Domingo XXVIII Tiempo ordinario
Reyes 5, 14-17; 2 Timoteo 2, 8-13; Lucas 17, 11-19
« ¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No
ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios? »
9 Octubre 2016 P. Carlos Padilla Esteban
« Quiero una mirada sencilla. Para no interpretar intenciones. No quiero olvidarme de Jesús que me
ha salvado. Nada de lo que tengo es merecido. Es un don simplemente. Me postro. Alabo a Dios »
Me gusta la vida como es, llena de sorpresas . Me gusta el sol del otoño y las hojas que cambian de
color antes de perder la vida. Me gusta ver a mi madre sonriendo. Diciendo hasta luego a alguien en
mitad de la calle. Me gusta su sonrisa y su te quiero. Sus besos cuando acerco mi mejilla. Sus manos
suaves. Me gusta ver fotos antiguas. De esas que nos recuerdan lo que fuimos, lo que somos. Me
gusta la mirada siendo niños, cuando aún conservábamos toda la inocencia. Me gusta ver cómo pasa
el tiempo. Me alegra la vida. Me río con las cosas. Disfruto y sueño. Y toco con mis manos torpes la
carne herida. Acaricio el cielo inmenso. Meto mi mano en el agua del mar. Me gustan las cosas que
se guardan en el fondo del alma para siempre. Las que tienen peso y nunca pasan. Las que sueño. Y
espero. Y sé que la vida merece la pena. En el dolor y en la alegría. La vida de mi madre inmóvil. La
vida de los niños que corren. Cuando conservamos la misma mirada pura que tuvimos entonces.
Abrazo a Jesús en mi vida y sueño con lo imposible. Y espero lo que no alcanzo con mis propias
fuerzas. Me gusta la vida como es, llena de sorpresas. Me gusta ver a Jesús caminando por mis días.
Sosteniendo mis pasos. Diciéndome que va conmigo. Siempre. Cada día. Y sé que los milagros
existen a mi alrededor. Aunque a veces no los vea. Se quedan ocultos en los pliegues del corazón.
Escondidos detrás de una mirada. Tal vez me falta tener más fe. Por eso la pido. Y reconozco mi
pequeñez para cambiar el mundo. En medio de tantos odios y discordias. Me conmueve pensar en
mi fragilidad. Me siento sostenido sobre el suave alambre que sujeta mi vida. Abandonado en las
manos de un Padre que me llama cada día por mi nombre. Animado por ángeles que me muestran
el camino. En memoria de Jesús. Y pienso que mi vida es tan frágil como una hoja de otoño llevada
por el viento. Pero sostenida en las manos de Dios aunque yo no las vea. No temo tanto mi
fragilidad como que mis oídos sordos no escuchen el te quiero que pronuncia Dios cada mañana. Sé
bien cuánto me quiere y cuánto me ha querido. Por eso no temo que me deje de querer en medio de
mi camino. Tal vez temo que la dureza de los años me haga pensar que no soy capaz de recorrer la
senda que me toca. Quiero tocar el cielo postrado en la tierra. ¿Cómo se hace? Levanto las manos
torpemente por encima de mi cabeza. Quiero dejarme llevar por las olas de un mar inmenso en el
que existo. Quiero ver cómo el viento mueve mi barca y no temer que la barca no se mantenga a
flote en el rumbo que Dios me marca. Quiero elegir vivir y no ser vivido. Vivir y no simplemente
sobrevivir en medio de un mar embravecido. El otro día leía el título de una charla: «¿Vives o
sobrevives?». Me llamó la atención. Entiendo que mi vida la sostiene Dios en medio de la noche. Por
eso no temo. Pero me da miedo ser vivido y por eso elijo vivir. Elijo actuar y no sólo responder a
peticiones. Elijo amar y no sólo ser amado. Elijo dar la vida y no sólo recibir vida. Elijo dar de beber
y no sólo beber. Salir al encuentro del que sufre y no sólo esperar a que venga herido. Elijo tomar
decisiones en medio de mi camino y no esperar a que el paso del tiempo las vaya tomando por mí.
