Domingo 23 del Tiempo Ordinario (B)
PRIMERA LECTURA
Los oídos del sordo se abrirán, la lengua del mudo cantará
Lectura del libro de Isaías 35, 4-7a
Decid a los cobardes de corazón. «Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en
persona, resarcirá y os salvará.» Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un
ciervo el cojo, la lengua del mudo cantar. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa el páramo
será un estanque, lo reseco un manantial.
Sal 145, 7. 8-9a. 9bc- 10 R. Alaba, alma mía, al Señor.
SEGUNDA LECTURA
¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres para hacerlos herederos del reino?
Lectura de la carta del apóstol Santiago 2, 1-5
Hermanos míos: No juntéis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso con el favoritismo. Por ejemplo: llegan dos
hombres a la reunión litúrgica. Uno va bien vestido y hasta con anillos en los dedos; el otro es un pobre andrajoso.
Veis al bien vestido y le decís: «Por favor, siéntate aquí, en el puesto reservado.» Al pobre, en cambio: «Estáte ahí
de pie o siéntate en el suelo.» Si hacéis eso, ¿no sois inconsecuentes y juzgáis con criterios malos? Queridos
hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del
reino, que prometió a los que lo aman?
EVANGELIO
Hace oír a los sordos y hablar a los mudos
Lectura del santo evangelio según san Marcos 7, 31-37
En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la
Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él,
apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al
cielo, suspiró y le dijo: - «Effetá», esto es: «Ábrete.» Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la
lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más
insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: - «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos
y hablar a los mudos.»
Effetá
La ceguera, la sordera, cualquier género de invalidez física son formas extremas de la limitación
propia de nuestra condición humana. Además de estas carencias, adosadas directamente a
nuestro cuerpo, también nos limita con frecuencia la hostilidad del ambiente natural, como la
aridez de la tierra que nos niega sus frutos. Unos más, otros menos, todos sentimos y
experimentamos esas limitaciones y es normal que, cuando aprietan, imaginemos la salvación
como la superación de aquello que nos impide vivir en plenitud: ver, oír, hablar, movernos, el
desierto que florece como un vergel. Es normal, pero no es suficiente. La película “Los
descendientes”, protagonizada por George Clooney en 2011, empieza recordándonos que unas
condiciones naturales, sociales y humanas aparentemente envidiables (gente “guapa” y sana que
vive en Hawái con un buen nivel de vida) ni garantizan la felicidad ni evitan los sufrimientos a
que se ven sometidos todos los seres humanos. Si todo el problema de la felicidad y la plenitud
humana se ciñeran a la superación de las limitaciones físicas, la salvación sería cuestión
exclusivamente técnica, confiada al adecuado progreso de la medicina, y de las ciencias que nos
permiten dominar la naturaleza física. Que esto es insuficiente lo entendemos enseguida al
considerar el problema siempre pendiente de la muerte, pero también el problema moral de la
justicia, de la distribución de los bienes producidos, al que las soluciones puramente técnicas por
sí solas no son capaces de responder.
Por eso, esas desgracias extremas como la ceguera, la sordera (y la mudez) o la parálisis son en
el lenguaje bíblico signos sacramentales de otros males más profundos que amenazan la
existencia humana de manera radical: males morales y religiosos, como el pecado y el
alejamiento de Dios, fuente de todo bien. Se trata de es “Mal”, con mayúsculas, del que pedimos
a Dios que nos libre en la oración del Padre nuestro. Y, en consecuencia, los bienes reales
representados por la eliminación de las limitaciones y carencias físicas son también indicadores
de otros bienes más altos, de la salvación del pecado y la muerte, del Bien supremos, que el ser
humano encuentra en la comunión con Dios.
Esta comunión con Dios (y en Él, con todos los demás seres humanos y con la creación entera)
es lo que ha venido a traernos Jesús. La anuncia con sus palabras, pero, además, la hace visible
liberando al hombre de sus dolencias. Jesús cura enfermedades de manera milagrosa con la
fuerza de su palabra. Pero él no es un médico, ni siquiera un taumaturgo. No ejerce su poder
benéfico y sanador para sorprender ni para suscitar admiración o promover adhesiones. Con
estas acciones manifiesta la fuerza salvadora de su palabra, la efectiva presencia en nuestro
mundo del Reino de Dios, el cumplimiento de las antiguas profecías, que inaugura los tiempos
mesiánicos. Podemos, pues, entender estos milagros como acciones simbólicas que nos avisan de
la voluntad salvífica de Dios que opera de manera real y efectiva por medio de Cristo.
