34a. Ordinario, Jueves
"Cuando ustedes vean a Jerusalén cercada por ejércitos, sepan entonces
que se acerca su desolación. Entonces, los que estén en Judea, huyan a los
montes; y los que estén en medio de la ciudad, que se alejen; y los que
estén en los campos, que no entren en ella; porque éstos son días de
venganza, y se cumplirá todo cuanto está escrito. ¡Ay de las que estén
encinta o criando en aquellos días! Habrá, en efecto, una gran calamidad
sobre la tierra, y Cólera contra este pueblo; y caerán a filo de espada, y
serán llevados cautivos a todas las naciones, y Jerusalén será pisoteada
por los gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles. Habrá
señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las
gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas, muriéndose los
hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el
mundo; porque las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Y entonces verán
venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria. Cuando
empiecen a suceder estas cosas, cobren ánimo y levanten la cabeza porque
se acerca su liberación" (Lucas 21,20-28).
La lectura de estos versículos resulta algo difícil, pues aquí se entremezclan datos
que pertenecen a la ruina de Jerusalén y la derrota de las esperanzas del pueblo
judío de liberarse del poderío del Imperio Romano.
Desde el punto de vista estrictamente humano esta derrota se veía clara desde
mucho antes, pues por entonces Roma era la capital del mundo conocido. Su
poderío militar había logrado conquistar gran parte de ese mundo, y los judíos solo
contaban con su ardor patriótico y la valentía de sus luchadores, pero que poco
podían ante un ejército poderoso y disciplinado.
Con todo, si bien el Señor permitió todo eso, respetando siempre la libertad de los
hombres, hace ver que no todo está perdido, y que ese pueblo elegido que tantas
veces traicionó su confianza, emergería de sus ruinas para cumplir una última
misión.
El fin de este mundo creado ha sido determinado por Dios desde la eternidad. Todo
esto tiene una finalidad solo conocida por su Creador. No podemos sospechar
siquiera cuando ha de ocurrir lo que Jesús anuncia acerca del fin de los tiempos. La
incertidumbre tiene que ser un acicate para conformar nuestras vidas con los
planes del Señor.
Y es que destrucción no es precisamente lo que Dios se propone, sino
transformación y superación. De ahí que Jesús anuncie que todo podrá pasar, pero
su Palabra no pasará. Y El anuncia cielos nuevos y tierra nuevos, una liberación de
la que disfrutarán aquellos que no se han dejado confundir y no han puesto su
interés en las cosas de este mundo, sino han creído que lo que Jesús promete
ocurrirá.
San Pedro nos da una idea de lo que Dios espera de nosotros cuando, en su
Segunda Carta, nos dice: "El Día del Señor llegará como un ladrón; en aquel día,
los cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se
disolverán, y la tierra y cuanto ella encierra se consumirá. Puesto que todas estas
cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene que sean ustedes en su santa
conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del Día de Dios, en el
que los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados, se fundirán?
Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los
que habite la justicia.
Por lo tanto, queridos, en espera de estos acontecimientos, esfuércense por ser
hallados en paz ante él, sin mancilla y sin tacha. La paciencia de nuestro Señor
júzguenla como salvación" (3,10-15a).
Padre Arnaldo Bazan