En la vorágine de la vida. Pero me da miedo simplemente sobrevivir. Capear los días intensos,
llenos de vida. A veces temo que es así. Saco la cabeza entre las olas para tomar aire. Con los brazos
voy apartando días de mi vida como quien aparta cargas. Y no soy yo el que actúo sino que la vida
misma parece tomar decisiones que yo no he pensado nunca. Por eso elijo hoy detener mis pasos
para contemplar mi vida. Elijo mirar a Jesús en medio del ruido y de las prisas. Y quiero rezar con
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las palabras de una persona: «Vienes a mi barca con pasos suaves sobre el agua. Y yo te miro y quiero
caminar contigo hacia ti sobre las aguas. Quiero que me llames y me digas que puedo. Que soy capaz. Que lo
consigo. Hago esfuerzos por oír tu voz en medio del viento y de las olas. Quiero contemplarte a ti que caminas
sobre las aguas. Y no temer que el viento y las olas acaben con mis sueños. Quiero construir castillos que nadie
logre tumbar con su fuerza. Quiero enderezar los caminos torcidos. Sanar las heridas. Abrazar las vidas
rotas». Es mi pasión, vivir mi vida. Con fuerza. Con amor. Definitivamente, elijo vivir de verdad mi
vida. Elijo amar hasta que me duela. Y nadar sin hundirme. Caminar sin detenerme. Elijo darlo todo
hasta el último aliento. Entregarme y no simplemente ser vivido. Les decía el Papa Francisco a los
jóvenes en Cracovia: «A Jesús no le gustan los recorridos a mitad, las puertas entreabiertas, las vidas de
doble vía. ¿Cómo están las páginas del libro de cada uno de vosotros? ¿Se escriben cada día? ¿Están escritas
sólo en parte? ¿Están en blanco? Se puede caer en la tentación de quedarse encerrado por miedo o comodidad,
pero la dirección que dicta es única: de salida. El verdadero discípulo no se conforma con una vida mediocre, le
gusta el riesgo y sale». Me da miedo que me pesen tanto las cargas que me falte tiempo para detener
mis pasos y contemplar la vida hoy, como es, en presente. Detenerme y mirar lo que tengo delante.
Sin que me pese el pasado. Sin que me abrume el futuro. Ahí me habla Dios. En las luces y en las
sombras. En los silencios densos de la vida. Como a Moisés detenido ante una zarza ardiendo. Como
Elías ante la brisa suave de la montaña. Allí me habla Dios muy quedo, muy suave. Sin que yo casi
me dé cuenta. Como un abrazo invisible que me sostiene en el alambre por el que va mi vida. Y yo
confío. Y me callo. Le oigo si me callo mientras miro todo lo que ha puesto ante mis ojos. Porque en
ese presente inmóvil está Dios gritándome en el alma. Quiero tener fe para creer en su voz callada,
en su rostro oculto, en su abrazo sigiloso. Para creer en su presencia que me sostiene.
En ocasiones me abruma el mundo que veo y me gustaría cambiar tantas cosas. Ese mundo que
desconozco en gran parte. El mundo que admiro y temo. El mundo que me fascina y me inquieta. El
mundo, mi mundo. A veces quisiera cambiar la realidad. Pero no siempre encuentro la respuesta
adecuada a las necesidades de hoy. No hallo la forma precisa, la solución correcta. El camino más
sencillo para llegar a la meta. No sé bien qué hacer para llegar al que no conoce a ese Dios
desconocido del que tantas veces hablo. No sé si logro usar el lenguaje fácil de entender. No lo sé.
Uso mi lenguaje intentando abrir ventanas, mostrar amplios horizontes. Hablo de la misericordia y
de ese Dios que espera siempre mi regreso. Y quiero llegar a aquellos que parecen recorrer sendas
opuestas. ¿Cómo puedo hacer para hablar en su mismo idioma? ¿Cómo logro que mis imágenes
toquen su alma herida? No lo sé. Creo que no depende todo de mí. Yo pongo la palabra, la imagen,
el camino, la letra, la voz. Y Dios hace el resto. Hace más todavía de lo que yo creo que puedo hacer.
