31a. Ordinario, Miércoles
Caminaba con él mucha gente, y volviéndose les dijo: "Si alguno viene
donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus
hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo
mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo
mío. Porque ¿quién de ustedes, que quiere edificar una torre, no se sienta
primero a calcular los gastos, y ver si tiene para acabarla? No sea que,
habiendo puesto los cimientos y no pudiendo terminar, todos los que lo
vean se pongan a burlarse de él, diciendo: "Este comenzó a edificar y no
pudo terminar". O ¿qué rey, que sale a enfrentarse contra otro rey, no se
sienta antes y delibera si con 10,000 puede salir al paso del que viene
contra él con 20,000? Y si no, cuando está todavía lejos, envía una
embajada para pedir condiciones de paz. Pues, de igual manera, cualquiera
de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío
(Lucas 14,25-33).
Las duras palabras de Jesús no pueden ser tomadas todas ellas al pie de la letra.
¡Qué absurdo sería, por ejemplo, que un cristiano odiara de verdad a su padre, a su
madre, a los miembros de su familia!
¿No es acaso el amor el principal de los mandamientos? Y el odio es lo que se
opone al amor. Por lo que tenemos que concluir que ese odio no puede estar
dirigido a las personas, sino a todo lo que nos impida el seguimiento de Cristo.
Nadie puede negar que los requerimientos que se nos piden para ser verdaderos
discípulos no son nada fáciles. Y el principal de ellos es poner a Dios por encima de
todo. De modo que si alguien o algo se convierten en un obstáculo para
conseguirlo, hemos que ponerlos en un segundo plano.
Para poner un ejemplo concreto, podemos recordar que hay quienes se han sentido
llamados a la vida religiosa, y han sido sus padres los que han hecho todo lo posible
por tratar de disuadirlos.
En un caso así, lógicamente, uno se ve obligado a desoír la voluntad y deseo de los
progenitores, sin que por eso tenga que dejar de amarlos.
La verdadera empresa importante que tenemos en esta vida es conquistar el Reino
de Dios. Todo lo otro es algo pasajero, como lo es la vida misma sobre la tierra. Eso
es lo que significan las palabras de Jesús cuando dice que debemos estar
dispuestos a renunciar a todo, a fin de lograr la meta final.
Si el Reino de Dios significa una felicidad sin límites, que disfrutaremos por toda la
eternidad, nada en esta tierra puede asemejarse a lo que nos aguarda si somos
capaces de invertir todos nuestros esfuerzos en esta empresa.
La gente de negocios sabe muy bien que no es posible ganar sin invertir. También
san Pablo nos lo recuerda: "¿No saben ustedes que en las carreras del estadio
todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corran ustedes de manera que lo
consigan! Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!;
nosotros, en cambio, por una incorruptible (1 Corintios 9,24-25).
Para lograr la victoria hemos de contar con las fuerzas necesarias para vencer al
enemigo. Este nos está proponiendo, constantemente, que su oferta es la mejor,
pues está llena de halagos mentirosos, como los que dijo al propio Jesús: "Todo
esto te daré si postrándote me adoras" (Mateo 4,9). Solo podemos responderle
como lo hizo el Divino Maestro: "Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu
Dios adorarás, y sólo a él darás culto" (Ídem 4 ,10).
Padre Arnaldo Bazan