Domingo de Cristo Rey
2 Samuel 5, 1-3; Colosenses 1, 12-20; Lucas 23, 35-43
« Si eres Tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo »
20 noviembre 2016 P. Carlos Padilla Esteban
«¿Por qué me cuesta tanto dejar el timón de mi vida en las manos de Dios? Ese gesto de entregar el
poder, de pedirle a Dios y a María que sean reyes de mi vida, es el camino de la verdadera santidad »
Me conmueve pensar en Jesús hecho carne entre mis manos. En la nada misma del pan que se
parte. Ese pan vulnerable, frágil, indefenso. Me impresiona la impunidad ante la violencia. Ante la
injusticia. Ante el escándalo. Esa impunidad ante la que me siento frágil y débil. Sé que Él mismo
quiso hacerse impotente. Y se abandonó en mis manos humanas. Me confió lo más grande, lo más
sagrado. Conociendo mi impotencia. Sabiendo de mi debilidad. Me impresionan las palabras de
Jorge Luis Borges en labios de Dios: «Yo quise jugar con mis hijos. Estuve entre ellos con asombro y
ternura. Conocí la memoria, esa moneda que no es nunca la misma. Conocí la esperanza y el temor, esos dos
rostros del incierto futuro. Conocí la vigilia, el sueño, los sueños, la ignorancia, la carne, los torpes laberintos
de la razón, la amistad de los hombres, la misteriosa devoción de los perros. Fui amado, comprendido, alabado y
pendí de una cruz. Bebí la copa hasta las heces. Vi por mis ojos lo que nunca había visto: la noche y sus
estrellas. Conocí lo pulido, lo arenoso, lo desparejo, lo áspero, el sabor de la miel y de la manzana, el agua en la
garganta de la sed, el peso de un metal en la palma, la voz humana, el rumor de unos pasos sobre la hierba, el
olor de la lluvia en Galilea, el alto grito de los pájaros. Conocí también la amargura». Me conmueve ese Dios
todopoderoso, inalcanzable, imperturbable, hecho carne, hecho rostro, hecho muerte. Tembloroso
ante la vida. Frágil e indefenso. Nació para morir. Nació para entregar la vida. Y luego decidió
quedarse para que yo lo contemplara en un trozo de pan indefenso, en esa presencia sagrada que se
me confía, para que yo no tema. Y por eso me impresiona tanto tenerlo entre mis manos. Adorarlo
de lejos. Porque es el juego torpe de los niños que quieren retener lo que no abarcan. Y alcanzar lo
que no logran asir con sus pequeñas manos. Así me siento yo tantas veces. Tan pequeño e indefenso.
Tan torpe y frágil. Y busco. Y me llegan las palabras de una canción que reflejan el deseo de retener
lo imposible, de abrazar lo que encuentro: «Dios mío déjame escucharte, entre tantos ruidos que turban mi
alma. Déjame seguirte, cuando no te vea, cuando ya no espere, cuando no confíe. Déjame abrazarme a tu alma
serena y seguir tus pasos, por dónde Tú quieras. Déjame quererte, aunque ya no pueda, amarte despacio
cuando no te vea. Déjame abrazarme con toda mi alma, y soñar tus sueños, sentir tu presencia». Quiero
seguir los pasos de Jesús cuando no lo veo. Sólo quedan sus misteriosas huellas. Ese Jesús que se
hizo pie, mano y aliento. Ese Jesús que se hizo abrazo, mirada y palabra. Y conmovió las entrañas de
mi vida vacía en su ausencia. Y por eso me da miedo perderlo. Sentir que lo llevan lejos sin que
pueda seguirlo. Dejar de verlo. La custodia vacía. Siento que está presente y ausente tantas veces. Lo
siento tan vivo en el corazón roto de ese hombre que me suplica misericordia en el último día del
año de la misericordia. Queriendo cambiar su vida. Comenzar un nuevo trazo. Empezar una nueva
historia. Y en él, roto en su pasado, roto en sus heridas, está Jesús vivo. Como esa custodia vacía y
rota que me habla de su ausencia y su presencia misteriosa. Sus pies cansados llenos de polvo en
Galilea. Sus pies cansados en tantos que pierden las esperanza, y no lo ven, y no lo encuentran. En
tantas vidas rotas. Vidas robadas. Heridas. Violentadas. Y ante ellas, como ante mi custodia vacía,
me detengo yo herido. Con mi alma que anhela abrazar su presencia ausente. Escuchar sus palabras
calladas entre ruidos inmensos. Retener su voz misteriosa entre gritos que duelen. Y abrazarlo
despacio para retenerlo. Para que no lo lleven por caminos esquivos. Para que no lo escondan lejos
de mi mirada. ¿Dónde lo ocultan tantas veces en medio de este mundo? Cuando yo mismo también
lo oculto cuando no sé hablar bien de su presencia, cuando no lo señalo con mis ojos turbados,
cuando mis gestos torpes no revelan su amor, cuando no lo cuido y no lo protejo. Hoy yo pregunto
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como aquellas mujeres buscando su cuerpo muerto al pie de la cruz hendida. Como tantos hoy que
no creen que exista, entre tanto mal que hay en el mundo. Veo su cuerpo muerto entre dos ladrones.
