BAUTISMO DEL SEÑOR
La fiesta del Bautismo del Señor es ocasión propicia para reflexionar sobre
nuestro propio Bautismo y sus implicaciones en nuestra vida.
En este domingo, que sigue a la solemnidad de la Epifanía, celebramos el Bautismo
del Señor, con el cual terminamos el Tiempo de la Navidad. Este fue el primer acto
de su vida pública, narrado en los cuatro evangelios. Al llegar a la edad de casi
treinta años, Jesús dejó Nazaret, fue al río Jordán y, en medio de mucha gente, se
hizo bautizar por Juan.
Jesús no tenía necesidad de ser bautizado, pero los primeros teólogos dicen que,
con su cuerpo, con su divinidad, en su bautismo bendijo todas las aguas, para que
las aguas tuvieran el poder de dar el Bautismo. Y luego, antes de subir al Cielo,
Jesús nos pidió ir por todo el mundo a bautizar. Y desde aquel día hasta el día de
hoy, esto ha sido una cadena ininterrumpida: se bautizan a los hijos, y los hijos
después a los hijos, y los hijos… Y hoy también esta cadena prosigue (Francisco 12
de enero 2014).
La fiesta del Bautismo del Señor es ocasión propicia para reflexionar sobre nuestro
propio Bautismo y sus implicaciones en nuestra vida. Puede surgir en nosotros una
pregunta: ¿es verdaderamente necesario el Bautismo para vivir como cristianos y
seguir a Jesús? ¿No es en el fondo un simple rito, un acto formal de la Iglesia para
dar el nombre al niño o a la niña? Es una pregunta que puede surgir. Y a este
punto, es iluminador lo que escribe el apóstol Pablo: “¿Es que no sabéis que
cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte? Por el
Bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo
resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos
en una vida nueva” ( Rm 6, 3-4). Por lo tanto, no es una formalidad. Es un acto que
toca en profundidad nuestra existencia. Un niño bautizado o un niño no bautizado
no es lo mismo. No es lo mismo una persona bautizada o una persona no
bautizada. Nosotros, con el Bautismo, somos inmersos en esa fuente inagotable de
vida que es la muerte de Jesús, el más grande acto de amor de toda la historia; y
gracias a este amor podemos vivir una vida nueva, no ya en poder del mal, del
pecado y de la muerte, sino en la comunión con Dios y con los hermanos (Cfr.
Francisco 8 de enero de 2014) .
El Bautismo nos introduce en el cuerpo de la Iglesia, en el pueblo santo de Dios. Y
en este cuerpo, en este pueblo en camino, la fe se transmite de generación en
generación: es la fe de la Iglesia. Es la fe de María, nuestra Madre, la fe de san
José, de san Pedro, de san Andrés, de san Juan, la fe de los Apóstoles y de los
mártires, que llegó hasta nosotros, a través del Bautismo: una cadena de
trasmisión de fe.
Pero si mi Bautismo me ha transformado radicalmente, ¿por qué sigo
experimentando en mí una inclinación al mal? ¿Por qué la incoherencia entre lo que
creo y lo que vivo? ¿Por qué tantas veces termino haciendo el mal que no quería y
dejo de hacer el bien que me había propuesto? (Cfr. Rom 7,15) ¿Por qué me cuesta
tanto vivir como Cristo me enseña? Ante esta experiencia tan contradictoria aclara
la enseñanza de la Iglesia que aunque el Bautismo “borra el pecado original y
devuelve el hombre a Dios… las consecuencias para la naturaleza, debilitada e
inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual”
( CEC 405).
Dios ha querido que desde nuestra fragilidad y pequeñez cooperemos activamente
en la obra de nuestra propia santificación. Decía San Agustín: “quien te ha creado
sin tu consentimiento, no quiere salvarte sin tu consentimiento”. Y este
consentimiento implica la cooperación decidida en “despojarnos” del hombre viejo y
sus obras para “revestirnos” al mismo tiempo del hombre nuevo, de Cristo
(Cfr. Ef 4,22ss).
Para vencer en este combate lo primero que debemos hacer es, además de la
incesante oración, asistir a Misa domingo a domingo, al menos, confesarnos con
frecuencia y estudiar y meditar nuestra religión… para ir venciendo los propios
vicios o malos hábitos, e ir cambiándolos por modos de pensar, de sentir y de
actuar que correspondan a las enseñanzas del Señor. No olvidemos que “el santo
no es el que nunca peca, sino el que siempre se levanta”.
Dios se hizo hijo del hombre, para que el hombre llegara a ser hijo de Dios.
Renovemos, por tanto, la alegría de ser hijos: como hombres y como cristianos;
nacidos y renacidos a una nueva existencia divina. Nacidos por el amor de un padre
y de una madre, y renacidos por el amor de Dios, mediante el Bautismo.
A la Virgen María, Madre de Cristo y de todos los que creen en él, pidámosle que
nos ayude a vivir realmente como hijos de Dios, no de palabra, o no sólo de
palabra, sino con obras, según enseña san Juan: “Este es su mandamiento: que
creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal
como nos lo mandó” (1 Jn 3, 23).
Padre Felix Castro Morales