Domingo XXXI Tiempo ordinario
Sabiduría 11, 22-12, 2; 2 Tesalonicenses 1, 11-2, 2; Lucas 19, 1-10
« Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa. El
Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido »
30 Octubre 2016 P. Carlos Padilla Esteban
« El pecador, el que llevaba una vida imperfecta, sólo puede esperar misericordia. No busca el
reconocimiento, ni la alabanza, sólo la mirada llena de misericordia del Padre al final del camino »
Creo que el camino de Dios para mí se va haciendo de su mano . Paso a paso. A mi lado. No creo
en las cosas rígidas, en las huellas únicas. No creo en las verdades impuestas por decreto. En las
ideas metidas en mi alma sin que yo me dé cuenta. No pretendo imponer nada a nadie. Tampoco a
mí mismo. A veces me parece mejor el control que la confianza, es verdad. La seguridad antes que el
riesgo. Pero me da miedo esa rigidez que pretendo con mis manos. Es como si me gustara
demasiado marcar, crear corrientes de opinión, influir con mi pensamiento. Y a veces busco
desautorizar al que piensa distinto, al que no comulga con mi credo. Busco sin quererlo un
pensamiento único, el mío, el que a mí me convence. Me fijo en la pureza de la interpretación
correcta. Lo que debe ser. Lo que todos deben pensar para no vivir equivocados. Me da miedo caer
en esta rigidez y temer yo la libertad que aprendí en el Santuario, de la mano de María. Necesito
aprender a aceptar los errores, a convivir con la imperfección, a acompañar los procesos. Con
paciencia, con respeto. Cuando no todo sale perfecto. Dejar de lado mi miedo al fracaso, al olvido.
Ese miedo que tengo cuando me inquieta en exceso que no todos piensen lo correcto. Me da miedo
que se licúe mi fe, mi forma de entender la vida. Me asusta perder el fuego del amor de Dios que
mueve mis pasos y alza mi voz. Me da miedo perder la fuerza de ese Espíritu que me hace flexible,
de ese fuego que me quema por dentro y me llena de vida. No quiero volverme rígido, ni tampoco
frío. Me gustan las palabras del Papa Francisco: «La rigidez no es un don de Dios. La mansedumbre sí, la
bondad sí. La benevolencia, sí, el perdón sí. Pero la rigidez no. Tras la rigidez hay algo siempre escondido. A
veces incluso una doble vida, incluso algo de enfermedad. ¡Cuánto sufren los rígidos cuando son sinceros y se
dan cuenta de esto!». No quiero ser rígido en mis pensamientos, en mi forma de ver la vida. No quiero
ser rígido en mi amor, en mi entrega. Me gusta la flexibilidad del que ama con toda el alma,
libremente. Del que no es esclavo de otros. Del que no busca siempre la aprobación del mundo.
Aquel que no tiene miedo ni a los hombres, ni al futuro. Sé que cuando me vuelvo rígido no todo me
parece correcto. Sobre todo cuando alguien expresa una opinión diferente a la mía. Me pongo
nervioso. Como si tuviera miedo de perder yo algo. Mi propia seguridad, mi propio lugar en el
plano del mundo. Temo pensar yo de otra forma. O que la verdad en la que creo quede desvirtuada.
O que la verdad de los otros tenga más fuerza que la mía. Sé que Jesús es mi verdad. Eso lo tengo
claro. Por Él sí estoy dispuesto a dar mi vida. Eso me lo repito cada mañana para no olvidarlo.