Tengo que confiar en el poder oculto de mi vida en medio de las noches. No entiendo mucho de
magia. Pero el otro día las palabras de Marcos Abollado se me quedaron grabadas: «Todos nacemos
magos en potencia, lo que ocurre es que ignoramos las palabras del conjuro». No entiendo mucho, pero me
gustan esos trucos que no descifro. Me gusta no ver el secreto. No descubrir la mano oculta. No
desvelar la carta marcada. No querer entender el misterio escondido. No quiero saberlo todo.
Cuando veo a un mago me gusta conservar mi corazón de niño inocente sorprendido que no busca
respuestas. Que se cree todo lo que ve. Que confía en que algo maravilloso saldrá de un sombrero
vacío. Y un pañuelo de colores se convertirá en una paloma. Es la magia de los hombres. Y yo creo
en ella. Me gusta creer con la inocencia de los niños. Y si es así con la magia humana, ¡cómo debe ser
entonces el poder de Dios para sacar todo de la nada! Un poder inmenso oculto entre mis manos, en
mi voz, en mi vida. Un poder que logra convertir en vida lo que estaba muerto. Y veo así esa
presencia salvadora de Dios en una palabra aparentemente vacía. Me gusta pensar que yo mismo
soy un mago en potencia, que aún no ha descubierto las palabras del conjuro. Quiero creer en los
trucos de magia que hacen posible lo imposible entre mis manos. Y hacen real la fantasía. Y recorren
un viaje desconocido. Alcanzan una presencia ausente. Logran un milagro de orden en el caos. Una
paz real en la guerra. Un perdón inalcanzable en la ofensa. No lo sé. Quiero hallar respuestas para la
vida en mi sombrero de mago. Sé que está vacío. Pero no importa. Seguro que tiene respuestas. Meto
la mano y confío. Muchos vienen buscando recetas. Y yo no las tengo. Sólo tengo un sombrero vacío.
Me falta a veces el conjuro. Surge la magia cuando dejo que sea Dios el que actúe en mi vida.
Cuando dejo de poner el acento en mi propia voluntad, en mis fuerzas. ¡Cuánto me cuesta mirar
más a Dios cuando actúo y confiar ciegamente! A veces sólo confío en lo que toco, en lo que me da
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seguridad humana, en lo que parece que va a dar fruto. Pero me cuesta abismarme en esa
posibilidad infinita que Dios me ofrece. Decía el P. Kentenich: «Quien pronuncie el sí filial será siempre
rico en Dios, aunque sea pobre como un mendigo» 1 . Me gusta la imagen de esa pobreza que me ata a
Dios. De ese vaciarme como mi sombrero de mago para que Dios lo haga todo posible. Me gusta ser
pobre para depender totalmente de Dios. Ser libre de mis seguridades para confiar sólo en Él. Con
un sombrero de mago vacío. No quiero saber trucos de magia. Pero quiero que mi vida dé frutos
que yo desconozco. Quiero que mis palabras lleguen donde yo no he calculado. Quiero que Dios me
utilice cómo Él quiera, y dónde Él quiera. No pretendo saberlo todo, ni tenerlo todo claro.
Controlando todos los entresijos de la vida, todos los caminos posibles. Controlar no me da paz. Me
acaba turbando. No quiero ser rico en bienes terrenales que no me ayuden a abandonarme. Quiero
ser pobre para poder confiar, para tener que confiar en Dios y sólo en Él.
Quiero necesitar la misericordia de Dios como un don, y no exigirla cada vez que caigo, como un
derecho. No sé si mis palabras tocarán los corazones de los que están lejos. Me gustaría. No sé si
tengo respuestas para los que buscan la verdad en lugares perdidos. No lo sé, pero lo intento.
Quiero anunciar a ese Dios desconocido que llena la vida. Que calma la sed. Que apacigua el llanto.