El relato de hoy, de la curación del sordomudo, nos da indicaciones preciosas sobre la salvación
que Dios nos ofrece en Jesucristo. En primer lugar, su carácter abierto, incondicional y universal:
la curación tiene lugar fuera de los límites de Israel, en territorio pagano, igual que la de la hija
de la mujer fenicia (cf. Mc 7, 24); en este caso ni siquiera se nos da noticia de la fe ni la
pertenencia religiosa de ese hombre. Aunque la expresión curativa de Jesús, “Effetá”
( Ephphatha, una forma del imperativo hippataj , “¡Sea abierto!”), que es un término arameo de
origen hebreo, puede reivindicar que la salvación, abierta a todos, de hecho “viene de los judíos”
(cf. Jn 4, 22), en definitiva, de ese Resto de Israel, que es el mismo Jesús. En segundo lugar, la
acción curativa no sólo no busca, sino que evita la publicidad, para obviar malas comprensiones,
precisamente, médicas o taumatúrgicas: el peligro de quedarse sólo en el bienestar material (y
reducir a esto la salvación), o de provocar una fe interesada. La salvación que ofrece Jesús se
debe aceptar sólo por la fe y la acogida de su palabra, y no por posibles ventajas que se puedan
obtener.
Jesús, en efecto, al abrir los oídos y la boca del sordomudo está realizando una acción salvífica
que llama a ese hombre, y a todos los que la contemplan (a todos nosotros), a abrir los oídos a la
Palabra de Dios y la boca a su alabanza.
Ahora estamos en grado de entender mejor el carácter simbólico de las curaciones físicas como
expresión de la salvación. No se trata de una mera instrumentalización del sufrimiento físico al
servicio de metas “espirituales”. Lo simbólico es la esencia del sacramento: lo que une realidades
separadas, a Dios con el hombre, el cielo y la tierra, el espíritu y el cuerpo. Si en la curación
física Jesús realiza una acción sacramental que remite a la curación del corazón, herido por el
pecado y exiliado de Dios, aquel que ha sido curado por dentro de esta manera se abre a las
necesidades concretas de los demás. Y es que si nuestras necesidades, limitaciones y
sufrimientos tienden a encerrarnos en nosotros mismos en un movimiento egoísta (bastante
tenemos con nuestros propios problemas, solemos decir), la curación que opera Jesús toca
nuestro interior, transforma el corazón de manera que podemos empezar a “ver” a los demás con
ojos nuevos, a “escuchar” sus gemidos, y acercarnos a ellos para aliviar sus necesidades
concretas, incluidas las físicas. Esta concreción es otro de los rasgos sobresalientes en el relato
del evangelio de hoy: Jesús, apartándolo de la multitud, busca el encuentro con el enfermo, lo
toca allí donde duele, al tocarlo tan de cerca, se hace partícipe de su sufrimiento, le dirige una
palabra personal.
Nosotros mismos, si hemos experimentado de alguna forma el poder sanador de Jesús, tenemos
que aprender a participar de ese poder, que nos da fuerzas para salir de la cerrazón de nuestros
territorios e ir, más allá de nuestras fronteras, al encuentro de los hermanos que sufren,
tocándolos y sanando sus enfermedades en la medida de nuestras posibilidades. Aquí el milagro
es ya la capacidad de salir de sí. La ayuda concreta podrá realizarse de manera natural, por medio
de los adelantos técnicos y científicos (como la medicina, que también entra en el designio de
Dios), o de otros (la contribución económica, el voluntariado, la consagración a Dios y al
servicio de los demás…). Pero lo importante es que, en la concreción del encuentro, de la
capacidad de compadecer y de la ayuda fraterna, estaremos haciendo presente en nuestro mundo
el Reino de Dios, la humanidad nueva, al mismo Cristo que la encarna y realiza. En el Evangelio
de Marcos hasta los tiempos verbales son significativos: usa el presente, diciéndonos que la
salvación no es una vaga promesa de futuro, ni un lejano recuerdo de algo pasado, sino algo de
hoy, que está ya sucediendo.
Un ejemplo muy concreto de todo esto nos lo ofrece hoy la carta de Santiago. Este apóstol no se
distingue por las sutilezas teológicas, sino precisamente por lo directo de sus expresiones. Quien
ha sido curado por Jesús no puede juzgar por apariencias externas ni, en consecuencia,
discriminar a los seres humanos por su estatus social o por su aspecto. Pero tenemos que
reconocer que sus palabras de hoy son un aldabonazo a nuestra conciencia, pues la mayoría de
nosotros seguimos ateniéndonos a esos criterios del viejo mundo, seguimos ciegos para las
riquezas de la fe y la herencia del reino. Caigamos en la cuenta de que lo que dice Santiago se
puede entender en sentido amplio: los vestidos lujosos o los andrajos por los que discriminamos,
respetando a unos y despreciando a otros, pueden ser también de tipo ideológico, cultural,
nacional o racial: son fronteras que Jesús, con su ejemplo, nos invita a traspasar. Todos debemos
examinarnos al respecto, para, una vez reconocidos los prejuicios que nos impiden reconocer en
el otro a un hermano nuestro, acudir a Jesús y pedirle que, una vez más, nos cure, nos abra los
ojos, los oídos, la boca y el corazón, para que podamos alabar a Dios, proclamando y
testimoniando que “todo lo ha hecho bien”, como Dios en el principio de la creación del mundo,
y que nosotros podemos participar de ese mismo poder creador y sanador haciendo el bien al
necesitado.