Porque sé que dar la vida no deber ser sencillo. No quiero pensar que con cumplir ciertas cosas, con
pensar de una determinada manera, todo está resuelto. No me quedo tranquilo. La vida de Jesús me
parece poco rígida. Tal vez demasiado flexible para mi alma que tiende a la comodidad. Él no tenía
horarios marcados. Ni caminos definidos. No obedecía a la norma de lo razonable. No todo lo que
hacía era aplaudido por todos los que lo seguían. Tanta flexibilidad me incomoda. Y eso que me
gustan las personas flexibles. Porque me ayudan a superar mi rigidez, mis formas, mis maneras de
hacer las cosas. Me obligan a romper mis esquemas. Me sacan de mi aridez y me abren un horizonte
nuevo. Pero que me rompan mi comodidad como lo hace Jesús, me cuesta. Me gusta tener toda mi
vida por hacer. Todo por delante. Aunque me queden menos años. Sé que ahora y siempre Dios me
va modelando. Reblandece con su espíritu mi alma dura. Por eso sé que tengo que dejarme llenar de
1
su Espíritu. Para ser más manso, más bueno, más humilde, más misericordioso. Para tener más
fuego dentro del alma. ¡Me parece tan difícil! Quiero las cosas de una determinada manera y me
frustro con pena cuando no son como yo quiero. Cuando no todos lo ven como yo. Me choco de
nuevo con mi rigidez. Permanezco atado a mi esquema maravilloso. Inventándome una forma de
entender la vida. Incapaz de ver la belleza de otros caminos. No me dejo sorprender. Quiero tener
yo todas las claves. Las respuestas. Las formas correctas de inventar la vida. Y me rompo en mi vieja
forma de vivir. Quiero entender que «en el ejercicio espiritual tan esencial es la flexibilidad como la
disciplina» 1 . Parece sencillo. Pero no me dejo. Me ato. Me vuelvo rígido y juzgo al que no piensa
como yo. Al que no vive como yo.
Creo tener bastante claro que sólo a través de lo humano puedo llegar al mundo de Dios . Al
menos es lo que yo he vivido. Lo he aprendido en la vida. Ha sido así a lo largo de mi historia. Es mi
certeza más valiosa. Mis vínculos humanos me han adentrado en el mundo de Dios. Una palabra,
una invitación a comer en mi casa, una amistad, un camino común. Las cosas y los hombres. Sé que
no puedo esclavizarme en el mundo. Pero tampoco puedo evadirme de mi realidad. Son cuerdas
que Dios me lanza. Decía el P. Kentenich: «Las cosas nos deben vincular. Imaginemos que Dios haga bajar
del cielo una cuerda. Nos debemos agarrar fuertemente a esa cuerda. Dios tira la cuerda para que podamos
llegar al corazón de la Santísima Trinidad. Así, deben considerar todas las cosas: la naturaleza, la comida, la
bebida, todo lo que vemos como creación; debemos vincularnos de modo orgánico a todo y entonces ir al más
allá. Por tanto, ¿puedo disfrutar de las cosas? ¡Sin duda! Es un vincularse, pero también un elevarse, un estar
siendo elevado a lo alto, al seno del Padre» 2 . Quiero vivir con pasión esta vida, este mundo. Las cosas
que me lanza Dios como cuerdas que suben hasta Él. El otro día me decía una persona: «No podemos
ver en el mundo sólo cosas malas. No todo lo que viene del mundo es malo, es una carencia, o es algo oscuro.
Hay muchos desafíos en el mundo que se nos regala». Y tenía razón. Soy del mundo. He nacido en el
mundo. En el mundo he echado raíces. He amado. He sido herido. Hay gracia y pecado. Maldad y
bondad. Luz y sombras. Dios tiende cuerdas que cuelgan desde el cielo y tocan lo más hondo de la
tierra. Decía el P. Kentenich: «Nosotros no acentuamos solamente el alejamiento del mundo, sino también
una apertura al mundo. El buen Dios ha creado las cosas y las ha dejado como una cuerda que cuelga desde Él
hacia abajo. Por tanto, según la ley de la transferencia y de la transposición orgánica, debemos vincularnos a
las cosas y a las criaturas» 3 . El mundo me interpela. Me exige. Me anima a cambiar, a soñar, a luchar.
Amo el mundo y quiero cambiar este mundo. Mi mundo, mi vida. Sufro en la tierra que piso, en los
mares que navego. Anhelo el cielo con los pies en la tierra. Quiero un mundo más justo, más puro,
más feliz, más pacífico. Soy de carne. Experimento mi debilidad. Sufro y deseo. Sueño y espero.
