Domingo 15 del Tiempo Ordinario - Ciclo C
PRIMERA LECTURA
El mandamiento está muy cerca de ti, para que lo cumplas
Lectura del libro del Deuteronomio 30,10-14
Moisés habló al pueblo, diciendo: «Escucha la voz del Señor, tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos, lo que
está escrito en el código de esta ley; conviértete al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma. Porque el
precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda, ni inalcanzable; no está en el cielo, no vale decir: “¿Quién
de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?”; ni está más allá del mar, no
vale decir: “¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?” El
mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo.»
Salmo 68,14.17.30-31.33-34.36ab.37 R/. Humildes, buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón
SEGUNDA LECTURA
Todo fue creado por él y para él
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses 1,15-20
Cristo Jesús es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas
las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado
por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él
es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que
residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo
la paz por la sangre de su cruz.
EVANGELIO
¿Quién es mi prójimo?
Lectura del santo evangelio según san Lucas 10,25-37
En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué
tengo que hacer para heredar la vida eterna?» Él le dijo: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?» Él
contestó: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu
ser. Y al prójimo como a ti mismo.» Él le dijo: «Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.» Pero el maestro de la Ley,
queriendo justificarse, preguntó a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?» Jesús dijo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a
Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio
muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo
hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje,
llegó a donde estaba él, y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y,
montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y,
dándoselos al posadero, le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.” ¿Cuál de estos tres
te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?» Él contestó: «El que practicó la
misericordia con él.» Díjole Jesús: «Anda, haz tú lo mismo.»
La proximidad de Dios que nos hace prójimos
Como sabemos, el legalismo fariseo multiplicaba las normas de obligado cumplimiento, y ponía
en su estricta y completa observancia la verdadera religión. Cuando las normas se multiplican es
inevitable que se produzcan conflictos entre ellas, y se hace necesario discernir criterios de
prioridad. También suele suceder que se multipliquen las opiniones sobre la adecuada jerarquía
de las normas y que, en consecuencia, aparezcan distintas escuelas que disputan entre sí. La
pregunta del fariseo a Jesús, “para ponerlo a prueba”, tiene toda la pinta de ser una pregunta de
ese tipo: el deseo de comprobar a cuál de las escuelas rabínicas se adhería Jesús, y juzgar así
sobre su ortodoxia, desde el punto de vista, claro, del fariseo en cuestión.
Pero Jesús no es un simple rabino, ni la suya es una opinión de escuela. Jesús ha venido a dar
cumplimiento a la Ley, a llevarla a la perfección. Y, a tenor de su respuesta (que en este caso
consiste en enfrentar al fariseo con lo esencial de la Escritura sagrada), esto significa limpiarla de
la maraña de prescripciones rituales sobre las más peregrinas cuestiones, para ir al corazón de la
misma: el amor a Dios (con todo el corazón y con toda el alma y con todas las fuerzas y con todo
el propio ser) y al prójimo (como a sí mismo). Al responder a la pregunta (más o menos
capciosa) del fariseo, Jesús aprovecha para revelarnos la nueva Ley del Evangelio, la Ley del
amor y de la gracia, que lleva a perfección la Ley mosaica. Pero, podríamos preguntar, ¿dónde
está la novedad, cuando en la respuesta encontramos simplemente dos citas del Antiguo
Testamento? Se trata, en efecto, de Deuteronomio 6, 4-9, en lo referente al amor a Dios, y de
Levítico 19, 18 para el amor al prójimo. ¿Está Jesús sólo rescatando la Ley del Sinaí de la
maraña legal farisea o hay en sus palabras verdadera novedad?
