SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
1 de noviembre de 2015
Ap 7, 2-4.9-14 / 1Jn 3, 1-3 / Mt 5, 1-12
Hoy, hermanos y hermanas, quienes somos miembros de la Iglesia de la tierra nos
alegramos por los miembros de la Iglesia del cielo, que ya gozan de la gloria de
Jesucristo para siempre. Son una multitud tan grande como dice el libro del
Apocalipsis- que nadie puede contar, formada por gente de toda nación, de todas las
razas y de todos los pueblos y lenguas. Ellos se encuentran ya liberados de todo mal,
de toda lágrima y de la muerte, en la presencia de Dios y ante Jesucristo, el hermano
mayor, llenos de alegría y de paz. Son hermanos nuestros. Encontraron tentaciones y
dificultades como nosotros, experimentaron la tribulación, pero lo afrontaron todo con
el espíritu de las bienaventuranzas y fueron purificados por la sangre de Jesucristo.
Identificados con él por la fe y por las buenas obras, ahora están asociados a su
triunfo.
Hoy alabamos a Dios porque ya ha realizado plenamente su obra en esta multitud de
hombres y mujeres de todas las edades. Y le agradecemos nos los haya dado como
hermanos e intercesores (cf. oración colecta). Por eso esta solemnidad de Todos los
Santos nos llena de alegría y de esperanza.
Sí. No es una nostalgia vaga la que nos infunde la celebración de hoy, tampoco
pretende invitarnos a la evasión de la tarea no siempre fácil que debemos realizar en
este mundo. Con la celebración de Todos los Santos, la Iglesia quiere infundirnos
coraje y esperanza para que vivamos con vigor y con perseverancia en medio de las
dificultades de cada día, con la certeza de que Jesucristo ya ha vencido el mal y la
muerte, y vive glorioso para siempre. Nosotros, con nuestra comprensión limitada en el
espacio y en el tiempo, muy a menudo no vemos hacia dónde se encamina todo lo que
vivimos, con las oscuridades y los sufrimientos que conlleva. En cambio, Jesucristo
nos revela el sentido de la historia mostrándonos que Dios es Señor tanto de las
fuerzas positivas que hay en el mundo como de las negativas. Este es, precisamente,
uno de los grandes mensajes que nos ofrece el libro del Apocalipsis, del que hemos
escuchado un fragmento en la primera lectura. A pesar de la dificultad de comprensión
que tiene para nuestra cultura actual, es un libro que ilumina fuertemente nuestro
presente lleno de dificultades, de desafíos y de violencia.
La celebración de hoy, pues, nos infunde coraje porque nos presenta hacia dónde se
encamina nuestra existencia personal y colectiva. Pero, también, en la fe, nos da la
certeza de que los miembros de la Iglesia que estamos en la tierra ya hemos
empezado a participar de la victoria y de la salvación de Cristo. En medio de las
pruebas que sufrimos en este mundo, los cristianos nos podemos mantener fieles y
perseverantes porque sabemos que Dios protege a los suyos, y que las dificultades,
los sufrimientos y las persecuciones no tienen como finalidad castigar ni destruir, sino
invitar pedagógicamente en la conversión a Dios y a un amor más grande. Con esta
convicción, la Iglesia ejerce en la sociedad su misión profética, a pesar del pecado y el
mal testimonio que podemos dar algunos de sus miembros. En un mundo que a
menudo no reconoce a Dios, ella testimonia la Palabra que da sentido a la existencia y
que ilumina la vida de cada día. Así los cristianos nos preparamos para la plena
manifestación del Señor al final de los tiempos, de la que han empezado a disfrutar ya
nuestros hermanos glorificados por Jesucristo que hoy conmemoramos.
¿Qué debemos hacer, pues, nosotros en medio de las vicisitudes de esta vida para ser
aptos para la glorificación? Debemos procurar seguir el camino que nos marca la gran
multitud de los santos que hoy veneramos: vivir el espíritu de las bienaventuranzas
que hemos escuchado en el evangelio y practicar las buenas obras; practicarlas cada
uno, tenga la edad que tenga, en las circunstancias que le toca vivir y según el propio
temperamento, bajo la mirada tierna de Dios Padre y llevados por el don suave del
Espíritu. Y, para ir interiorizando más y más las bienaventuranzas de manera que
podamos llegar a la Bienaventuranza del cielo, hay que hacer un trabajo a un triple
nivel: a nivel personal buscando una conversión renovada cada día; a nivel eclesial
trabajando para que toda la comunidad cristiana viva el programa de vida evangélica
que Jesucristo le propone; y a nivel social, testimoniando la belleza de la fe cristiana y
procurando ganar a los otros para la causa de Cristo por medio de un compromiso
serio de construir una sociedad más solidaria. Esto conlleva, entre otras cosas, cuidar
del otro, buscar su bien, respetar su dignidad trascendente. Todo un reto en el
contexto social de inmigración y de acogida de refugiados.
Los cristianos tenemos que caminar en medio de los desiertos que experimenta la
humanidad, muy solidarios de la gente, para llevarles la luz de Cristo que cura y
fortalece, para ser testigos del amor misericordioso de Dios que quiere la salvación de
todos. Así contribuiremos a hacer llegar la Buena Nueva de Jesucristo a todas las
periferias existenciales del mundo, en todas las situaciones de injusticia, de violencia,
de corrupción. Para que toda la humanidad de ayer, de hoy y de mañana, está
convocada a ser del número de los santos que festejamos en la solemnidad de este
primero de noviembre. Y, mientras hacemos este camino, en el éxodo espiritual de la
vida, nos vamos reuniendo de todos los horizontes -como exponía la primera lectura-
en una gran peregrinación hacia la liturgia del cielo.
De hecho, el libro del Apocalipsis del que está sacada esta primera lectura, no sólo
nos habla -como he dicho- del sentido de la historia que se encamina hacia la
participación de la gloria de Cristo, vencedor del Mal y de la muerte, sino que nos
habla, también, de la liturgia perenne del cielo.
Nos revela que todos los salvados cantan en la presencia de Dios: Hosanna,
alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor a nuestro Dios y a Jesucristo, el
Cordero sacrificado pero viviente. Por medio de la liturgia de la tierra, nosotros nos
unimos a esta liturgia del cielo. Efectivamente, el culto litúrgico de la Iglesia en este
mundo constituye un encuentro actual con Cristo, en unión con la Iglesia del cielo,
mientras esperamos la plena manifestación de Jesucristo, de la que la liturgia cristiana
es anticipación y signo.
Al inicio de la plegaria eucarística, con el canto del "Sanctus" nos uniremos a la
alabanza de los ángeles y de los santos que glorifican sin cesar la santidad amorosa
de Dios. La unión con la Iglesia del cielo es muy viva y constante. Nuestra adoración a
Dios y al Cristo sacrificado, por obra del Espíritu Santo, se unirá a la de nuestros
hermanos glorificados. Y ellos, esperándonos, nos llevan en su intercesión.
Podemos decir con toda propiedad que la celebración de Todos los Santos nos revela
lo que somos llamados a ser el término de nuestra vida terrera y que la liturgia ya lo
anticipa. De ahí la alegría y la esperanza que nos trae.