Amo y soy amado. El mundo y los hombres me pueden llevar a Dios. También me pueden alejar de
Él si me ato al mundo. Lo sé. Lo he vivido. Pero en el mundo concreto que habito está viva la voz de
Dios invitándome a dar la vida, a cambiar la realidad con mi entrega. La misionera Victoria
Braquehais decía: «Yo no lo sabía y África me va educando el corazón. A cada uno en su lugar. He
descubierto la humanidad de Jesús. El amor en lo concreto. Allí todo es concreto. Es el misterio de la
encarnación. Nada de lo humano le es ajeno a Dios. El amor a la vida. En África vales por lo que eres, no por lo
que tienes, el amor en lo pequeño». Sé que no tengo que ir a África para tocar el amor humano de Dios
en lo pequeño. Me basta con mirar a mi alrededor, con alargar la mano, con tocar mi vida. Me habla
en lo concreto de mi camino. Allí donde yo tantas veces no lo encuentro. Porque estoy ciego. Pero sé
que el mundo es camino de salvación para mí. Es verdad, también lo sé, a veces el mundo me aleja
de Dios. El mundo y mis vínculos humanos pueden apartarme de su amor. Puedo dejar de verlo a Él
cuando me han fallado las ataduras humanas. Cuando sin yo quererlo se ha roto la cuerda que me
conducía al corazón del Padre. Un error. Un desengaño. Un desamor. Una mentira. Una desilusión.
Un rechazo. La delgada cuerda que me llevaba al cielo queda rota de repente. Rota como yo mismo,
caído en el suelo, herido por la vida, por los hombres, por el mundo. Dejo entonces de ver a Dios en
el dolor, en el desengaño y pierdo la esperanza. No subo más alto. Me estanco. He descubierto que
en esos momentos sólo me queda volver a confiar. Recuerdo las palabras de Pedro Poveda: «La luz
1 Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
2 J. Kentenich, Vivir con alegría
3 J. Kentenich, Hacia la cima
2
siempre acaba venciendo la oscuridad». Lo sé, tras la noche vence el día. En el desengaño de mis amores
busco a Dios, y lo encuentro entre las sombras. Cuando me falta la confianza en lo humano sólo
puedo volver mi mirada a la luz de Dios. Es mi esperanza siempre, especialmente cuando me quedo
solo. Cuando me fallan las ataduras humanas. Eso puede ocurrir. Es parte de la vida. Y entonces
miro más alto, más dentro del corazón de Dios. Más dentro de mi alma. Pero no por ello me olvido
de lo importante. En el vínculo humano está Dios. Oculto a veces. Escondido en gestos imperfectos.
Me hace falta su mirada para poder descubrirle vivo en los más cercanos. En los que yerran delante
de mí. En los que no son perfectos. No quiero buscar a Dios sólo en los santos de altar. En los que ya
no pecan porque están con Dios para siempre. En esas vidas que no conozco tan bien porque nunca
compartí su camino. Y los idealizo. Quiero aprender a ver a Dios en lo más humano. En aquellos a
los que quiero y conozco en su debilidad. Quiero que mis amores sean un trampolín hacia el cielo, y
no una barrera. El rostro humano, es el reflejo pálido del rostro de Dios. Los gestos de amor
pequeños, débiles, me hablan del amor imposible que Dios me tiene. Me lo repito todos los días para
no olvidarlo. Para no desconfiar tanto de lo humano. Para no acabar viendo siempre en el mundo un
peligro, una tentación. Para no creer que todo lo que no es sobrenatural es sospechoso. Dios me
desconcierta con sus caminos. Me sorprende al hacerse carne de mi carne. Al abajarse en medio de
mi vida. Tengo la tentación de valorar sólo lo que está ya en lo más alto del cielo. Y desprecio esa
presencia suya velada por la carne. Como si no fuera real su presencia en el pan partido, en el amor
herido, en las vidas frágiles que portan su fuego. A veces pretendo encuadrar a Dios en mis
esquemas para que no me sorprenda, para que no me duela. Para evitar el desgarro de la pérdida, el
dolor del amor. El que no ama no sufre, el que no se vincula no se desgarra. Para evitar que mi
rigidez tiemble con su presencia oculta y misteriosa pretendo aferrarme a un Dios colgado del cielo.
La carne del mundo, aparentemente imperfecta, me duele y me confunde. Quisiera aprender a amar
más en lo humano y así más en Dios. Más en el amor a los que me ha confiado, más en la carne
herida, cercana, concreta. Quiero amar con lazos humanos. Para llegar así al corazón de Dios.
Quiero aprender a ver en las caídas y limitaciones, mías y en las de los otros, un camino hacia la
misericordia de Dios . Ver a Dios en mí mismo cuando no lo hago todo bien. Ver mi pecado no como
una barrera que me impide ver el cielo. Sino como una puerta que se me abre al corazón del Padre.
No es tan sencillo ese salto audaz. Decía el P. Kentenich: «Hemos enfocado demasiado nuestra atención
en las virtudes morales. Por eso, si me siento limitado, si veo en mí todavía muchos obstáculos. Eso me aflige.
¿De qué manera os aprovecha cada circunstancia de la vida para hacer de ella una escuela de amor?
Aprendiendo a alegrarme íntimamente de nuestras limitaciones porque cuanto más grandes sean mis
limitaciones, tanto más derecho tendré al amor de Dios eterno» 4 . Porque son las virtudes morales las que
me atraen. La perfección en la entrega. La fidelidad sin mancha. Me cuesta entender que mi pecado
pueda ser una puerta abierta al amor de Dios. Me cuesta entender que mi debilidad pueda llevarme
al cielo y ser una fuente de esperanza para tantos. Miro mi trabajo bien hecho y sonrío. Pero, ¡cuánto
me cuesta sonreír cuando nada me sale perfecto! Es la gran tarea de mi vida. Quiero aprender a ver
en mis limitaciones el camino más rápido para tocar la misericordia de Dios. Ver que mi limitación
no me ata, no me bloquea, no me limita. Al contrario, es un camino abierto que me muestra el
horizonte amplio de la misericordia. ¡Cuánto me cuesta verlo! Quiero ser perfecto, hacerlo todo bien,
ser inmaculado. No lo logro. Sé que tengo más derecho a la misericordia del Padre cuando me
vuelvo hacia Él con mi corazón herido. Sé que Dios se conmueve ante mi debilidad, pero ¡cuánto me
cuesta a mí conmoverme con la debilidad de los que me rodean! Los quiero perfectos. Y en sus
heridas me cuesta ver la herida de Jesús, su costado abierto. Veo el pecado en otros y juzgo al
pecador. No como en su mesa. No me acerco. Me cuesta aceptar la debilidad en los demás. También
me cuesta en mí mismo. Veo al pecador y no veo la puerta abierta de la misericordia. Veo mi pecado
y no veo un camino hacia la vida. Sé que por los vínculos humanos rotos toco más el amor de Dios
que se abaja sobre mi vida rota. Jesús levanta su mirada para fijarse en mí. Sé que en el vínculo
humano toco a Dios. En el vínculo humano que ha experimentado la decepción y el desengaño. Ahí
toco el amor de Dios. El amor humano que se manifiesta en mis límites, en los de aquellos a los que
4 J. Kentenich, Textos escogidos de la misericordia. P. Wolff
3
amo, ese amor es un camino directo hacia el cielo. No me alejo de lo humano por miedo a ser
esclavo, a ser atado por mis sospechas. No quiero desconfiar de lo humano pensando que me aleja
de Dios. Precisamente ahí, en los límites humanos, se encuentra Dios regalándome su misericordia,
tendiéndome la mano para subir más alto. No quiero dejar de amar por miedo a perder. No puedo
alejarme del mundo por miedo a desengañar, a herir y a ser herido. Amo en lo concreto, en presente.
Siembro semillas de eternidad por donde paso. Así lo hace Dios con mi vida. Aunque me duela el
alma al enterrar mis raíces. Aunque a veces los vínculos me duelan y desgarren. Es el camino que
Dios quiere para mí. Echar raíces. Es lo que hizo Jesús al pasar por la tierra. No vio en el pecado un
motivo para el rechazo, sino para la misericordia. No rehuyó a los pecadores, comió con ellos, entró
en su casa. No se negó a vivir con aquellos cuya vida estaba llena de codicia. No rechazó al que no
llevaba una vida perfecta. El que se cree justificado no busca el amor de Dios. Sólo quiere el premio,
la admiración, el elogio. El pecador, el que llevaba una vida imperfecta, sólo espera la misericordia.
No busca el reconocimiento, sólo el perdón. No pretende la alabanza, sólo anhela la mirada llena
de misericordia del Padre al final del camino.
Un publicano de baja estatura quiere ver a Jesús: «En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la
ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la
gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo,
porque tenía que pasar por allí». Es un pecador público que busca a Jesús. Un hombre que ha
encontrado su lugar en el mundo. Es jefe de publicanos. Ha llegado a lo más alto. A veces vemos la
vida como un subir continuo. Y cuando no lo logramos nos frustramos. Un puesto más alto, un
cargo de más prestigio. No entendemos la vida si no es como crecimiento continuo. Ahora me toca
esto, después algo mejor. Tal vez por eso tenemos tan poca tolerancia con el fracaso. No soportamos
que nos degraden. Dejar de ser lo que éramos. Una persona comentaba después de haber tenido un
cargo de mucho prestigio: «Ahora no puedo aceptar cualquier trabajo. Tiene que ser del mismo nivel por lo
menos que el que tenía antes. No puedo ser menos». El mundo nos acostumbra a pensar así. Siempre
subir, siempre más, siempre mejor. Y damos la enhorabuena a los que suben, a los que ascienden, a
los que tienen cargos de prestigio. Y nos cuesta acompañar a los que pierden su trabajo, a los que no
triunfan, a los que fracasan. Porque la vida nos ha enseñado el camino del éxito como el único
posible. También incluso en la vida religiosa. Un cargo, un título, lo vemos como un reconocimiento
a nuestros méritos. Nos enorgullece. Nos hemos acostumbrado al mundo. Miramos con los ojos del
mundo. La vida de Zaqueo fue un constante subir. Era jefe de publicanos. No un publicano
cualquiera. Era jefe. Tenía dinero y prestigio. Aunque para los judíos fuera visto como un pecador
público. La semana pasada un publicano rezaba en el último banco pidiendo misericordia. Hoy otro
publicano, jefe de publicanos, busca un lugar alto desde donde poder ver. Zaqueo está perdido en
medio de tanta gente. Va corriendo, se mueve, busca, espera. No se queda parado, quejándose de
que no ve, de que no lo consigue. Quiere ver a Jesús pasar, sólo eso. No le grita desde el árbol. Calla.
Espera. No pretende tampoco cambiar su vida. Quizás sólo siente curiosidad por ver a Jesús. Tiene
un puesto alto, pero él es de baja estatura. No logra verlo por encima de la gente. Se sube a una
higuera. Siempre me impresiona ese gesto humillante. Subir a un árbol. Un jefe de publicanos en lo
alto de un árbol. Se expone a la vista de tantos. Se expone al juicio y a la burla. Era un hombre
temido. Pero se sube a una higuera y arriesga su fama. Yo con frecuencia me protejo. No me subo al
árbol exponiéndome al juicio de los otros. Me da miedo la crítica. Me guardo entre los hombres.
Escondido. No hablo mucho. No escribo mucho. Para que no me juzguen. El que destaca pierde en
la vida. El que es visto por la muchedumbre corre el riesgo de perder su imagen. Me da miedo decir
lo que pienso. Exponerme al rechazo. Reconocer mis amores, mis pasiones, mis sueños. Mostrarme
vulnerable en mis debilidades. Decir lo que pienso de verdad, sin querer agradar a nadie. Ser yo
mismo sin temer la burla. A veces me guardo. Zaqueo no lo hace. Se expone. Un jefe de publicanos
en lo alto de un árbol para ver a Jesús. Su gesto me enseña mucho. Tal vez yo también, para que
Jesús me vea, me tengo que subir a un árbol. Me tengo que exponer. No tanto para ver, sino para
que me vea. Zaqueo no sabía lo que iba a suceder, pero fue audaz. Él quería ver y fue visto. Quería
saber y encontró la salvación. Sólo quería ver a Jesús y encontró el sentido de su vida. Era ingenuo.
No pedía más. Seguramente había algo en su vida que no le daba alegría. Tenía una sed que no sabía
4
de dónde venía. Ese día sale a buscar a Jesús. Y se sube a un árbol. ¿Cuál es mi paso hoy en la
búsqueda de mi camino verdadero? ¿A qué árbol me subo para que Jesús repare en mí? Doy un
paso. Me expongo. Dios respeta mi libertad y mis tiempos. Quizás Jesús no hubiese reparado en
Zaqueo si no hubiera estado en lo alto de la higuera. Hoy hacen falta hombres que expongan su fe
sin miedo al rechazo. Hoy es necesario decir lo que uno piensa, sabiendo que por ello nos pueden
criticar y juzgar. Y tal vez dejemos de ostentar por ello los mejores puestos. Hacen falta hombres que
no traicionen su fe, sus creencias, sus sueños, sus ideas por miedo al rechazo y a la crítica. Hacen
falta hombres que acepten las consecuencias que trae ser fieles a su camino.
Jesús ve a Zaqueo y le pide bajar. Le sorprende: «Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: -
Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa». Dios nunca defrauda al que le busca,
al que corre para subirse a un árbol, al que tiene un anhelo en el corazón. Pasa Jesús delante de la
higuera y sucede algo que rompe la vida de Zaqueo para siempre. Jesús se invita a comer a su casa.
Zaqueo sólo quería ver a Jesús, ver quién era. Y Jesús, no sólo le da eso. También lo mira, se detiene.
Y públicamente se invita a su casa. ¡Qué delicado es Jesús! A la vista de todos. Mira hondo, dentro
de Zaqueo, dentro de mí. Algunos criticaron este gesto público de Jesús. Comía con pecadores. El
pecado de Zaqueo era público y Jesús, delante de todos, le pide ir a su casa. ¡Qué poca prudencia!
Pensarían algunos. Jesús restablece su dignidad. A veces, queremos cambiar, pero la imagen, el
esquema de la sociedad en la que nos ha metido, nos lo impide. Nos han puesto un cartel, un título,
una fama. ¡Qué difícil nos resulta cambiar! Jesús conoce esa herida de Zaqueo. Se expone a la crítica.
