33a. Ordinario, Viernes
Entrando en el Templo, comenzó a echar fuera a los que vendían,
diciéndoles: "Está escrito: Mi Casa será Casa de oración. ¡Pero ustedes la
han hecho una cueva de bandidos!" Enseñaba todos los días en el Templo.
Por su parte, los sumos sacerdotes, los escribas y también los notables del
pueblo buscaban matarle, pero no encontraban qué podrían hacer, porque
todo el pueblo le oía pendiente de sus labios. (Lucas 19,45-48).
Los tres evangelistas sinópticos, Mateo, Marcos y Lucas, colocan esta escena en la
última visita que Jesús hace a Jerusalén, listo ya para su pasión y muerte.
El pueblo, al menos una parte, le había recibido con alborozo, como un recibimiento
a alguien muy importante, aunque para las autoridades judías, que eran las que en
definitiva complotaban contra el, sería la ocasión propicia para hacerlo desaparecer.
Pero Jesús, consciente del momento que estaba viviendo, quiso dar una lección de
lo que el templo debía significar para el pueblo judío: la Casa de Dios, su Padre.
Esa lección se la había dado ya, siendo un niño de doce años, a María y José,
cuando desesperados le buscaban, creyendo que se había perdido. Al expresarle
ellos su angustia, El respondió con estas palabras: "¿No sabían ustedes que yo
debía estar en la casa de mi Padre?" (Lucas 2,49).
Ahora usará de un gesto dramático. Aunque Lucas lo narra parcamente, Marcos, al
igual que Mateo, nos dirán que usó de cierta violencia: "...y entrando en el Templo,
comenzó a echar fuera a los que vendían y a los que compraban en el Templo;
volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas y no
permitía que nadie transportase cosas por el Templo" (Marcos 11,15,16).
Bien sabía El que aquel gesto suyo de nada valdría, y que todo seguiría igual, ya
que el culto en el templo se había convertido en algo rutinario y hasta comercial, en
el que los ritos carecían de substancia espiritual. Solo hay que recordar que la
mayoría de los sacerdotes pertenecían al grupo de los saduceos, que no creían en
una eterna salvación.
El templo estaba llamado a desaparecer. Eso ya lo había anunciado El hablando con
la samaritana, que le había mencionado que ellos, los samaritanos, adoraban a Dios
en un templo en el monte Garitzim. Jesús le aclara: "Pero llega la hora (ya estamos
en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en
verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y
los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad" (Juan 4,23-24).
El viejo templo de Jerusalén había cumplido su misión como Casa de Dios. En
adelante, los verdaderos templos serán los que le adoren como El quiere. Así nos
dice san Pablo: "¿No saben ustedes que son santuario de Dios y que el Espíritu de
Dios habita en ustedes? Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a
él; porque el santuario de Dios es sagrado, y ustedes son ese santuario" (1
Corintios (3,16-17).
Padre Arnaldo Bazan