del Señor Jesús, cuyo Espíritu
activa los mecanismos de la comunicación humana en su más profunda interioridad.
Las entrañas preñadas de las dos mujeres reflejan la fuerza misteriosa y portentosa
del Dios de la salvación.
En la reacción de Isabel ante la cercanía del nacimiento de Jesús destaca su alegría
inmensa. A Lucas casi le faltaban palabras para transmitir la alegría desbordante
que inundaba a estas mujeres profundamente creyentes. La misma alegría que
María canta poco después al iniciar el Magnificat es la que Isabel comunica al decir
que la criatura “salt￳ de alegría” en su vientre. S￳lo Lucas utiliza y repite un verbo
griego (skirtao) que podríamos traducir también como “retozar”. Retozar es brincar
de alegría, dar saltos de gozo, es vibrar de emoción. Es sentir y expresar con todo
el ser, con todo el cuerpo, desde la intimidad de las entrañas hasta la boca jubilosa,
la inefable alegría del ser humano por la presencia misteriosa del Espíritu que
transforma toda realidad humana y hace posible un nuevo amanecer para la
humanidad. Los labios de Isabel proclaman dichosa a María y expresan su
felicitaci￳n: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” y
“Dichosa tú que has creído que se cumplirá lo que dice el Se￱or.
La antológica composición lucana del Magnificat (Lc 1,46-55) es la exultante
manifestación del credo mariano. Unirse a María en el canto de su profesión de fe
permite a los creyentes identificarse con ella en el descubrimiento gozoso del Dios
de los pobres, del Dios de la misericordia que actúa en la historia suscitando,
generación tras generación, la liberación de las personas y de los pueblos a través
de los testigos primordiales de su justicia. María fue protagonista en Caná de
Galilea anticipando la hora de la gloria de Dios. Jesús intervino allí a instancias de
María, anunciando la transformación definitiva de la relación humana con Dios,
mediante el cambio de la religión legal en una alianza nupcial de la humanidad con
su Dios, e inauguró con sus signos el día de la nueva creación, mediante el amor
consumado en su muerte y resurrección. En la espera de ese día siguen hoy los
pobres, los que sufren, las víctimas de la injusticia humana y experimentan la gran
esperanza que María infunde al afrontar al pie de la cruz, con firmeza y resistencia,
el sufrimiento ineludible de su hijo. Ella se abre en silencio sepulcral al Amor
escondido y vivificador que sólo Dios con la resurrección rompió. El Magnificat es
realmente el canto de la “revoluci￳n de Dios”, como dice el gran exégeta
Schürmann, especialmente en el corazón de los pueblos crucificados de
Latinoamérica y África, donde las comunidades cristianas están sumidas en la lucha
desde la fe por el resurgir de una mujer y un hombre nuevos, con la esperanza de
ver un día una humanidad liberada de los males estructurales que los ricos y
potentados de la tierra han generado en tantos pueblos y rincones del planeta.
Esa alegría desbordante, que va desde el interior del espíritu hasta la conmoción
entusiasta del organismo humano, no está supeditada meramente a la vivencia de
circunstancias favorables y halagüeñas de la vida, sino que es un don de la fe para
afrontar también las dificultades, especialmente las asociadas a una vida de
testimonio profético. Es la dicha propia de los que sufren algún tipo de tribulación
por la causa de Jesús, y experimentan la exclusión, la difamación y el rechazo por
ser fieles a los valores del Reino de Dios (Cf. Lc 6,23). Con la alegría de María y de
Isabel, que es la alegría de los pobres y de los que esperan en Dios, vivamos el día
de la Asunción. Alegrémonos, porque el Espíritu del amor y de la verdad quiere
generar en cada ser humano un corazón nuevo dispuesto para el Reino de Dios y su
justicia.
Concluyamos con las palabras del Concilio que proclaman en la Lumen Gentium,
59, que “la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa
original, terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la
gloria celestial y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que
se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y
vencedor del pecado y de la muerte.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura