Domingo 3 del Tiempo Ordinario (C)
PRIMERA LECTURA
Leyeron el libro de la Ley y todo el pueblo estaba atento
Lectura del libro de Nehemías 8, 2-4a. 8-10-10
En aquellos días, el sacerdote Esdras trajo el libro de la Ley ante la asamblea, compuesta de hombres, mujeres y
todos los que tenían uso de razón. Era mediados del mes séptimo. En la plaza de la Puerta del Agua, desde el
amanecer hasta el mediodía, estuvo leyendo el libro a los hombres, a las mujeres y a los que tenían uso de razón.
Toda la gente seguía con atención la lectura de la Ley. Esdras, el escriba, estaba de pie en el púlpito de madera que
había hecho para esta ocasión. Esdras abrió el libro a la vista de todo el pueblo -pues se hallaba en un puesto
elevado- y, cuando lo abrió, toda la gente se puso en pie. Esdras bendijo al Señor, Dios grande, y todo el pueblo,
levantando las manos, respondió: - «Amén, amén.» Después se inclinaron y adoraron al Señor, rostro en tierra. Los
levitas leían el libro de la ley de Dios con claridad y explicando el sentido, de forma que comprendieron la lectura.
Nehemías, el gobernador, Esdras, el sacerdote y escriba, y los levitas que enseñaban al pueblo decían al pueblo
entero: - «Hoy es un día consagrado a nuestro Dios: No hagáis duelo ni lloréis.» Porque el pueblo entero lloraba al
escuchar las palabras de la Ley. Y añadieron: - «Andad, comed buenas tajadas, bebed vino dulce y enviad porciones
a quien no tiene, pues es un día consagrado a nuestro Dios. No estéis tristes, pues el gozo en el Señor es vuestra
fortaleza.»
Sal 18. R/. Tus palabras, Señor, son espíritu y vida
SEGUNDA LECTURA
Vosotros sois el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 12, 12-30
Hermanos: Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de
ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos
sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. El
cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo. Si el pie dijera: «No soy mano, luego no formo parte del cuerpo»,
¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el oído dijera: «No soy ojo, luego no formo parte del cuerpo», ¿dejaría
por eso de ser parte del cuerpo? Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿cómo oiría? Si el cuerpo entero fuera oído, ¿cómo
olería? Pues bien, Dios distribuyó el cuerpo y cada uno de los miembros como él quiso. Si todos fueran un mismo
miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Los miembros son muchos, es verdad, pero el cuerpo es uno solo. El ojo no
puede decir a la mano: «No te necesito»; y la cabeza no puede decir a los pies: «No os necesito.» Más aún, los
miembros que parecen más débiles son más necesarios. Los que nos parecen despreciables, los apreciamos más. Los
menos decentes, los tratamos con más decoro. Porque los miembros más decentes no lo necesitan. Ahora bien, Dios
organizó los miembros del cuerpo dando mayor honor a los que menos valían. Así, no hay divisiones en el cuerpo,
porque todos los miembros por igual se preocupan unos de otros. Cuando un miembro sufre, todos sufren con él;
cuando un miembro es honrado, todos se felicitan. Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un
miembro. Y Dios os ha distribuido en la Iglesia: en el primer puesto los apóstoles, en el segundo los profetas, en el
tercero los maestros, después vienen los milagros, luego el don de curar, la beneficencia, el gobierno, la diversidad
de lenguas. ¿Acaso son todos apóstoles? ¿O todos son profetas? ¿O todos maestros? ¿O hacen todos milagros?
¿Tienen todos don para curar? ¿Hablan todos en lenguas o todos las interpretan?
EVANGELIO
Hoy se cumple la Escritura
Lectura del santo evangelio según san Lucas 1, 1-4; 4, 14-21
Excelentísimo Teófilo: Muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han verificado
entre nosotros, siguiendo las tradiciones transmitidas por los que primero fueron testigos oculares y luego
predicadores de la palabra. Yo también, después de comprobarlo todo exactamente desde el principio, he resuelto
escribírtelos por su orden, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido. En aquel tiempo, Jesús
volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y
todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y
se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje
donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el
Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los
oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor.» Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se
sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles: – «Hoy se cumple esta Escritura que
acabáis de oír.»
Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír
Jesús no es simplemente un profeta más, tal vez el más grande de todos ellos. Tampoco es
sólo un maestro de moralidad y religión, si bien el más excelso que haya habido nunca. No es
sólo profeta, porque Jesús no se limita a actualizar, reforzar o renovar las promesas de una
salvación futura; ni sólo maestro, pues no expone sólo una doctrina religiosa y moral más
elevada. Aunque sea posible encontrar en la persona, la doctrina y las obras de Jesús elementos
propios del profetismo y de la enseñanza rabínica, Jesús se distingue de unos y otros porque en él
se realizan y hacen verdad las promesas que Dios hizo a su pueblo por medio de los profetas; y
su doctrina no es un sistema de ideas y valores, sino que su persona es su encarnación viva.
De ahí que la explicación que Jesús da del texto de Isaías, leído en la sinagoga de Nazaret, se
limite al anuncio solemne de que esa profecía “se cumple hoy”. En Jesús se hace presente el
Reino de Dios, en su persona Dios cumple su palabra y realiza la salvación. No se trata de un
mero “hoy” cronol￳gico, aunque también: Jesús anuncia la inauguración de un tiempo nuevo en
el que la salvación y la presencia de Dios no son ya objeto de una vaga esperanza futura, sino
que se pueden gustar en el presente y en primera persona. El Ungido del Señor ya ha venido y
podemos encontrarnos con él; la Buena Noticia de la salvación, la libertad, la curación y la
gracia está ya entre nosotros. La proclamaci￳n de este “hoy” se realiza en Nazaret, “donde se
había criado”. Quiere decir que, no s￳lo no hay que seguir esperando, sino que tampoco hay que
irse lejos, emigrar a países exóticos en busca de maestros de ciencias arcanas. Es en el tiempo y
el lugar en el que vive cada uno, en las circunstancias en las que nos encontramos, en las que
podemos encontrarnos con el hombre que es Cristo, el Mesías esperado, podemos ya escuchar la
alegre noticia que nos enriquece, sentirnos liberados de toda servidumbre, empezar a ver la vida
y el mundo con ojos nuevos, experimentar la gracia, el don gratuito de Dios.
Ahora bien, no es difícil alzar graves objeciones contra este mensaje, que puede sonar en
exceso optimista. ¿Cómo anunciar este “hoy” y esta noticia buena a todos aquellos que sufren la
enfermedad, la injusticia, la pobreza, en una palabra, el mal en alguna de sus casi infinitas
versiones? ¿Cómo pueden entenderla ellos? ¿Qué quería decir Jesús en la sinagoga de su pueblo
y nos está diciendo a nosotros “hoy”?
Es preciso comprender que las palabras que Jesús pronuncia en la sinagoga de Nazaret son
el comienzo de su ministerio, no el final del mismo. No es un punto final, un final feliz tras el
que se cierra el telón de la historia, como concluyen los cuentos. Se trata, más bien, de un punto
de partida. Jesús nos dice: “ya he venido, ya estoy con vosotros, entre vosotros”. Y se trata del
comienzo de un camino, de un camino humano, de nuestro camino. Dios, en el hijo del Hombre,
se ha introducido en nuestra historia para caminar con nosotros, para hacerse él mismo camino
por el que podamos transitar por este mundo concreto, en el que hay dolor, mal, injusticia,
sufrimiento. No ha venido a mostrarnos atajos que nos eviten esos lados negativos de la vida,
sino a atravesarlos a nuestro lado, acompañándonos, dando sentido a esa negatividad,
mostrándonos que, pese a todo, nuestra vida tiene sentido, esto es, que nuestro camino tiene una
meta: no caminamos “a ninguna parte”, sino que Jesús, que camina con nosotros y él mismo se
hace Camino, nos guía a la meta, la casa del Padre.
Jesús asume y hace suyas las dificultades de este nuestro caminar: “hoy” empieza él a tomar
sobre sí nuestras cargas, nuestros sufrimientos, nuestros pecados. Porque está ya presente “hoy”,
podemos sentir y saber que somos ricos en medio de la pobreza, que no somos esclavos, ni del
pecado, ni de los convencionalismos, ni de los prejuicios de nuestro entorno (en resumen, de la
“ley”, que de tantas formas trata de encadenarnos), sino que podemos alcanzar la libertad para
vivir de otra manera, según otra ley, la ley del amor; podemos sentir que, a pesar del mal en
nosotros mismos y en nuestra sociedad y nuestro mundo, la gracia de Dios (el perdón y la
filiación) son más fuertes que el pecado. Podemos experimentar, en suma, que, aunque siga
habiendo cargas y yugos, la presencia de Cristo entre nosotros hace el yugo suave y la carga
ligera (cf. Mt 11, 30).
