Domingo 28 del Tiempo Ordinario (B)
PRIMERA LECTURA
En comparación de la sabiduría, tuve en nada la riqueza
Lectura del libro de la Sabiduría 7, 7 11
Supliqué, y se me concedió la prudencia; invoqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos,
y, en su comparación, tuve en nada la riqueza. No le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado,
es un poco de arena, y, junto a ella, la plata vale lo que el barro. La quise más que la salud y la belleza, y me propuse
tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos
había riquezas incontables.
Salmo responsorial 89, 12-13. 14-15. 16-17 R. Sácianos de tu misericordia, Señor. y toda nuestra vida será
alegría.
SEGUNDA LECTURA
La palabra de Dios juzga los deseos e intenciones del corazón
Lectura de la carta a los Hebreos 4, 12-13
La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen
alma y espíritu, coyunturas y tuétanos, juzga los deseos e intenciones del corazón. No hay criatura que escape a su
mirada. Todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas.
EVANGELIO
Vende lo que tienes y sígueme
Lectura del santo evangelio según san Marcos 10, 17-30
En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: «Maestro
bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno
más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso
testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.» Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde
pequeño.» Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el
dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.» A estas palabras, él frunció el ceño y se
marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les va a ser a
los ricos entrar en el reino de Dios!» Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: «Hijos, ¡qué
difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar
por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios.» Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces,
¿quién puede salvarse?» Jesús se les quedó mirando, y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios
lo puede todo.» Pedro se puso a decirle: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.» Jesús dijo:
«Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el
Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras,
con persecuciones, y en la edad futura, vida eterna.»
La verdadera riqueza
Cuentan de un hombre, que era tan pobre, que sólo tenía dinero. Su situación era tremenda, pues
si perdía lo único que tenía se quedaba absolutamente sin nada.
Las crisis periódicas de la economía nos refrescan esta sencilla verdad. De repente nos damos
cuenta de lo pobres que somos si fiamos todo lo que somos, toda nuestra esperanza, todos
nuestros valores, a la volátil economía. La dimensión económica de estas crisis se revela, en
verdad, como la envoltura de otras crisis más profundas, que afectan a nuestra entera escala de
valores, al sentido de nuestra existencia. Pero las crisis son siempre una oportunidad para
revisarnos en profundidad y poner en cuesti￳n nuestro modo de vida. “Salir de la crisis” no
puede significar sólo estabilizar la economía, sino también y, sobre todo, rehacer nuestra escala
de valores. Hay valores necesarios, que nos ayudan a sobrevivir: son los medios de subsistencia,
y otros valores que nos ayudan a vivir en sentido pleno, que nos salvan: son fines y valores
definitivos. A pesar del desconcierto existente hoy sobre los verdaderos valores, y la extensión
de la idea de que todo es relativo, en realidad, descubrir esa escala de valores no es algo tan
difícil, aunque puedan existir obstáculos que nos ciegan para verla.
El evangelio de hoy tiene mucho que ver con todo esto. La pregunta es: ¿en qué consiste la
verdadera riqueza? ¿Qué bienes hacen que nuestra vida no se malogre? ¿Qué hemos de hacer
para heredar la vida eterna?
El joven rico es, ante todo, un joven, alguien que tiene toda la vida por delante y anda buscando
su vocación, que es lo mismo que decir un género de vida con sentido, capaz de saciar el deseo
de plenitud. Su pregunta es esencial, pues todos sabemos que la vida que se nos ha concedido se
vive solo una vez, y se puede malograr. El joven rico ha elegido bien al interlocutor de su
pregunta. Es un Maestro y un maestro bueno, alguien que sabe, pero que además inspira
confianza e irradia bondad. La verdad que procede de Dios no es un sistema abstracto de ideas,
ni un conjunto de obligaciones desnudas, sino una verdad amable, cordial y amiga. Es una
verdad encarnada en la persona de Jesús y, por eso mismo, una verdad con la que se puede
entablar un diálogo, plantear dudas y preguntas, buscar orientación y sentido. Gracias a la
encarnación de la verdad (el Logos) de Dios en la humanidad de Jesús de Nazaret, las respuestas
que podemos obtener en diálogo con él no son respuestas estandarizadas, producidas a gran
escala para la masa anónima, sino que tienen el sello personal del que responde (Jesús) pero
también del que pregunta (el joven del evangelio de hoy, cada uno de nosotros). Y así ha de ser
también el magisterio del cuerpo de Cristo, de la Iglesia. La Iglesia tiene que tratar de ser
siempre una maestra buena que anuncia la verdad que ha recibido de Dios, pero, al mismo
tiempo, a partir del común depósito de fe, ha de traducir esa verdad a las múltiples situaciones
concretas y variadas en las que seres humanos de carne y hueso le plantean sus preguntas vitales.