Quiero hablar de ese Dios infinito y misericordioso que sacia mis deseos infinitos. Aunque sé que mi
corazón siempre guardará una nostalgia de cielo insatisfecha. Mi amor nunca es suficiente. No logro
llenar todo mi vacío. No logro amar con toda mi alma. Como decía el P. Kentenich: «¿Cómo debe ser
mi amor? Debe ser un amor insatisfecho. Observemos a la gente que ama a Dios con total sencillez. Notaremos
que tienen la sensación de que aman muy poco a Dios; comprobaremos que son hombres insatisfechos. La causa
reside en el objeto mismo del amor. Cuanto más nos acercamos a Dios, tanto más advertimos la distancia y la
limitación de nuestro amor. Es amargo percibir tan fuertemente los límites de nuestra capacidad de amar, de
nuestro amor. Cuando experimente esta limitación, lo más importante será volverse hacia el Espíritu Santo;
sólo Él es quien puede ampliar nuestra capacidad de amar. Cuanto mayor sea nuestro crecimiento en la
sencillez, tanto más fuerte será nuestro anhelo del Espíritu Santo. El amor insatisfecho se esfuerza por un
mayor conocimiento, por ampliar el amor» 2 . Mi amor insatisfecho me lleva a querer crecer cada día. Pero
sé a quién he elegido como Padre, como lugar de descanso. Hago mías las palabras de Naamán que
se vuelve a Dios una vez curado de su lepra: «En adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni
sacrificios a otros dioses fuera del Señor». Quiero un corazón insatisfecho que pida cada día que
aumente mi amor. Quiero que Dios me lo ensanche. Estoy insatisfecho. Busco más. Anhelo más.
Ojalá nunca me acostumbre a lo que tengo. Ojalá nunca me dé por vencido y piense que ya es
suficiente, que no puedo hacer más. Ojalá no deje nunca de buscar, de indagar, de leer, de rezar.
Ojalá no me siente en mi sofá mientras pasan los días ante mis ojos, satisfecho, triste. Le pido a Dios
un corazón inquieto e insatisfecho. Aborrezco vivir satisfecho. El deseo siempre pide más. Me saca
de mi conformismo. Me lleva fuera de mí. Me hace anhelar lo que no poseo, desear lo que aún no
veo. Me hace escalar más allá de mi carne. A un cielo que sólo intuyo. Nunca es bastante. Nunca es
suficiente. Busco a ese Dios que me da siempre más. Siempre algo nuevo. Siempre me abre nuevos
horizontes aún por explorar. No quiero acostumbrarme a lo que ya he conquistado. No quiero
conformarme con una vida mediocre. Siempre puedo dar más. Siempre puedo abandonarme más en
las manos de Dios. Pido el milagro. Pido la paz para seguir buscando .
Hoy escucho hablar de la lepra. Esa enfermedad que convertía a los hombres en impuros. Los
aislaba en lugares cerrados. Morían solos lentamente. Y su campana los alejaban de los hombres
sanos. Eran impuros, apartados del mundo. Pecadores. Pedían compasión desde lejos. Esa era su
mayor herida: vivir desde lejos. Desde donde no contaminaban a lo puros y sanos. Desde donde no
incomodaban ni estorbaban. Desde donde nadie los tocaba ni los miraba. Hoy diez leprosos gritan
desde lejos y piden algo que Jesús siempre da: compasión. Piden misericordia: «Vinieron a su
encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: - Jesús, maestro, ten compasión de
nosotros». En la distancia le gritan a Jesús. Y Jesús los ayuda desde la distancia. No piden que les
toque. Solo piden ser curados. Quieren quedar limpios. Pero no se acercan. Saben que son impuros y
1 J. Kentenich, Niños ante Dios
2 J. Kentenich, Niños ante Dios
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gritan de lejos. Siempre me impresiona ese «de lejos»: «Se pararon a lo lejos» . A veces mi enfermedad,
mi pecado, me hace sentirme impuro. Y me quedo lejos. Pienso que no puedo acercarme a Dios, a
los hombres. Pongo el límite humano, no soy digno. Y no me acerco. Es el mismo límite humano
impuesto por los hombres frente a los impuros. Pienso que a veces yo no me acerco y le grito a Jesús
desde lejos. Me siento impuro, pecador, indigno. Quiero quedar limpio. Pero no me atrevo a
acercarme para que Jesús me toque. Tal vez temo el desprecio y la condena. Es mejor autoexcluirse
que sentir cómo te excluyen. Tal vez lo mismo les pasa a ellos. Están cansados de estar lejos de la
vida, de los demás. Están cansados de estar al borde del camino por donde pasan los hombres
puros. Hoy hay tantos hombres marginados, impuros, rechazados. ¿Dónde está mi compasión hacia
el que es tachado de impuro? ¿Dónde mi capacidad de sufrir con los que sufren a mi lado? Muchas
personas enfermas vienen a mí pidiendo compasión. No que las cure. Porque no puedo.
Simplemente me piden misericordia. Y su lepra me recuerda mi propia lepra. Su herida mi herida.
¡Cuántas personas heridas y enfermas hay a mi alrededor! Vienen a verme a mí que también como
ellos estoy herido. Quiero ser compasivo como Jesús. ¡Cuántas veces me he puesto una coraza, me
he acostumbrado al sufrimiento de los demás y los alejo! Su dolor ya no me hace daño y paso de
largo. Jesús pasó por este mundo compadeciéndose de los hombres. Sintiendo lo que cada hombre
sentía. Lo hizo suyo. Se metió en el corazón, no pasó de puntillas. Y eso es algo que siempre he
admirado en las personas que se dejan tocar, invadir. En aquellos que se meten a fondo y no pasan
de largo ante la puerta de los demás. Jesús vivió compadeciéndose de cada hombre. Por eso estos
leprosos le piden compasión. Sólo eso, compasión. Sé que Jesús se acercaba normalmente a los
enfermos, a los leprosos, a los impuros y los tocaba: «Jesús ‘toca» a los enfermos. A veces Jesús ‘agarra’ al
enfermo para transmitirle su fuerza y arrancarlo de la enfermedad. Otras veces ‘impone sus manos’ sobre él en
un gesto de bendición para envolverlo con la bondad amorosa de Dios. En otras ocasiones ‘extiende su mano y
lo toca’, para expresarle su cercanía, acogida y compasión. Así actúa sobre todo con los leprosos, excluidos de la
convivencia» 3 . Toca al enfermo. Se expone a quedar Él impuro. Porque la lepra se contagia con el
tacto. Una mano enferma podía transmitir la enfermedad. La impureza nos aísla. La impureza nos
vuelve impuros. Pero una mano misericordiosa puede sacarnos de la impureza. Eso hacía Jesús. El
otro día leía: «Las manos de Jesús bendicen a los que se sienten malditos, tocan a los leprosos que nadie toca,
comunican fuerza a los hundidos en la impotencia, transmiten confianza a los que se ven abandonados por
Dios, acarician a los excluidos» 4 . Me conmueven esas manos de Jesús que tocan, acarician, sanan,
levantan, sostienen. Me gusta el Jesús que toca y se inclina ante el que sufre, sobre el enfermo.
Quiero a Jesús que viene a mí y me toca sacándome de mi soledad. Su presencia me salva de mi
aislamiento. Lo hace sin mandarme hacer nada. Lo hace con ese amor que se derrama sobre mi vida.
Lo sé, lo he leído, en otras ocasiones. Jesús abraza, toca, se expone al contagio y salva. Lo hace con
sus manos. Les muestra su amor en un gesto de intimidad, de perdón, de amor. Me emocionan esas
manos que quieren salvarme. Me conmueve su compasión, su apertura, su humanidad, su corazón
abierto. Jesús me muestra al Dios que cada día sale de sí mismo para tocar con sus pies mi camino.
Llega hasta mi aldea, hasta mi corazón, hasta mi herida. Para tocarme. Quiero vivir como Él. Así ,
con el alma abierta a cada persona y cada acontecimiento que Dios quiere regalarme.
Hoy Jesús tiene compasión pero no toca a los leprosos . Les pide que vayan a los sacerdotes: «Id a
presentaros a los sacerdotes». ¿No es mejor el tacto? ¿No es mejor el abrazo de Jesús expresión de su
misericordia? ¿Por qué no tocó Jesús a estos diez leprosos? ¿Bastaría con ir a ver al sacerdote?
¿Bastaría con presentarse ante él para ser curados? Hoy Jesús no los toca. Hoy también escuchamos
que Naamán era un hombre enfermo de lepra. Cree en el profeta Eliseo y queda sano. Eliseo
tampoco lo toca: «En aquellos días, Naamán de Siria bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había
ordenado el profeta Eliseo, y su carne quedó limpia dela lepra, como la de un niño». No hay contacto. Sólo
una petición. En ambos casos una orden aparentemente inocente. Naamán creyó en el profeta y
quedó curado. Tocó la compasión de Dios y creyó cuando parecía absurdo bañarse siete veces en ese
río. Y él se fió no siendo judío. Creyó en el Dios de los judíos. Me conmueve su fe imposible. Los
leprosos creen en Jesús y quedan también curados al hacer lo que les manda. A veces alguien nos
3 José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
4 José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
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pide hacer cosas extrañas para lograr cambiar. Para crecer en la vida. Para encontrarnos con Dios.
Pero nosotros no nos fiamos de cualquiera. Hoy Jesús se sale de sus esquemas. Sabe del dolor de
esos leprosos por estar fuera de la comunidad. Lo sabe. ¡Cuánta soledad habrán sentido! ¡Cuánto
miedo y cuánto anhelo de ser sencillamente parte de un grupo! Jesús lo conoce. Es delicado. No
basta con curar. La curación de un leproso tiene que certificarla un sacerdote para que pueda de
nuevo participar en la vida pública. El sacerdote lo declara limpio y puede integrarse nuevamente
en la comunidad. Esa herida del aislamiento duele más que la de la piel. Nadie los toca, nadie se
acerca. Hoy Jesús tampoco los toca. Simplemente da una orden desde lejos. Los leprosos actúan con
fe creyendo lo que Él les dice. Confían en Él. Inmediatamente se marchan a buscar al sacerdote.
Dejarán de ser excluidos. En el camino se dan cuenta de que están limpios. La lepra desaparece y
vuelven a ser puros. Ellos, como Naamán frente a Eliseo, se han fiado de quien les manda y han
actuado. Confiaron en Jesús y quedaron sanos. No hay tacto, ni manos bendiciendo. No hay un
abrazo de misericordia. Pero la palabra de hoy tiene fuerza sanadora. Una fuerza que sorprende.
Una orden y se ponen en camino. Basta una palabra de Jesús y quedan curados. Ellos confían. A
veces nos pasa eso, no nos queda más remedio que confiar porque no tenemos nada más. Si no se
fían de esas palabras de Jesús no tienen nada. Conocen a Jesús quizás de oídas. Y saben que nunca
diría algo que no fuera verdad. Nunca mentiría ni diría nada para quedar bien. Su promesa siempre
se cumple. Es íntegro. Su palabra es verdad. Ellos lo reconocen. Ven su compasión. Y confían. Jesús
quiere que también ellos movilicen su fe y no sólo esperen sentados, como siempre habían hecho.
Tienen que dar un paso en la fe, sin ver. Es la audacia de la fe. Es la confianza ciega. Es el don que
me impulsa a dar un salto de fe en la noche. ¿Alguna vez he dado un salto de fe sin tocar, sin tener,
sin ver? Pienso que Dios confía mucho en nosotros. Cree en nosotros. Nos pide que con nuestra
libertad seamos audaces y nos pongamos en camino. Y Él nunca nos va a dejar solos. Siempre va a
responder con su amor. Necesito confiar más, abandonarme más.
Ellos hacen lo que Jesús les dice y se ponen en camino : «Y, mientras iban de camino, quedaron
limpios» . Tienen fe y creen en su poder. Eso seguro. Es esa fe que a mí a veces me falta. Si tienen que
ir al sacerdote quiere decir que eso basta. Ya de camino quedan sanos. Sanan su herida más honda
de marginación. Creen y quedan curados. Su fe los salva. Quedan curados de camino, antes de
llegar. Tal vez ya lejos de la vista de Jesús. Los diez. Todos los que pidieron con fe. Y todo sucede
yendo de camino. Llegarán al sacerdote ya curados. De camino. Cuando aún no han llegado a la
meta. En medio de su camino. En medio de mi propia vida. No hace falta que haya hecho todo lo
que tengo que hacer para poder ser curado. En medio de mi vida Dios me salva, me cura, como Él
quiere. Tal vez cuando menos lo espero. Sin hacerlo todo perfecto. Cuando no se dan todavía las
condiciones para ser curado. Entonces todo sucede. La sorpresa. El milagro. La magia. Eso me gusta.
