XX Domingo Ordinario, Ciclo B
Diócesis de San Cristóbal de Las Casas.
+Mons. Enrique Díaz
Pan, carne y sangre
Proverbios 9, 1-6: “Coman mi pan y beban del vino que les he preparado”
Salmo 33: “Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor”
Efesios 5, 15-20: “Traten de entender cuál es la voluntad de Dios”
San Juan 6, 51-58: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera
bebida”
Hay quien opina que esta fiesta tiene su raíces en tiempos prehispánicos como
celebración de agradecimiento a los dioses por el maíz. Hay quien dice que es
muy parecida a la Eucaristía que une a toda la comunidad. Lo cierto es que el
ritual en la fiesta de la comunidad Guaquitepec tiene mucho de banquete, de
participación, de acción de gracias, de hermandad y de realización del ideal de
la vida: una mesa donde todos aportan, una mesa donde todos reciben. Se van
amontonando las diversas clases y colores de tortillas, se presentan los atoles
y los alimentos cuidadosamente preparados. Llegan de muy diversas manos,
traen sus alegrías y sus sueños, traen el “aroma” de diversos fogones, pero se
unen al aroma de la hermandad. Es alimento que sabe a gratuidad, a alegría, a
hermano. Y así se consumen, sin saber a ciencia cierta de dónde vienen, en un
clima de fiesta, de confianza y de alegría.
Algo semejante sucedería con el cordero de Israel. Comenzaría como una
ofrenda de las primicias de sus rebaños: ofrenda y protección contra el
maligno. Después adquirió un profundo sentido: la carne y la sangre del
cordero de la Pascua. Lo mismo sucedió con los panes ázimos. De una
profunda motivación campirana, las fiestas pastoriles fueron adquiriendo el
sentido de liberación. La carne del cordero pascual o los panes ázimos, no son
sólo el sabroso bocado de un pueblo campesino que se reúne a disfrutar lo
que con tanto trabajo ha logrado. Ni siquiera, tienen la alegría entusiasta de
quien da gracias a Dios por los rebaños o por las mieses, o eleva sus cantos y
oraciones por los frutos recibidos. Pan, carne y sangre, tienen un significado
mucho más profundo: son la señal de la liberación de un pueblo que sufrió el
yugo de la opresión y que por la mano poderosa de Dios, ha alcanzado su
libertad. La sangre que mancha los dinteles dibuja y recuerda las hazañas del
Señor; la carne, asada, comida de prisa, trae a la memoria los primeros pasos
a la liberación y hace presente, en este día y en este momento, al Dios
liberador; los panes ázimos, apenas puestos al fuego por la prisa, hacen revivir
el caminar por el desierto, bajo la mano protectora de su Dios. Hablar de pan,
de maná, de la sangre y de la carne, no es hablar de signos sin importancia, es
tocar las fibras más íntimas de un pueblo.
El banquete que vislumbra el libro de los proverbios: “Ha preparado un
banquete, ha mezclado el vino y puesto la mesa”, es el anhelo de un pueblo
adolorido y con hambre.
Un anhelo que se hace más fuerte cuanta más oposición y dificultades
encuentra, un anhelo encajado en la intimidad del corazón. Y allí es donde se
hace presente Jesús: “el pan que yo les voy a dar es mi carne, para que el
mundo tenga vida”. No es ya ni la carne ni la sangre del cordero, no es ya el
pan ázimo, por más sentido de liberación que tengan, será el mismo Jesús
quien se haga alimento para que el hombre tenga vida. Con el término “carne”
se designa la condición terrena de Jesús, “el verbo se hizo carne”, que ahora
se transforma en alimento. La Encarnación no es solamente presencia, sino da
vida, salva y alimenta. La Encarnación no es sólo apariencia, sino realidad del
Jesús que hecho carne se inserta profundamente en las aspiraciones de todo
hombre, les da sentido y las plenifica. Cristo no se queda en la superficie, ni se
contenta con apariencias, Cristo entra en carne viva en la historia humana, de
todas y cada una de las personas. Se deja tocar, sentir, oler, partir y tragar.
No es ideología que se aprende, se modifica y se desvirtúa. Es carne que se
come y que da vida. Dios entra en nosotros a través del camino más natural,
el de los sentidos. Se hace experiencia en cada comida compartida, en cada
pan repartido y en cada Eucaristía celebrada.
Recibir a Cristo hecho pan, no puede quedar, o no debería quedar, en un acto
meramente externo. Se crea una comunión recíproca entre Cristo y el creyente
a tal grado que asegura: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece
en mí y yo en él”, una permanencia constante y estable. Quien cree en Jesús y
vive en comunión de fe y amor con Él, se ve introducido misteriosamente en
una amistad divina. “Comer la carne de Cristo”, nos involucra en todo su
dinamismo pascual. Entramos en su misma entrega, muerte y resurrección. No
es fácil para el mundo judío asimilar las palabras de Jesús y les causa
escándalo. Tampoco es fácil para nosotros asimilar y comprender en
profundidad estas palabras de Jesús. Hay quienes comulgan como un acto
participativo de un evento social, muy comunicativo, muy emocionante, pero
que queda en el exterior y que no implica la transformación interna. Al
comulgar entramos a vivir todo el misterio del dolor y el sufrimiento de Cristo,
participamos en carne viva de su misma misión y experimentamos su propia
resurrección. Tan profunda, tan comprometedora y tan mística es la comunión.
Ya el banquete en sí es símbolo de comunión y de intimidad. Si, además, en
este banquete tenemos como alimento la Carne y la Sangre de Jesús, adquiere
una fuerza y una integración formidables. Cada Eucaristía nos asemeja más a
Jesús y nos abre mil posibilidades para el encuentro con los hermanos. Hoy
también nos dice a cada uno de nosotros que Él es pan, carne y sangre para
vida nuestra. ¿Cómo vivo yo la Eucaristía y cómo experimento ese
“permanecer” en Jesús? ¿Son la carne, la sangre y el pan, elementos que me
llevan a una liberación plena e íntegra? ¿Me comprometen en el misterio de
salvación?
Padre nuestro, concédenos que, unidos a Cristo, pan, carne y sangre de
liberación, hagamos el banquete de vida plena y compartida para toda
la humanidad. Amén