V Domingo de Pascua, Ciclo C
La alegría del amor
La alegría del amor, “Amoris laetitia”, es el título de la Exhortación Apostólica
postsinodal, recientemente publicada por el papa Francisco, dedicada al amor en
la familia. Es un motivo de alegría encontrarnos con este documento del papa,
que está llamado a ser el gran catecismo de la Iglesia sobre el matrimonio y la
familia en el mundo actual. El papa Francisco se hace eco de la situación de la
familia en la actualidad en todo el planeta, acogiendo todas las vivencias, las
alegrías y preocupaciones, las circunstancias y los problemas múltiples que
manifiesta la vida familiar en las coordenadas complejas del mundo
contemporáneo. Pero sobre todo el Papa ha puesto de relieve la grandeza del
amor en la vida matrimonial y la enorme alegría que éste lleva consigo, pues el
Amor del cual es imagen el matrimonio es “la comunión de vida y amor” que
emana del Amor Trinitario, es el misterio del amor de Cristo con su Iglesia y con
el mundo y la fuerza vital del Espíritu divino presente en la relación matrimonial
entre el hombre y la mujer, que se convierten en símbolo permanente de la
nueva humanidad descrita en el texto del libro del Apocalipsis de este domingo
(Ap 21,1-5). Allí la humanidad vestida de novia va al encuentro del esposo Dios
en la boda del amor eterno, consumada ya en esta historia mediante la Nueva
Alianza, en la que Cristo entrega su vida por amor y para la salvación de todo el
género humano.
El evangelio de este domingo pascual proclama la novedad radical del amor
cristiano, pues su origen y su fundamento están en el amor de Jesús, el cual
llevó su amor a los hermanos hasta su expresión máxima al dar la vida por
todos en la cruz, cuando fue injustamente asesinado por los que ostentaban el
poder en su época. Traicionado por Judas y abandonado por los discípulos,
acusado por los grupos religiosos y condenado por el poder civil y religioso,
Jesús vive todo este proceso de sufrimiento propiciado por los seres humanos de
una manera nueva. No hay nada ni nadie que le haga desistir de su proyecto de
vida en el amor que, con la fuerza del Espíritu, ha llenado toda su vida y que
concluye en la Hora decisiva de la muerte. Esta Hora no se presenta ya en el
evangelio de Juan como un momento trágico, sino como la consumación del
amor hasta el final. Glorificar y amar son los verbos claves y repetidos en el
fragmento evangélico de este domingo. El amor de Cristo ha convertido su
muerte en cruz en un acontecimiento de gloria. Y por eso es la hora de la
glorificación, la del Padre en el Hijo y la del Hijo en el Padre, la glorificación de
Dios en el Hombre y la del Hombre en Dios (Jn 13,31-35), pues un amor de
estas características es lo que ningún ojo vio jamás ni ningún oído oyó, es un
amor tan novedoso en la historia humana que marca el comienzo de una nueva
historia orientada de manera irreversible hacia un final casi inimaginable pero
maravillosamente real, y que en el género apocalíptico se describe como la boda
de la nueva Jerusalén, la humanidad redimida, con Dios su esposo, en un cielo
nuevo y una tierra nueva (Ap 21,1-5).
La lógica de Jesús fundamenta el mandamiento nuevo en su propia experiencia.
El Evangelio consiste en el anuncio de que Dios nos amó primero, como más
adelante dirá Jesús: “Como el Padre me amó, así también yo os amé,
permaneced en mi amor” (Jn 15,9). Y este anuncio de gracia divina está patente
en el amor consumado hasta la muerte en la persona de Cristo y es el origen de
todo amor porque Dios es amor. En el texto joánico de este domingo, la triple
formulación del mandamiento del amor dado por Jesús a sus discípulos, como
seña de identidad y de pertenencia a su grupo, nos da también la clave de su
novedad, pues en el corazón del mandato: “que os améis unos a otros,” se
encuentra la expresión: “como yo os he amado” (Jn 13,34), cuyo valor no es
meramente comparativo ni ejemplarizante sino que revela un hecho fundante. El
término polivalente “como” es conjunción comparativa y causal y no significa
sólo “a la manera de”, pues no es un símil ni una comparación, sino que remite
al amor como fundamento y causa de todo lo que dice posteriormente.
