DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO (B)
Homilía del P. Emili Solano, monje de Montserrat
16 de agosto de 2015
Prov 9, 1-6 / Ef 5, 15-20 / Jn 6, 51-58
Queridos hermanos,
Impresionaba hace unos meses, una niña de 8 años en Irak, que hacía esta profesión
de fe: "Matadme si queréis, pero no puedo dejar de recibir a Jesús en la misa". Como
también me impresiona lo que decía en Barcelona Mireille Al Farah una estudiante
greco-católica de Siria: "Prefiero morir tomando el cuerpo de Cristo que quedarme en
casa”.
Son testigos actuales, de la vitalidad de las palabras de Jesús que hemos escuchado
en el evangelio: "el que me come vivirá por mí".
El Señor quiso quedarse con nosotros porque podía hacerlo, y para no ir con
distancias opta por adentrarse en nuestro cuerpo y en nuestra alma. La Eucaristía
entra por la boca para que no quede ninguna duda de que Cristo quiere vivir dentro de
nosotros, no sólo delante. El problema del Señor que vive en la Eucaristía es que
necesita hambrientos; los saciados no le prestan atención, como cuando acabamos de
comer y vemos un anuncio en la televisión de comida, ya no nos despierta el apetito.
En nuestro día a día, en medio de las actividades culturales, sociales, o familiares
diarias, es donde se demuestra o no, donde se ve o se disimula, donde se transmite o
se oculta la verdad de nuestra fe.
Estos días de verano, el calor, las vacaciones nos ponen dificultades para asistir a la
Misa dominical: el cura que hace vacaciones y tenemos que desplazarnos unos
kilómetros; quizás la hora de la Misa nos rompe la jornada. Fácilmente nos excusamos
y suspendemos nuestro trato con el Señor. Hoy se nos invita a recordar que el pan de
Dios, el pan de la Eucaristía, nos fortalece y nos empuja.
Muchos, para tenerlo en abundancia, no valoran suficientemente el pan de la
eucaristía. Están tan acostumbrados a llevarlo al paladar que, quizás, son
inconscientes de la grandeza que este pan lleva dentro. Otros, especialmente en los
países de escasez de sacerdotes, recorren kilómetros y kilómetros para recibir el pan
de la Eucaristía, memorial de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.
El Pan de Dios la saborea, lo mastica y digiere en toda su verdad aquella persona que
sabe que es el alimento del creyente, salvación, y presencia real y misteriosa de un
Cristo que, escondiéndose, se ofrece, se da y se diluye porque nosotros seamos más
pan para los demás.
Para que este pan eucarístico haga su efecto en nosotros deberíamos preguntarnos
sobre el trato que dispensamos a tanta generosidad por parte de Dios:
-¿Comulgamos dignamente y con conciencia de lo que hacemos? -¿Damos gracias al
Señor una vez que la hemos recibido? -¿Procuramos que el pan de la Eucaristía, lejos
de endurecerse en nuestras almas, se mantenga permanentemente a punto con
nuestra caridad, nuestra oración, nuestra fe o nuestra esperanza?
La ambigüedad nos acompaña en muchos momentos y, cuando hay que dar la cara
por Cristo, nos damos cuenta o que no estamos preparados o que no tenemos
suficiente fuerza para hacerlo. Que la Virgen nos ayude a encontrar la clave para
entender, vivir y disfrutar de la Eucaristía, de modo que no podamos vivir sin ella.