DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO (B)
Homilía del P. Lluís Planas, monje de Montserrat
23 de agosto de 2015
Ef 5, 21-32
En estos últimos días se han multiplicado las noticias sobre mujeres, esposas, madres,
que han sido maltratadas hasta la muerte. Noticias repugnantes y, desgraciadamente,
noticias ciertas. Quisiéramos que esto no pasara nunca. Hoy hemos oído en la
segunda lectura: "Las mujeres, que se sometan a sus maridos". Esta afirmación
parece una llamada a la humillación de la mujer, sometida al dominio del marido. Y, la
verdad, eso nos duele escucharlo. Nos indigna.
Leyendo esta lectura, cabe preguntarse si la Iglesia, de una forma directa o indirecta,
no está subrayando una actitud que para muchos, creyentes y no creyentes, es
intolerable. Evidentemente no creo que esta fuera la intención de Pablo. Puede que
haya quien piense que sería más prudente no leer esta lectura en ninguna Eucaristía y
así no tendríamos que escucharla y no nos sentiríamos tan incómodos.
¿No será que, tal vez, fundamentamos y emitimos nuestros juicios a partir de frases
cortas que, fuera de contexto, resultan provocadoras o, cuando menos, chocantes?
Porque, fijémonos, si nos quedamos sólo con: "Las mujeres, que se sometan a sus
maridos ", ciertamente no deja de ser inquietante.
Vamos al texto. La primera afirmación que hemos oído del pasaje que hemos leído de
San Pablo nos ha dicho: "Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano”. No hay
distinción de un género respecto al otro. Iría en la línea de decir: todos somos fruto del
amor y el amor nos hace iguales. Y esta sumisión es por reverencia a Cristo. La
mirada se dirige a Cristo. Sin embargo, ¿cómo entendemos espontáneamente la
actitud de sumisión? ¿Qué hay que dejarse dominar, oprimir y ser aplastados? Si este
es el sentido, me sigue repugnando. No parece que Jesús quiera esto; Él
precisamente ha querido liberarnos de cualquier esclavitud. Sin embargo Pablo hace
una comparación que tiene que ver más con unos valores culturales, (sólo hay que
pensar con el concepto de "pater familias" de la sociedad romana en la que el marido
tenía potestad sobre toda su familia), que con una fundamentación moral cuando dice,
«porque el marido es cabeza de la mujer». Quizás la relación esposo-esposa hasta
hace no demasiado tiempo se vivía así. Y Pablo continúa: «así como Cristo es cabeza
de la Iglesia; él, que es el salvador del cuerpo». Nos habla con la imagen de la cabeza
y del cuerpo. Separadamente la imagen de cabeza y cuerpo no tiene sentido, si lo que
pretende subrayar es la profunda relación entre la cabeza y el cuerpo.
Quizá se trata de no quedarnos sólo con la idea de sumisión como coerción de la
libertad de actuar y de pensar autónomamente, y en cambio se trata de incorporar la
idea de servir para hacer crecer al otro. Es como si nos dijéramos, quiero servirte para
que seas realmente tú. Y como somos una unidad de cabeza y de cuerpo, sirviéndote
a ti, yo me estoy honrando. ¿No es precisamente servir lo primero que hizo Jesús en
la última cena y exhortó a los discípulos a hacer lo mismo? Pienso que este es el
sentido del texto de Pablo, cuando, refiriéndose a Cristo que ama a su esposa, la
Iglesia, nos describe todo un ejercicio de servicio: «Él se entregó a sí mismo por ella,
para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra» y añade más
adelante «sin mancha, ni arruga, ni nada semejante, sino santa e inmaculada», para
concluir que este servicio es propio del esposo: " Amar a su mujer es amarse a sí
mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne».
Llama la atención el que encontremos fuerte la expresión "Las mujeres, que se
sometan a sus maridos" y que, en cambio, nos pase por alto la exigencia de comparar
el amor del esposo con el amor de Cristo hacia la su iglesia cuando afirma: «Él se
entregó a sí mismo por ella, para consagrarla», como si la palabra amor y muerte
fueran menos lacerantes y exigentes que la acción de someterse. ¿Es que hemos
perdido la exigencia de lo que quiere significar la palabra amor? Quizá es que, para
muchos, el amor se ha reducido a un sentimiento afectuoso y satisfactorio, sin
comprometer la propia existencia hasta la muerte, hasta dar la propia vida. El amor no
es una posesión con la que hago lo que quiero. El amor pide la oblación de la propia
vida, como Jesús nos enseñó. Y eso es lo que se pide al marido. No se trata de
dominio o sumisión sobre el otro, sino servir para honrar. En la Regla de San Benito,
en el capítulo 72, y citando la carta a los Romanos 12, 10, dice que (los monjes) «se
anticipen a honrarse unos a otros». De hecho esta actitud de relación la debemos
tener todos. Este es el compromiso que se dan los novios cuando en la celebración del
sacramento del matrimonio proclaman: Te prometo que te seré fiel en la prosperidad y
en la adversidad, en la salud y en la enfermedad y que amaré y te honoraré toda la
vida. Esposo y esposa viven este reto. Porque, después de todo, es el honor de Dios
lo que está en juego. Unos esposos que vivan con autenticidad esta comunión de
servicio por amor nos recuerdan vivamente el misterio de la relación de Cristo con su
la Iglesia.