SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR (C)
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
8 de mayo de 2016
Hch 1, 1-11; Heb 9, 24-28; 10, 19-23; Lc 24, 46-53
El evangelio nos acaba de decir que Jesús
fue llevado hacia el cielo, mientras
bendecía
a sus discípulos; es decir, mientras les mostraba su benevolencia y su
protección, hasta que
una nube
lo ocultó a sus miradas. También el libro de los
Hechos de los Apóstoles, en la primera lectura, nos decía que Jesús
fue elevado
ante
sus
discípulos
.
¿Por qué, hermanos y hermanas? ¿Por qué Jesús que sería tan necesario en la tierra,
se va? ¿Es que no veía que la humanidad necesitaba de su presencia? ¿Desconocía
que no sabemos construir una paz estable, una justicia respetuosa de los derechos de
las personas, una sociedad sin violencia ni crispación? ¿No conocía que nos cuesta
ser generosos y amar? ¿No sabía de nuestras debilidades? Él nos es necesario. Y, en
cambio, es llevado arriba al cielo y escondido a nuestras miradas. A veces, nos sale
decirlo así; sin embargo, ¿son acertados estos razonamientos?
En las palabras de despedida la noche del jueves antes de la pasión, Jesús había
dicho a los suyos,
os conviene que me vaya
(Jn 16, 7). ¿Realmente nos conviene su
ausencia? En aquel momento dijo a los discípulos que sí, porque si no se iba, no
vendría el Espíritu Santo (cf. ibídem). Y el Espíritu es el que termina su obra en el
mundo (cf. plegaria eucarística IV)), el que nos guía hacia la verdad completa (cf. Jn
16, 12), el que nos enseña a encontrar caminos de paz y de felicidad, el que nos da
fuerza para trabajar por un mundo más justo.
Para ver que realmente nos convenía que se fuera, intentemos penetrar un poco el
sentido de la solemnidad de hoy. La ascensión ocurre después de que Jesús haya
llevado a cabo el ofrecimiento de su vida en la cruz
como víctima para abolir el pecado
de todos, que él
tomó sobre sí
para liberarnos. Una vez llevada a cabo esta misión,
entra
en el cielo
, es decir en el ámbito trascendente de Dios; allí donde nuestros
sentidos humanos no tienen acceso durante esta vida mortal. Los sentidos corporales
podían ver la pasión, captar los
gritos y lágrimas
con que Jesús se dirigió al Padre en
el momento de su sometimiento en la cruz (cf. He 5, 7). Pero Jesús lo vivía en una
dimensión trascendente, que no podemos captar con la capacidad sensorial del
cuerpo.
Esta dimensión, tal como digo, se escapa a nuestros sentidos, pero algo nos es
revelado. La carta a los Hebreos, que hemos leído en la segunda lectura, nos explica
esta dimensión trascendente de lo que vivía Jesús y nos dice, también, porque Jesús
subió al
cielo
. Vivió su existencia humana y particularmente la pasión y la cruz como
una obediencia y un ofrecimiento de amor al Padre y a sus hermanos en humanidad.
Después, entró en el cielo para presentarse ante el Padre con sus heridas gloriosas y
ofrecerlas a Él en
nuestro favor
. Con el sacrificio de sí mismo en la cruz, ha anulado el
pecado y nos ofrece la salvación.
Así ha inaugurado para nosotros el camino que lleva a Dios, que lleva hacia la
salvación, hacia la plenitud de la existencia humana. Él nos asegura que nosotros
también podremos entrar en la presencia del Padre como él lo ha hecho y disfrutar de
su gloria. Y esto nos infunde alegría.
De todas formas, la carta a los Hebreos nos decía que hay unas condiciones para
poder entrar a la presencia del Padre. Es necesaria -decía- una fe plena, vivida
con un
corazón que no engaña
, y es necesaria la purificación del pecado por medio del
agua
del bautismo
que nos limpia
de toda conciencia de culpa
. Los cristianos fuimos
limpiados con el agua pura del
bautismo
. Pero la debilidad nos lleva a no obrar
siempre el bien, y necesitamos volvernos a purificar con el arrepentimiento de los
pecados y la petición de perdón, con el sacramento de la penitencia que nos hace
experimentar la misericordia del Padre.
Saber que Jesús nos ha abierto las puertas para que podamos entrar allí donde él
está, nos hace vivir, también,
con esperanza
. Sobre todo cuando sabemos que
Dios
cumple fielmente sus promesas
, como decía también la segunda lectura. Ciertamente,
pues, nos convenía que Jesús se fuera hacia el Padre.
Por otra parte, aunque haya traspasado el ámbito de lo que captan nuestros sentidos,
él está presente en todo el mundo, porque la ascensión no conlleva una ausencia, sino
una presencia en todas partes, invisible, pero eficaz. Así, con la acción conjunta de
Cristo y del Espíritu, que el Padre envió después de la ascensión, recibimos la ayuda y
la gracia en nuestra existencia de cristianos. Ellos -el Cristo y el Espíritu-, si somos
dóciles, nos dan vida porque reproducimos en nosotros la imagen de Jesucristo. Y nos
ayudan a trabajar por la transformación de nuestro mundo, para crear espacios de
reconciliación y de paz, para curar tantos sufrimientos. El Señor, como decía en el
Evangelio, nos ha constituido
testigos
de su resurrección y nos ha confiado la misión
de anunciar la salvación a todos. De anunciarla y empezar a hacerla presente. Cristo y
el Espíritu nos guían, también, en el camino del compromiso a favor de los demás para
que podamos llegar a la gloria donde Cristo, nuestra Cabeza, ya ha llegado (cf.
oración colecta).
Esta convicción es la causa de la
alegría
inmensa de los discípulos después de la
ascensión y de su constante
acción de gracias
de las que nos hablaba el evangelio de
hoy. Una
alegría
y una
acción de gracias
que también son nuestros en la Eucaristía
que estamos celebrando y que hace presente el Resucitado en medio de su pueblo.