Y la bondad de ese magisterio debe reflejarse en el rostro humano y concreto de quienes
transmiten la buena noticia del Evangelio: los evangelizadores, sacerdotes, religiosos,
catequistas, seglares, todos y cada uno de los creyentes deberíamos tratar de ser el rostro
bondadoso que traduce la verdad que salva. Ello, como el evangelio de hoy nos dice también, no
está reñido con el carácter exigente de esa verdad.
Jesús en su respuesta da una primera indicación sobre la fuente y el origen de todo bien: todo lo
bueno y valioso que hay en el mundo procede de Dios. No rechaza el título de maestro “bueno”,
sino que recuerda que esa bondad reconocida con justicia en su persona (y en su magisterio)
tiene su fuente en la paternidad de Dios. Y Dios no está lejos de nosotros. Por eso, acto seguido,
Jesús sugiere al joven que, en realidad, él sabe ya la respuesta: “ya sabes los mandamientos”.
Decíamos antes que no es tan difícil rehacer la escala de valores que está en el fundamento de
una vida con sentido, de una vida lograda. Por mucho que se insista en la cháchara de la
relatividad de la verdad y de los valores, al final están las verdades del barquero a las que se
aferran todos, incluidos el más escéptico y el más cínico. Podremos discutir en la teoría todas las
normas, pero nadie quiere que le maten, ni siquiera que le golpeen, ni que le pongan los cuernos,
que le roben, le difamen o que le mienten a sus padres… Y en ese “no querer” se esconde el
deseo de ser respetado, reconocido amado… Ahí, en esos mecanismos tan sencillos, se revelan
verdades elementales sobre las que se levanta el edificio de la vida humana y de las relaciones
sociales. Y lo que no queremos para nosotros no debemos hacérselo a los demás (cf. Tb 4, 15;
Mt 7, 12). Mirándonos a nosotros mismos (“ya sabes…”) podemos entender con facilidad qué es
lo que debemos hacer (“… los mandamientos”). Atenerse a ellos ya no será siempre tan fácil,
pero ahí está la tarea de cada uno.
Esta respuesta de Jesús es una respuesta mínimos, que nos indica ya un primer estadio del
camino que lleva a la vida eterna. Lo primero es no hacer el mal y hacer el bien a los más
pr￳ximos (padre y madre, pero podemos a￱adir, hermanos, hijos, los “nuestros”). Ya lo decían,
con su característica concisi￳n, los romanos: “Primum, non laedere!”: el primer bien es no hacer
mal.
Pero, puesta la base mínima, es frecuente que nuestro corazón pida más. No estamos llamados
sólo a no hacer esto o lo otro. Aunque evitar el mal es una verdad de Perogrullo (si bien no
siempre resulta fácil en la práctica, por desgracia), una ética y una religión basada sólo en
prohibiciones nos resulta árida y estrecha. Estamos hechos para algo más. Sin embargo, no
conviene despreciar del todo este primer estadio. No sólo porque es el mínimo imprescindible,
de modo que por debajo de él nos hacemos malos y desentonamos de nuestra humanidad.
También porque quien cumple o se esfuerza por cumplir, al menos, ese mínimo, está
reconociendo a Dios (la fuente de toda bondad), lo sepa o no; y, lo que es más importante,
tratando de seguir en conciencia eso que “ya sabemos”, Dios nos mira con los ojos de Jesús y
nos ama (nos mira con cariño, como suena la traducción que nos propone la liturgia hoy).
La insistencia del joven rico expresa ese deseo de “algo más”, de no limitarse a un cumplimiento
de mínimos. Si ese nivel ya lo ha cumplido “desde ni￱o”, parece que el joven quiere avanzar
hacia una ética de grandes ideales, no quiere quedarse en una permanente infancia o adolescencia
moral y religiosa, sino que quiere alcanzar la madurez.