Para aclarar esto hemos de atender a la parábola del buen samaritano, con la que Jesús responde
a la segunda pregunta del fariseo: ¿Quién es mi prójimo? El interlocutor de Jesús parece no tener
dudas en lo referente al amor de Dios, pero no tiene del todo claro a quién abarca la obligación
del amor a los demás, esto es, quién es nuestro prójimo al que debemos nuestro amor. Si nos
atenemos a la Ley de Moisés, sustanciada en el Decálogo, sólo los familiares son próximos, y
sólo hacia ellos existe el deber positivo de hacerles el bien. Así hay que entender el cuarto
mandamiento, el único de la segunda parte de la tabla que manda actuar positivamente respecto
de los propios padres y, por extensión, con el resto de los familiares (apurando algo más se
podría incluir a los paisanos y connacionales). En lo que se refiere a todos los demás, más
lejanos, sólo hemos de abstenernos de hacerles mal (es el contenido negativo de los otros seis
mandamientos), esto es, basta con la exigencia del respeto. Pero, en su respuesta al fariseo, Jesús
pone como ejemplo de verdadero comportamiento con el prójimo, esto es, con el “próximo” y
cercano, a quien era para los judíos prototipo del extraño, del extranjero, del herético y enemigo,
del más lejano, merecedor sólo de odio y desprecio: un samaritano. De esta manera paradójica y
provocativa Jesús amplía el círculo de los próximos, de los familiares y hermanos (destinatarios
del cuarto mandamiento) hasta incluir en él a todos los hombres y mujeres sin excepción,
eliminando así toda frontera nacional, racial, incluso religiosa: todo ser humano es prójimo para
ayudar y recibir ayuda, para hacer el bien y que se lo hagan, para amar y ser amado. Y es que, en
verdad, la necesidad y el sufrimiento, así como la verdadera compasión, no entienden de
fronteras, razas o confesiones. Jesús, con su parábola del buen samaritano, nos ha aproximado a
todos, nos está invitando a superar todo extrañamiento, toda excusa (nacional, racial o religiosa)
para eximirnos de la misericordia.
Sin embargo, no debemos pensar que con su respuesta Cristo sólo se ha referido a la segunda
parte del mandamiento principal, dejando intacta la que se refiere a Dios. En realidad, al
contarnos la parábola del buen samaritano, Jesús nos está transmitiendo una nueva imagen de
Dios: si todo ser humano es mi hermano y, por tanto, depositario potencial de un amor activo,
que se traduce en solicitud y ayuda, es porque Dios es el Padre de todos sin excepción, y nos
hermana a todos en una misma familia. Sólo a la luz del Dios Padre celestial, que hace salir el sol
sobre buenos y malos, y llover sobre justos e injustos es posible entender el mandamiento del
amor universal, que incluye hasta a los enemigos (cf. Mt 5, 44-45), y, que, como se desprende de
las palabras de Jesús, no consiste en un benévolo sentimiento de simpatía (que puede muy bien
no darse), sino en una voluntad efectiva de hacer el bien.
La paternidad de Dios que hace de todos los seres humanos prójimos y hermanos no es una mera
metáfora para decir que Él es el principio del que todo viene. Su paternidad expresa una relación
esencial e interna, y anterior a la creación de las cosas y los hombres: es el Padre del Hijo
Unigénito, unidos entre sí por el Espíritu del Amor. Y esa paternidad de Dios se ha hecho
cercana y próxima en la encarnación del Hijo. Dios no está lejos de nosotros. Ya Israel intuyó
esta cercanía de Dios: la voz del Señor, su palabra y su mandamiento no están en el cielo o
allende el mar, sino muy cerca de ti, en tu corazón y en tu boca (cf. Dt 30, 10-14; Rm 10, 6-8).
Esa Palabra es el mismo Jesucristo, el “Dios con nosotros”, que en su encarnación se ha hecho
imagen visible del Dios invisible y ha reconciliado consigo todos los seres, los del cielo y los de
la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz (Col 1, 20). Él es en persona la perfección y el
cumplimiento de la antigua Ley. En Jesús Dios se ha aproximado a nosotros, se ha hecho
prójimo y hermano nuestro, y en él nos ha convertido a todos en prójimos y hermanos.
En Cristo entendemos que no hay contradicción alguna entre amor a Dios y amor al prójimo,
sino que los dos preceptos son dimensiones de un único mandamiento principal. Cuando nos
acercamos a los demás haciéndonos prójimos suyos, brindándoles nuestra ayuda y haciéndoles
bien, los estamos tratando como hermano, y, con ello mismo, confesando, de modo consciente o
inconsciente, que Dios es nuestro Padre; estamos haciendo próximo a Dios, que es amor, pues
estamos encarnando y visibilizando al amor mismo; pero este movimiento es posible porque
Dios ya se nos ha aproximado, en Jesucristo, y en él nos ha mostrado su rostro paterno.
Así pues, el camino que lleva al templo, esto es, al verdadero culto de Dios, no es el camino
directo del sacerdote y el levita, que para llegar a tiempo al templo dan un rodeo y evitan el
encuentro con el que está en necesidad. Al contrario, ese rodeo de la atención solícita al que
sufre, se convierte en el atajo que lleva al Dios verdadero, al Dios Padre de Jesucristo y Padre
nuestro.