¡Qué mezquinos somos a veces! Juzgamos por la apariencia. Como los que critican a Jesús porque
come con pecadores. Si va a casa de un pecador no debe ser tan limpio, ni tan sabio, ni tan santo. Si
se mezcla con pecadores no debe ser tan digno. Pero Jesús es libre de todos esos juicios. A Zaqueo
ahora sólo le importa el gesto de Jesús, que confía en Él. Le da igual la crítica de la gente. Jesús
quiere hospedarse en su casa, tocar su vida, meterse dentro. Es lo mismo que hace conmigo cada vez
que se acerca y me llama por mi nombre. Su amor es personal, no soy uno más para Él. Me quiere de
forma concreta. Me distingue en medio de la muchedumbre. Él me ve entre muchos. Reconoce mi
mirada. Mi anhelo. ¡Cuántas veces pensar en ese Dios calma mi corazón herido! Zaqueo es más que
un pecador, más que un publicano, más que un hombre rico. Quizás él mismo no sabe bien quién es
de verdad. Sabe que los demás lo encasillan y él también se encasilla y se conforma con su vida. Yo
soy más que mi pecado. Más que mi caída. Más que mi puesto de trabajo. Más que mi prestigio y mi
fama. Más que mis éxitos y mis fracasos. Jesús mira a ese hombre como hombre. Me mira a mí. Por
ese amor merece la pena dejarlo todo. Jesús se detiene ante él y cambia sus planes por él, sólo por un
publicano. Sólo por Zaqueo. Sólo por mí lo deja todo. Me emociona ese gesto de Jesús que repite
tanto en su vida. Yo quiero vivir así, abierto a cada persona con la que me encuentre. Pero no lo sé
hacer. Jesús lo invita a bajar de su árbol y le da mucho más de lo que él espera. Le pide bajar de su
puesto, de su comodidad, de su seguridad. Esta vez baja, no sube más. Entra en su casa y cambia su
vida. Le pide bajar, pero lo eleva al amarlo. Llega a su casa cuando él no se siente digno. Porque era
un pecador público. No se sentía digno del amor de Dios. Sabía que pecaba al ser publicano. Pero
acepta que Jesús venga a su casa. Entiende ese día lo que decía el Papa Francisco en Cracovia: «Dios
es fiel en su amor, y hasta obstinado. Nos ama más de lo que nosotros nos amamos, cree en nosotros más que
nosotros mismos, está siempre de nuestra parte, como el más acérrimo de los ‘hinchas’. Siempre nos espera con
esperanza, incluso cuando nos encerramos en nuestras tristezas, rumiando continuamente los males sufridos y
el pasado. Dios es obstinadamente esperanzado: siempre cree que podemos levantarnos y no se resigna a vernos
apagados y sin alegría. Porque somos siempre sus hijos amados». Es lo que hace con Zaqueo. Cree en él.
Ve su belleza oculta. Va hasta su casa y come en su mesa. Jesús me baja de mi altivez. Me hace
mostrarme como soy, sin máscaras. El amor de Jesús me eleva. Zaqueo es abajado, y al bajar es
elevado. Es amado cuando baja de su árbol. Cuando abre su corazón a la misericordia de Jesús. Es
rescatado de las alturas y es reconocido en su valor más hondo. Jesús no lo mira como pecador.
Tampoco lo mira como jefe de nada. Lo mira como un hombre necesitado de amor. No se fija en su
pequeña estatura. Ni valora sus talentos. Simplemente mira su corazón herido y lo abraza entrando
en su casa. Me conmueve esa mirada de Jesús que no se fija en el pecado ni en los títulos. No se
queda en la apariencia, mira el corazón. No me pregunta por mis logros. Me besa como soy.
5
La verdadera conversión sucede en torno a la mesa : «Él bajó en seguida y lo recibió muy contento. Al
ver esto, todos murmuraban, diciendo: - Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador. Pero Zaqueo se puso
en pie y dijo al Señor: - Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he
aprovechado, le restituiré cuatro veces más». Zaqueo se sabe amado y entrega la mitad de sus bienes. No
lo deja todo. Pero lo suficiente para que llegue la salvación a su casa: «Jesús le contestó: - Hoy ha sido la
salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a
salvar lo que estaba perdido». Zaqueo, que se sentía seguro y salvado, encuentra la seguridad al
renunciar a sus bienes. Se llena de felicidad. La salvación llega a su casa. Esa salvación no es para los
perfectos, porque ellos no sienten necesidad de conversión. El otro día leía: «‘Los perfectos’ reaccionan
de manera diferente: no se sienten pecadores ni tampoco perdonados. No necesitan de la misericordia de Dios.