Jesús nos ha amado hasta el final (en griego, eis telos: Jn 15,13), es decir,
totalmente y hasta el último suspiro. Por eso en la cruz, según Juan, Jesús dice
una palabra recapituladora de toda su vida y de su muerte, que en griego suena
casi igual y tiene la misma raíz: “tetelesthai”, es decir, “está cumplido” (Jn
19,30). Y entonces Jesús entrega su Espíritu que es la fuente del amor. Es como
la firma del evangelio de la gloria en la Hora definitiva del gran Amor
consumado. De ese amor nace el mandato, precedido de la experiencia que lo
fundamenta y lo sustenta. El amor de Jesús es fundamento, sobre el que se
asienta la novedad del amor cristiano, es un amor hasta dar la vida, y la palabra
que lo anuncia es también eficiente (o performante, como se diría actualmente
según las categorías lingüísticas de Austin), pues transmite a los discípulos la
fuerza que él lleva consigo capacitándolos para vivir de igual modo este tipo de
amor, cuya altura es verdaderamente divina.
Este amor de Jesús consiste en desvivirse por los demás y en exponer la vida a
favor de los otros, tal como él hizo en la cruz. Ése es el amor que revela al
Padre, y que constituye la alegría en plenitud para la vida humana. Por eso ese
amor es la glorificación de Dios y del Hijo del Hombre, de lo humano y lo
divino. El amor de Jesús ha quedado patente a lo largo de su vida, pero, en el
proceso de su muerte injusta, tal como él la afrontó y vivió, hay mucho más que
un asesinato. En este tipo de muerte se consumó el amor más grande de la
historia humana, el que consiste en dar la vida por los demás, por los amigos y
por los enemigos, por los justos y los injustos, por los pobres y por los
pecadores.
El evangelista Juan proclama la glorificación del Hijo del Hombre en la Hora
clave de la historia mediante la transformación de la muerte en vida. Es la hora
de la pasión en el amor, la hora del grano de trigo, la de Jesús, que anuncia su
muerte, dándole un sentido totalmente positivo, pues, como había dicho
anteriormente, cuando Él sea levantado de la tierra, tirará de todos hacia Dios
(cf. Jn 12,32-33). Aquella era la hora de la gloria y de la vida a través de la
muerte. En su muerte se consuma un amor sin límites, un amor a fondo perdido,
un amor que todo lo perdona, que todo lo espera, que todo lo aguanta, que todo
lo cree (cf. 1 Cor 13,7). Es el amor que no pasa nunca, porque es eterno. Es el
amor de quien nos amó hasta el fin y en ese amor inmenso, misericordioso y
bueno está Dios, porque es Dios mismo. Ese amor es el que hace nuevas todas
las cosas (Ap 21,1-5). Y ese amor se consuma entre el cielo y la tierra en el
Jesús de la cruz. Él nos capacita por su sacrificio redentor, por la acción de su
Espíritu y con su ejemplo para que todos nosotros cumplamos también nuestra
misión como discípulos y discípulas que hacen visible ese nuevo Amor. En virtud
de ese amor y gracias a él se hace posible la novedad del mandato: “que os
améis unos a otros como yo os he amado”.
Que este amor nuevo y eterno nos renueve profundamente para vivir cada uno
en la vocación a la que ha sido llamado, tanto en la vida matrimonial como en la
vida religiosa y sacerdotal, es decir, para hacer de la vida una entrega marcada
por todas las notas del amor, explicadas formidablemente por el papa Francisco
en el centro de la exhortación (cf. AL cap. cuarto), cuando va desgranando todas
y cada una de las características del amor contenidas en el himno paulino de 1
Cor 13: con paciencia y actitud de servicio, sanando la envidia y sin hacer alarde
ni agrandarse, con amabilidad y desprendimiento, sin violencia interior y desde
el perdón, alegrándose con los demás y disculpando todo, confiando en los
demás, esperándolo todo y soportándolo todo de los otros. Este amor es el
fundamento de la verdadera alegría que Jesús nos comunica antes de morir (Jn
15,11) y después de resucitar (Mt 28,9).
Feliz domingo de Pascua
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura