Domingo 32 del tiempo ordinario (C)
PRIMERA LECTURA
El rey del universo nos resucitará para una vida eterna
Lectura del segundo libro de los Macabeos 7, 1-2. 9-14
En aquellos días, arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios para
forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la Ley. Uno de ellos habló en nombre de los demás: - «¿Qué
pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres.» El
segundo, estando para morir, dijo: - «Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por
su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna.» Después se divertían con el tercero. Invitado a sacar
la lengua, lo hizo en seguida, y alargó las manos con gran valor. Y habló dignamente: - «De Dios las recibí, y por
sus leyes las desprecio; espero recobrarlas del mismo Dios.» El rey y su corte se asombraron del valor con que el
joven despreciaba los tormentos. Cuando murió éste, torturaron de modo semejante al cuarto. Y, cuando estaba para
morir, dijo: - «Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. Tú, en
cambio, no resucitarás para la vida.»
Salmo responsorial Sal 16, 1. 5-6. 8 y 15 R. Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.
SEGUNDA LECTURA
El Señor os dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses 2, 16-3, 5
Hermanos:
Que Jesucristo, nuestro Señor, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo
permanente y una gran esperanza, os consuele internamente y os dé fuerza para toda clase de palabras y de obras
buenas. Por lo demás, hermanos, rezad por nosotros, para que la palabra de Dios siga el avance glorioso que
comenzó entre vosotros, y para que nos libre de los hombres perversos y malvados, porque la fe no es de todos. El
Señor, que es fiel, os dará fuerzas y os librará del Maligno. Por el Señor, estamos seguros de que ya cumplís y
seguiréis cumpliendo todo lo que os hemos enseñado. Que el Señor dirija vuestro corazón, para que améis a Dios y
tengáis constancia de Cristo.
EVANGELIO
No es Dios de muertos, sino de vivos
Lectura del santo evangelio según san Lucas 20, 27-38
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: - «Maestro,
Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé
descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el
tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la
resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.» Jesús les contestó: - «En
esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de
entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en
la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al
Señor “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos
están vivos.»
Son como ángeles
Los saduceos no solían tener mucho trato con Jesús. Eran personajes demasiado importantes,
alejados del pueblo, ocupados en conservar su privilegiada posición social y su poder a toda
costa. Los interlocutores y oponentes habituales de Jesús eran los fariseos, maestros del pueblo,
por tanto, cercanos a él y sinceramente creyentes, aunque su interpretación rígida y estrecha de la
ley los llevaba a condenar a los pecadores y a chocar con la forma novedosa, abierta y
misericordiosa en que Jesús presentaba la relación con Dios. En los fariseos podía haber ira,
desacuerdo, oposición, pero había también relación e interés por la verdad, hasta el punto de que
a veces se dejaban convencer por Jesús (cf. Mc 12, 32-34). La hipocresía de la que Jesús les
acusa no deja de implicar un reconocimiento de la piedad que “usan” para mostrarse
(recordemos a De la Rochefoucauld, que definía la hipocresía como “el homenaje que el vicio
rinde a la virtud”).
En los saduceos encontramos una actitud distinta, que asoma en el diálogo del Evangelio de hoy.
Su pecado no es la hipocresía, sino el cinismo, que se ríe abiertamente del bien, lo desafía y, en
este caso, mira con desprecio y suficiencia la fe religiosa del pueblo y su esperanza en la
resurrección. Al abordar a Jesús, usan una técnica similar a la de los fariseos para ponerlo en
apuros: plantear una cuestión legal avalada por la autoridad de Moisés, pero en una situación de
conflicto. Sólo que lo hacen en tales términos que la conclusión a que da lugar resulta ridícula.
Eso es lo que buscan: dejar en ridículo la fe en la resurrección, que, como sabemos, se define con
toda claridad en Israel en tiempos relativamente tardíos, en la época de los Macabeos (hacia el
siglo II a.C.). La obligación establecida por Moisés a la que aluden, la ley del levirato (cf. Dt 25,
5-6), tenía por finalidad garantizar la descendencia del hermano difunto (y la transmisión legal
de su herencia), la única forma de supervivencia aceptada entonces y signo de la bendición de
Dios. El tecnicismo planteado por los saduceos pone bien a las claras que para ellos la
resurrecci￳n de los muertos es un absurdo: desde el punto de vista legal “cuando llegue la
resurrecci￳n” la mujer pertenecería a todos los hermanos al tiempo, puesto que ninguno de ellos
podía exhibir la descendencia como “título de propiedad”. La cínica ironía de la pregunta se
revela en lo ridículo de la situación que se crea para aquella mentalidad patriarcal: un harén de
hombres en torno a una única mujer.
Y es que para los saduceos, “que niegan la resurrecci￳n”, el único bien posible se da s￳lo en este
mundo, y ellos se aplicaban con todas sus fuerzas a su consecución: la riqueza, el éxito social y
el poder. La base que les garantizaba la posesión de estos bienes era la misma ley del levirato, el
hecho de ser descendientes de Sadoc; y, por tanto, para ellos, la descendencia era el único modo
de pervivir tras la muerte: conservar el patronímico –el apellido–, pero también el patrimonio. En
una sociedad religiosa, esos bienes estaban ligados al culto y al templo de Jerusalén; en un
pueblo ocupado, era necesario además colaborar con el ocupante; a nada de eso le hacían asco
los saduceos. Es claro que, dependiendo de las circunstancias, los saduceos no habrían
tenido empacho en convertirse en funcionarios del partido de turno o en accionistas mayoritarios
de cualquier sociedad anónima. Cuando no existen valores trascendentes sólo quedan los que
cotizan en bolsa. La perspectiva inquietante de una posible “justicia superior”, que pudiera
exigirnos renunciar a los bienes de que disfrutamos ahora por ascendencia y posición social, se
puede y debe exorcizar desacreditándola convenientemente, por ejemplo, ridiculizándola. Como
vemos, en los asuntos más esenciales, la historia no aporta tantas novedades como a veces
parece.
La respuesta de Jesús está llena de sentido y sabiduría, y pone de relieve la debilidad interna de
la cínica pregunta. En primer lugar, los saduceos han planteado mal la cuestión, trasladando a la
situación de la vida futura las estructuras e instituciones que sólo tienen sentido en este mundo
efímero y pasajero. “En esta vida, dice Jesús, hombres y mujeres se casan”, y podría a￱adir:
“tienen hijos, acumulan riquezas, dejan herencias”. Todo eso es expresi￳n de la limitación propia
de este mundo espacio-temporal, que no podemos trasladar al ámbito de la vida eterna, que no es
simplemente una vida sin fin, sino una vida plena, en la que todo lo bueno se conserva (se salva),
al tiempo que se superan las limitaciones que aquí impiden la plenitud. Eso es lo que significa:
“no se casarán, no pueden morir, son como ángeles, son hijos de Dios, participan de la
resurrecci￳n” (que es lo mismo que decir, que participan de la vida del Resucitado, Jesucristo,
Hijo de Dios). No se puede medir el mundo del más allá (que escapa a todo esfuerzo de
imaginación) con los parámetros del más acá. Al revés, tenemos que medir nuestra vida terrena
(nuestras relaciones, nuestros valores, nuestros comportamientos y elecciones, etc.) con los
criterios de lo alto.
Ahora bien, ¿cómo es esto posible? Que ese mundo del más allá no se pueda imaginar, no
significa que no se pueda pensar y entender a la luz de la fe. Ese es el sentido de la segunda parte
de la respuesta de Jesús. Jesús se apoya inteligentemente en un texto que los saduceos, que sólo
reconocían los libros del Pentateuco, conocían bien. En el episodio de la zarza (cf. Ex 3, 1-14)
Dios se revela a Moisés y le comunica su nombre (“el que soy”, es decir, el que seré, el que
estaré con vosotros, cumpliendo mis promesas) bajo la forma de un fuego que arde sin destruir:
Dios purifica como el fuego, pero no destruye, no es portador de muerte, sino de vida. Dios se
manifiesta en este mundo, en el que de múltiples formas reina la muerte: la belleza, la fuerza, la
riqueza, todo se revela efímero y pasajero, aquejado por la relatividad del espacio y el tiempo.
Sin embargo, existen realidades que nos indican que no todo está sometido al poder destructor de
la muerte. La fidelidad, la verdad, la justicia, el amor trascienden la relatividad del espacio y del
tiempo: son como signos sacramentales de la eternidad en el tiempo. De hecho, nuestra intuición
cotidiana nos dice que, aunque sea difícil, merece la pena y tiene sentido sacrificar bienes
inmediatos por estos otros bienes más elevados, y que es noble y tiene sentido dar la vida por
ellos. El fil￳sofo francés E. Mounier decía que “una persona s￳lo alcanza su plena madurez en el
momento en que ha elegido fidelidades que valen más que la vida.” Pero si hay fidelidades y
valores que valen más que la vida, es que hay dimensiones que la trascienden y que podemos
conocer; ¿cómo, si no, podríamos entregarnos a ellas y por ellas dar la vida?
El caso de los Macabeos, en la primera lectura, se convierte hoy para nosotros en un símbolo de
todos aquellos que han estado dispuestos a renunciar a su vida por un ideal. Encontramos aquí el
testimonio de que en las condiciones relativas de este mundo se hacen presentes valores y
exigencias absolutas que trascienden la vida biológica: la integridad personal es
incomparablemente más que la integridad física, a la que los jóvenes macabeos renuncian con tal
de mantenerse fieles a su fe. Estas exigencias absolutas, por las que merece la pena dar la propia
vida, laten con fuerza incluso en humanismos ateos que, aun a costa de la vida y la felicidad
individual, pretenden instaurar variantes del reino de Dios en este mundo, y que no son sino
formas secularizadas del altruismo cristiano. Pero esta generosidad real es, en el fondo, ilusoria
si no existe el bien absoluto e incondicional, pues significa entregar el único bien relativo de la
propia y efímera existencia en nombre de un bien futuro cuya consecución no está garantizada y
que, en el fondo, ni siquiera existe. Hay que reconocer que, en este sentido, la posición de los
saduceos (de ayer y de hoy) no es nada simpática, pero es más coherente.
En su respuesta, Jesús está diciendo que el Dios eterno y absoluto se ha hecho presente en la
historia de los hombres abriendo nuevos horizontes de vida. Los abre indirectamente, mediante
esos valores “que valen más que la vida”. Pero también de forma directa, en la Revelaci￳n,
en Jesús de Nazaret, que renunciando libremente a su vida por amor nos ha abierto el camino de
la vida plena. Jesús no ironiza, como los saduceos, pero pone de relieve con seriedad y agudeza
lo absurdo de la fe en un Dios que nos condena a la muerte y, todo lo más, nos conserva en un
recuerdo que no va a durar, pues, quitando unos pocos personajes hist￳ricos, “conservados” en
las páginas de los libros de historia y en los nombres del callejero, ¿quién guarda memoria de
nadie, poco más allá de sus abuelos? Y por muy grandilocuentes promesas que hagamos de
“recordar para siempre”, también esa lábil memoria desaparecerá cuando nosotros mismos
seamos pronto olvidados. La única “memoria eterna” que tiene sentido real es la de permanecer
en la mente de Dios, en comunión con Él. El Dios que se acuerda de Abraham, Isaac y Jacob es
el Dios que no los deja tirados en cualquier esquina de la historia, sino el Dios que, tras crearlos
y darles la vida, los salva y los rescata de la muerte. Jesús, al hacer callar a los saduceos,
fortalece hoy nuestra esperanza. Y, por medio de las palabras de Pablo, nos hace entender que la
esperanza de la que hablamos no es una pasiva espera de un “mundo futuro”, sino una fuerza
para hacer “toda clase de obras buenas” que hacen presente ya hoy ese futuro de plenitud. Se
trata, pues, de una esperanza que nos anima a entregarnos y a arriesgar por esos valores que
valen más que la vida, que nos enseña que el riesgo de hacer el bien no es hacer el primo, sino
que merece la pena. Todo bien procede de Dios, fuente de la vida. Sacrificar la vida por el bien
es conectar con esa fuente, que por medio de Jesucristo ha plantado su tienda entre nosotros. En
una palabra, podemos empezar a ser ya desde ahora “como ángeles”, portadores de la buena
nueva de Dios, anunciadores con nuestras buenas obras de la presencia viva entre nosotros del
Hijo de Dios, muerto y resucitado.