Decimocuarto domingo ordinario, Ciclo C
(Isaías 66:10-14, Gálatas 6:14-18; Lucas 10:1-9)
Hace ocho cientos años un sacerdote llamado Domingo misionó en el sur de
Francia. Tuvo un grupo de colaboradores con quienes convivía en un convento.
También tuvo un sueño. Quería ver al mundo entero aprovechándose de la
salvación que ganó Jesucristo. Con la autorización del papa Domingo dispersó a
sus compa￱eros para predicar el evangelio por Europa. Dijo: “La semilla
almacenada pudre”. Con esta acci￳n Domingo imit￳ el empe￱o de Jesús en el
evangelio hoy.
Jesús tiene un gran número de discípulos, tanto mujeres como hombres. Se
puede imaginar de qué tipos de gente son. Unos son bien educados; conocen
las Escrituras como los nombres de sus hijos. Otros están atraídos a Jesús
porque con él las Escrituras les hacen sentido por primera vez. Unos hablan con
tanta facilidad que parecen como los vendedores de medicinas naturales. Otros
prefieren quedarse callados como soldados marchando a la batalla. No es que
todos sean bien preparados a anunciar el Reino de Dios, pero Jesús se fija en la
necesidad de la gente. Le llama la mies. Como la mies necesita los rayos del
sol, a la gente le falta escuchar del amor de Dios para cada uno. Por eso les
manda a los discípulos a predicar el Reino.
También en nuestro tiempo vemos la falta de la predicación del Reino. La vida
se ha hecho en una prueba para ganar tanto como posible por la satisfacción
personal. Se considera el trabajo más que nada como el medio para ganar el
dinero. La intimidad matrimonial se hace en modo de garantizar el placer físico.
Aún los hijos son producidos para aumentar el sentido de logro personal. Sí,
creen que Dios los ama, pero no entienden que su amor imponga límites al yo
para que el espíritu crezca. No se dan cuenta que el trabajo -- sea instruyendo
en escuela o construyendo carreteras – es modo de colaborar con Dios para el
bien de todos. No aceptan a hijos como regalos para cuidar de modo que
crezcan como miembros responsables de la familia de Dios. Le hace falta a la
gente escuchar este mensaje no sólo de los predicadores sino de sus
compañeros.
Hay mucho testimonio en contra del evangelio. Las noticias son repletas con
historias de orgullo y desgracia. Atletas abusan sus cuerpos con drogas.
Parejas no casadas cohabitan sin vergüenza. Si vamos a contrarrestar la
atracción de estas nuevas tendencias, nuestro testimonio del amor de Dios tiene
que ser auténtico. Tenemos que mostrar cómo el cumplimiento de la vida
resulta del cuidar a los demás sin la preocupación para fortuna, fama, o afecto.
Por esta razón Jesús pide a los enviados que no busquen los mejores
alojamientos sino que acepten con la gratitud lo que se les ofrezcan. Quiere que
marchen sin recursos para mostrar cómo Dios provee para aquellos que lo
amen.
Los judíos cuentan la historia del rabí de una aldea campesina. Cada viernes por
la noche en el mes antes de su día más santo este rabí desvaneció. No sabiendo
a dónde se fue, la gente decía que estaba en el cielo hablando con Dios por
ellos. Una noche un joven, no creyendo el pretexto común, decidió a seguir al
rabí. Lo vio caminando en ropa común al bosque. Allá tumbó un árbol y lo corto
en leña. Llevó la leña a la casa de una viuda pobre y se le ofreció. Cuando la
viuda reclamó que no tenía para pagarle, el rabí dijo que le prestaría el dinero.
Entonces el rabí le hizo un fuego en la cocina para calentar su casa y se fue.
Desde entonces cuando la gente dijo que el rabí fue al cielo, el joven respondió:
“al cielo o a un lugar más alto”.
Podemos ver a Jesús en la persona de este rabí. Pues Jesús cambió su
apariencia para vivir como uno de nosotros. Aún más al caso, Jesús como el
rabí Jesús nos hizo gran sacrificio gratis para salvarnos del apuro del pecado.
Podemos ver a Jesús en su persona, pero ¿podemos ver a nosotros mismo?
Como seguidores de Jesús, queremos imitar su generosidad por compartir el
tiempo, talento, y tesoro con los necesitados. De esta manera la gente sabrá
del amor de Dios.
Padre Carmelo Mele, O.P.