Cuando no lo esperan se encuentran curados. Suena el «de repente» en mi corazón y quedo sano. Al
pensar en la lepra de los diez leprosos pienso en mi propia lepra. ¿Cuál es mi lepra? ¿Qué es lo que
me hace impuro? Pienso en mis críticas, en mis juicios, en mis condenas, en mis miedos. En todo lo
que nace del corazón y me vuelve impuro. Me aísla. Me encadena. Pienso en mi mirada que no es
pura. Es una mirada de leproso. Mi impureza me vuelve esquivo, egoísta, centrado en mí mismo,
esclavo. ¿De dónde viene mi crítica? Muchas veces critico cuando no me gusta cómo actúan los
demás y quiero que se comporten como a mí me gusta. Condeno sus formas, los juzgo, los critico.
Otras veces porque mi corazón no está en paz. Está enfermo, herido, y no está contento con su vida.
Todo le parece mal y lo condena. El alma está herida de amor. Y esa herida me hace leproso. En mi
lepra no soporto la salud de los otros. No soporto sus logros y sus éxitos. En mi enfermedad me
rebelo contra la injusticia de este mundo, contra Dios que permanece inmóvil ante mi dolor. En el
fondo de mi alma quiero quedar limpio. ¿De qué estoy enfermo? Quiero mirar con los ojos de los
niños. Quiero confiar en el poder de Dios. Necesito más fe para creer en sus palabras. Para creer
como los leprosos que obedecen a Jesús que les manda desde lejos. No juzgan a Jesús que no se
acerca. No critican ni desprecian sus palabras. Se fían. Yo quiero fiarme como ellos. Fiarme de las
personas que en mi camino me piden que confíe en Dios y me acerque. Que no me quede lejos. La
desconfianza me mantiene lejos de Dios cuando me siento impuro. Hoy Jesús me invita a acercarme.
Con mi lepra, con mi impureza, sin miedo. Su misericordia me aguarda. Su abrazo. Su sanación.
Quiero confiar más en su poder. De repente sana, cura, salva. Confiar en su abrazo y en su mirada
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comprensiva. Acercarme hoy con mi lepra. Con esa impureza del alma que no me atrevo ni siquiera
a reconocer. Se la entrego. Jesús me vuelve puro. Hace posible lo imposible .
Sólo uno es agradecido : «Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos
y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias». Sólo uno volvió a Jesús. Es curioso. Nueve se
olvidan de volver. O simplemente emprenden una nueva vida integrándose en la comunidad con la
certificación del sacerdote. Tal vez no saben dónde ir, cómo vivir, qué hacer, pero ya son puros.
Puede que ahora prefieran seguir su propio camino y se olvidan de Jesús. Sólo vuelve uno. A veces
pasa eso en nuestra vida. Suplicamos a Dios en la enfermedad. Nos olvidamos de Él en la salud. Me
impresiona lo desagradecido que puedo llegar a ser. Logro lo que quiero y no pienso en agradecer a
Dios. Me gusta lo que recibo y me alegro. Pero no doy gracias. Soy desagradecido. Me resultan las
cosas que intento. Y no agradezco. Voy a lo mío. Sigo mi curso. Los nueve que no volvieron no
hicieron nada malo. Simplemente no volvieron a agradecer. No hicieron algo más. No dieron más de
lo que les había pedido Jesús. Es verdad. No pecaron. Simplemente no fueron generosos. ¿Quién
volvió a dar gracias? Sólo uno: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha
vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios? Y le dijo: - Levántate, vete; tu fe te ha salvado». Me
emociona que Jesús lo alaba. Fueron diez a ver al sacerdote, eran diez los sanados, eran diez los que
comenzaron una nueva vida en familia. ¿Quién volvió para dar gracias? El más pobre. El más
herido. El que menos esperaba y más necesitaba. Jesús se preocupó por él, lo sanó, y era, no sólo
leproso, sino también samaritano. Eran enemigos los judíos y los samaritanos. Jesús, siendo judío, lo
cura a él, que es samaritano. Quizás los demás esperaban el milagro. Quizás los otros tienen lo que
pidieron, lo que esperaban. Pero él, ¿cómo iba a esperar que un hombre judío se detuviera ante él, lo
sanara, y lo restituyera? Él no merecía su mirada, ni la esperaba. Tal vez por eso, porque no lo
esperaba y no daba por evidente el milagro, su corazón saltó de alegría y volvió agradecido.