Y es que el camino que Jesús emprende “hoy”, y en el que toma sobre sí las cargas y los
yugos de la humanidad, culmina en Jerusalén, en la Cruz, resumen de todos los males que afligen
a la humanidad, pero también de la liberación definitiva, esto es, del triunfo del bien sobre el
mal, de la vida sobre la muerte. El camino que va de Nazaret a Jerusalén, el misterio entero de la
vida, la muerte y la Resurrecci￳n de Jesucristo nos dicen que “hoy”, a pesar de todos los pesares,
Dios está con nosotros en las alegrías y en las penas, en la prosperidad y en el infortunio, en la
salud en la enfermedad. Escuchamos ecos de las Bodas de Caná, con la diferencia de que en el
desposorio de Dios con su pueblo, ya ni la muerte nos separa, pues Él, en Cristo, no nos
abandona nunca: cuando sufrimos, sufre con nosotros, cuando morimos, muere con nosotros,
cuando nos alejamos de Él, nos espera y nos busca para regalarnos su perdón.
El “hoy” en el que se cumplen por fin y para siempre las antiguas promesas y profecías no
significa la transformación mágica y forzada de toda la realidad. Una transformación así sería, en
realidad, ilusoria, ficticia. Pues si no cambia el corazón del hombre, ¿de qué sirve cambiar las
circunstancias externas? ¿No volverían a ser esas circunstancias las mismas de ahora, si el ser
humano continúa actuando como siempre? Pero Dios no puede cambiarnos el corazón si
nosotros no colaboramos, si no le dejamos entrar en nuestra vida. Lo que significa ese “hoy” es
la posibilidad ofrecida a todos de ingresar ya, gracias a la presencia entre nosotros del Hijo de
Dios, en una forma nueva de vida. Se trata de una forma de vida que es signo y realidad de una
salvación que está ya operando en la historia. Pablo, en la carta a los Corintios expresa de
manera elocuente algunos aspectos de esta vida nueva que podemos hacer nuestra.
La diferencia (sexual, racial, nacional, cultural, religiosa, de mentalidad, de sensibilidad, y
así hasta el infinito) ha sido y sigue siendo causa de división, extrañamiento mutuo, indiferencia,
enemistad y conflicto. El “hoy” que nos ofrece Jesús y que nos libera y nos cura de nuestras
cegueras, nos permite descubrir en las múltiples diferencias posibilidades nuevas de cooperación
y enriquecimiento mutuo. El símil del cuerpo, del que nos habla Pablo, es afortunado. El
organismo vivo es la reunión de órganos distintos, pero que se complementan entre sí y cooperan
al bien de cada uno y al bien común. No vale el que cada miembro se considere superior a los
demás y trate de prescindir de ellos, despreciándolos con indiferencia. Cada uno, siendo sí
mismo y para ser sí mismo, necesita de los demás, como los otros necesitan de cada uno. Vistas
así las cosas, podemos descubrir en las diferencias la fuente de una vida más plena y rica para
todos. Pero, ¿cómo conseguirlo, siendo así que la experiencia nos sigue diciendo que las
diferencias son fuente de conflicto y enemistad? Con demasiada frecuencia la diferencia se
convierte en indiferencia hacia el otro, y en enemistad. No basta con diseñar un hermoso ideal
poético, que no toma nota de las dificultades reales. Al fin y al cabo, el símil del cuerpo ya lo
usaron otros antes de Pablo, y el ideal de un humanismo universal puede también encontrarse
fuera del cristianismo. Aquí es precisamente donde debemos volvernos a Cristo: él viene a
anunciar que “hoy” se inaugura el a￱o de gracia del Señor. En él hallamos la gracia, la fuerza, el
don, el regalo que nos permite superar la enemistad de la diferencia y hacer nuestra
existencialmente la “no-indiferencia” ante el rostro del otro, del pobre, del distinto. Es el misterio
del amor, que Jesús porta en sí y que le lleva a entregar su propia vida. Para que el cuerpo tenga
vida, para que los miembros cooperen al bien de todos, para que el “hoy” de la salvación se vaya
haciendo verdad, es preciso que cada uno esté dispuesto a dar la vida por sus hermanos, a aliviar
a los que sufren, a perdonar a los que le ofenden, a liberar a los cautivos y curar a los que
padecen enfermedad, cada uno según el don que ha recibido y las posibilidades reales de que
dispone; y todos cooperando como miembros de un mismo cuerpo. Porque la cuestión está ahí:
para dar ese paso de manera consecuente y realista, tenemos que acercarnos al Señor y Maestro
que “hoy” se ha hecho presente entre nosotros y nos reúne como hermanos de una misma
familia, como miembros de un mismo cuerpo.