Ante tal disposición, Jesús no puede sino invitar a la entrega total de su vida a Dios y a los
hermanos. Es importante subrayar que aquí cambia el tono de su respuesta: del imperativo que
prohíbe hacer mal, a la apelación a la libertad que invita a dar pasos que van más allá del deber,
hacia la perfección de la entrega generosa. Para ello subraya primero la relatividad de los bienes
materiales, que no son un fin sino sólo un medio. Los medios se gastan inevitablemente, son
pasajeros por definici￳n. Ser ricos s￳lo de esos tesoros, “que la polilla y la herrumbre corroen”,
significa vivir en lo efímero, y por ahí no es posible alcanzar la “vida eterna”. Jesús invita al
joven a adquirir una riqueza superior, a “amontonar tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni
herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben” (Mt 6, 20-21). Los medios materiales
son necesarios, pero, hemos dicho, hay que gastarlos, lo queramos o no. Ahora bien, podemos
gastarlos exclusivamente en nosotros mismos, de modo egoísta; o podemos gastarlos también en
los demás, con generosidad, que es, además, una forma superior y perfecta de justicia.
Hablando de rehacer nuestra escala de valores para superar la crisis, aquí sí que Jesús nos da una
indicación valiosísima. Para salir de la crisis, no sólo económica, sino de esa otra que nos corroe
el alma y nos seca el corazón, tenemos que mirar a los pobres, a los que nada tienen, a los que
carecen de lo más elemental, y compartir con ellos nuestras riquezas. Realmente, esta es la cosa
“que nos falta”, no más bienes materiales, sino mayor generosidad, la capacidad de mirar más
allá de lo nuestro y de los nuestros, para descubrir que en la perspectiva de la paternidad de Dios,
fuente y origen de toda bondad, todos los seres humanos son “nuestros” y, por ello, “honrar
padre y madre” significa extender nuestra mirada superando todo límite, para descubrir en cada
ser humano a un hermano nuestro. Estamos en la época de la globalización, también en lo que
hace a la crisis. Una crisis “global” requiere respuestas globales, sin exclusiones. Superar la
crisis significa aprovechar la oportunidad para incluir en los parámetros de la vida digna a todos
los excluidos.
En este sentido, hemos de entender la invitación de Jesús como dirigida a todos, no sólo a los
que han recibido una vocación especial de dejarlo todo. Todos estamos llamados en una u otra
medida a dar de nuestros bienes (materiales y no) a los pobres. Pero, por otro lado, parece que,
en el caso del joven rico, Jesús sí que lo invita al desprendimiento total y a un seguimiento
radical. Y es aquí donde entendemos que este hombre no sólo era joven, sino también rico. Las
riquezas materiales, los medios necesarios, por ser relativos tienen que someterse a lo que vale
verdaderamente, a las otras riquezas que la polilla no corroe. Si no sucede así, si el apego a los
bienes materiales se apodera de nuestro corazón, se convierten en un obstáculo y en un peligro:
los medios convertidos en fines nos esclavizan y nos pierden, nos alejan de la vida eterna (de los
bienes imperecederos) y nos encierran en la relatividad de lo efímero. Es lo que Jesús constata
con tristeza cuando el joven se marcha pesaroso (por el peso de sus riquezas).
La crisis de nuestro tiempo es, dentro de la Iglesia, también crisis de vocaciones sacerdotales y
religiosas. Tal vez haya que entender esta crisis, a la luz del evangelio de hoy, como una crisis de
generosidad entre los cristianos. Tal vez, si, una vez más, rehacemos el orden de prioridades y la
jerarquía de bienes en nuestro corazón sea posible superar también este aspecto de la crisis.
Todos sentimos de un modo u otro el vértigo de la entrega total. Parece que renunciar en todo o
en parte al bienestar material significa perderse a sí mismo. A eso suena el espanto de los
discípulos ante la advertencia de Jesús por el peligro de las riquezas. Pero, como dice el mismo
Jesús, la salvación definitiva es cosa sólo de Dios. Sólo Él la garantiza y la ofrece gratuitamente,
si estamos dispuestos a escucharle. Puede parecer que lo que nos exige es mucho, demasiado.
Pero, si lo pensamos bien, en realidad, no es tanto. Pedro es el que cae en la cuenta. Es como si
dijera, “¡anda! Si resulta que nosotros ya estamos dejándolo todo y siguiéndote”. Y es que el
seguimiento de Jesús no se inicia con el desgarro de la renuncia, sino por la fascinación ante el
maestro bueno, que comunica palabras que dan vida y nos enriquecen por dentro y por fuera: nos
abren a la humanidad entera, en la que descubrimos a nuestra familia, a la multitud de nuestros
hermanos y hermanas (unos bien reales, otros potenciales, pero todos mirados con cariño, todos
llamados). Se trata, eso sí, de un riqueza perdurable acompañada en esta vida de dificultades y
persecuciones (las que experimentó el mismo Jesús, hasta la Cruz), pero que nos encaminan (y
Él mismo es camino) a la vida eterna.