Desbordado. Jesús vio su anhelo más profundo, su soledad más honda, su necesidad de que alguien
lo mirase como hombre. Tenía más que agradecer, nada que perder, y por eso, la misericordia de
Jesús cambió su vida. Sólo él volvió a postrarse ante Jesús. No quería olvidarse de Él. No quería
volver a su vida anterior, sano, dejando atrás su historia pasada. Este hombre quería volver a quien
le dio un amor que nadie le había dado antes. Alabó a Dios, y se puso ante Jesús con humildad.
Comenzó a creer en el amor que merece la pena, no sólo en el poder curativo de Jesús. Seguramente,
de los diez, fue el que se hizo discípulo para siempre. Fue el más necesitado y el que más recibió.
Quizás, el único que se sorprendió. ¿Me sorprende todavía el amor de Dios en mi vida? ¿O ya lo veo
como algo evidente, como un derecho? No puede ser agradecido quien vive la vida exigiendo. Dios
siempre da más de lo que le pido. Este samaritano vivió esa gratuidad. Los otros nueve leprosos
recibieron lo que pidieron: estar sanos, volver con los suyos. Jesús cumplió con su deseo. No quiero
ser nunca así. Pedir a Dios y acostumbrarme a que me de lo que deseo. Quiero vivir como ese
samaritano, sin derechos, recibiendo y agradeciendo todo como inmerecido. Quiero vivir alabando a
Dios por su amor y su predilección por mí. Jesús escucha más allá de mi petición. Percibe el latido
de mi corazón. Descubre mi anhelo de cielo, de pertenencia, de saberme aceptado y amado como
soy. Y es esa sed la que Jesús toca. Me da miedo ser caprichoso con Dios. Me da miedo pedirle que
cumpla mis deseos. Me da miedo no ser agradecido y no ponerme de rodillas ante Él. Quiero cada
tarde de mi vida, postrarme ante Él como el décimo leproso. Agradecerle por cómo me amó en el
camino ese día. Alabarlo cada noche por su misericordia. Me gusta la memoria del leproso
agradecido. Recuerda su pasado y agradece la misericordia. Quiero aprender en mi vida a
agradecer. Para eso tengo que recordar siempre mi herida, mi necesidad, mi vacío. Cuando
experimento el amor de Dios me vuelvo agradecido. Sé que soy frágil, que puedo caer de nuevo. Y
de nuevo le agradeceré a Jesús su compasión. Esa mirada es la que me salva. Para eso hace falta
tener un corazón muy sencillo, no enrevesado. A veces me encuentro con personas que todo lo
tergiversan. Interpretan mal. Juzgan mal. Se amargan. Condenan. Ven enemigos por todas partes y
dejan de ser agradecidos con Dios, con la vida. Nunca es suficiente lo que reciben. Creen que tienen
derecho a más y no están satisfechos. No quiero ser así. No quiero vivir exigiendo sin agradecer.
Quiero mirar agradecido a Dios por todo lo que me regala. Por todo. Quiero una mirada sencilla y
pura. Para no interpretar intenciones. Para no condenar. No quiero olvidarme de Jesús que me ha
salvado. Nada de lo que tengo es merecido. Es un don simplemente. Me postro. Alabo a Dios.
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