El mensaje de Jesús los deja indiferentes» 5 . Zaqueo se llena de alegría porque antes no tenía alegría. Es el
primer fruto de encontrarse con Jesús. Pero a veces estar en la Iglesia no nos da alegría. Más bien nos
llena de seriedad, de medidas, de juicios, de densidad. La alegría, la libertad, surgen cuando cambia
el corazón. Cuando somos salvados. Son los frutos de recibir a Jesús, de encontrarse con Él. Zaqueo
da porque no le han pedido nada y se lo han dado todo. La vida en abundancia de la que Jesús me
habla parte de ahí. Surge de la alegría de un Dios que se acerca y me ama como soy, se hospeda en
mi casa y no me pide nada a cambio. Surge de la alegría de comenzar de nuevo, de vivir de un
modo nuevo, renunciando a mis comodidades. Si me creo salvado es señal de que todavía estoy
lejos de Dios. Si me veo necesitado de su amor, inseguro, débil, herido, es señal de que estoy en
camino. Quiero que venga a mi casa para poder entregar lo que me ata, lo que me sobra, lo que no
me hace feliz. Esa mitad de mis bienes que me esclaviza. Quiero que se quede conmigo para
comenzar a vivir de verdad. Ese Dios que camina y se detiene ante mí. Ese Dios que me llama por
mi nombre. Ese es el amor de Dios. Ese amor es capaz de hacerme arder, de hacerme volver a
empezar. Me arrodillo ante Él, ante ese amor hecho a la medida de mi sed más honda, de mi vacío.
Jesús sobrepasa mis pretensiones. Me da mucho más. Siempre me sobrepasa. Me acoge como soy,
un pecador. Me acoge como acogió a Zaqueo. A él no le pide como condición que devuelva lo que
ha robado, que cambie. No le pide que limpie su vida, ni su casa, ni su corazón, para que Él pueda
entrar. Pero cuando entra en su casa, cambia el corazón de Zaqueo y decide entregar la mitad de sus
bienes. Me conmueve ese amor gratuito de Dios. Llega a la casa de Zaqueo tal como es, sin pedir
nada a cambio. Ojalá me creyese que así es el amor de Dios. Me alejo cuando caigo porque me siento
indigno, sucio, demasiado pecador. Y Jesús, sólo quiere venir a hospedarse en mi casa tal como es.
Pienso que esa gratuidad y esa confianza es el arma más poderosa para que alguien cambie, para
sanar cualquier herida. Cuando alguien confía en mí me siento capaz de todo. Cuando alguien me
quiere como soy sale lo mejor de mí. Lo gratuito es lo que despierta en mí la generosidad más
grande. Dios desborda siempre mi expectativa. Su mirada y su presencia obran el milagro de la
generosidad en mí. Y logro dar más allá de mis límites, más de lo mínimo, más de lo esperado. La
salvación ha llegado a mi casa. Ojalá pudiera escuchar esa afirmación de Jesús al llegar a mi vida. La
salvación verdadera es su presencia salvadora en mí, su amor inmenso, su mano sanadora. Muchas
veces busco el camino seguro para salvarme. ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué tengo que cumplir? ¿Qué
normas debo respetar? Busco la puerta estrecha. Quiero cumplir para salvarme. Como si con mi
voluntad lograra el éxito ante Dios. Y resulta que la salvación llega a mi casa cuando acepto a Jesús a
comer conmigo. Cuando lo acepto en mi vida, en mis planes, en mi camino. Cuando permito que
vaya conmigo. Entonces sucede lo gratuito. La salvación llega a mi casa. Soy salvado sin méritos, sin
hacer nada especial, sin dejar una huella grande en la tierra. Soy salvado porque me quiere por lo
que soy, no por lo que hago. Me acepta y me busca porque me ama y quiere mi salvación. La
verdadera conversión del corazón sucede cuando entiendo que todo es don. Que su misericordia es
don. Y que su vida cambia mi vida para siempre. Aceptar este camino de conversión cambia mis
esquemas. Subir a un árbol para ver a Jesús y que Jesús quiera venir a mi casa. Buscar a Jesús y dejar
que Jesús me encuentre. Dar una parte de mi vida y oír cómo la salvación llega a mi casa. Y dejar
que su presencia vaya cambiando todo aquello que hay en mí que todavía no le pertenece.
5 José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
6