Lo veo muerto y lo busco. Porque sé que está vivo. Escondido, robado, presente entre mis manos.
Herido en tantas manos que buscaron esa custodia dorada que escondía su presencia. No lo buscan
a Él hoy tantas manos. No anhelan su presencia en silencios sagrados. Porque no lo conocen. Porque
no han probado su agua. No han escuchado su voz. No han recibido su abrazo. Y me conmueve la
herida hoy de tantos hombres. La herida de pobreza, de rechazo, de desprecio, de soledad y
abandono. La herida que provocaron decisiones erradas. La herida de una vida rota en
desencuentros y desamores. Me duele ese dolor tan humano. Lloro por dentro. Y busco el consuelo
de ese pan sagrado que sostiene mi esperanza. Contemplo. Miro. Espero. Sueño.
Jesús se fue en una custodia robada. No se quedó en el sagrario. Se fue en las manos de un hombre
al que conocía. Porque Jesús conoce a todos. Un hombre que quizás a Jesús no lo conocía. Se fue tal
vez escondido en su pecho. No lo sé. Tampoco sé dónde lo dejó con el paso de las horas. No sé bien
dónde está Jesús ahora. Imagino que la custodia estará vacía. Sin Jesús. Y Jesús perdido por las calles
de mi ciudad. En medio de los hombres. De los pobres. No sé bien si el que se llevó su cuerpo ha
cambiado de vida. Si era el buen ladrón o aquel no tan bueno. No sé si inició Jesús en su pecho un
cambio de vida, de mirada, de intenciones. Tal vez nunca lo sepa. Sí sé que de repente me dejó con
su ausencia un hueco muy grande en el alma. Echo la culpa al ladrón de mi tristeza. Pero yo mismo
no cuidé su presencia como quisiera. Siento la propia culpa. No lo hago. Le olvido. El mismo hueco
que me ha dejado el robo me lo dejan tantas veces mi propia desidia, mi olvido, mi descuido, mis
exigencias, mis negaciones, mi pereza. Me siento como un mal ladrón no arrepentido. Junto a Jesús.
A pocos metros. Y le exijo que vuelva. Que se baje de su cruz y me baje a mí de la mía. Y me rebelo
contra ese hombre sin alma que robó su cuerpo. Y me importa de golpe más ese robo que el que yo
permito cada día al notarle ausente de mi propio pecho. Cuando no lo llevo conmigo. Cuando no le
rezo. Cuando no le contemplo esperándome en la custodia llena de su presencia. Y miro mis
preocupaciones, lo que a mí me interesa. Mis planes y mis sueños. Y no le llevo dentro. El otro día
leyeron unas palabras en las que Jesús me habla a mí: «Yo estoy en la Eucaristía y en mi Cuerpo Místico:
en los hermanos que se reúnen a rezar. A veces podéis descuidar a los hermanos y dejarlos solos y otros los
pueden robar y llevar por otros caminos. Os entristece el robo de mi cuerpo eucarístico y no tanto cuando un
hermano se pierde o está solo. No quiero hermanos solos y perdidos en mi Cuerpo. Mi Cuerpo no puede
desmembrarse» . Tal vez en ese gesto burdo de un hombre que lo roba veo que yo mismo evito tantas
veces llevarlo en mi pecho. Ir por las calles de mi misma ciudad llevando su presencia.
Preocupándome por el que está herido, por el que está solo, por el que nada tiene. Un cuerpo
desmembrado. Quiero unir. Porque a veces no parece turbarme escuchar de tantos Cristos rotos,
heridos y solos. No me conmueve tanto su dolor como saber que su custodia está vacía. Y mi alma
hoy quiere ser custodia. Lo tengo claro. Primero vacía. De tantos miedos y cadenas. De tanto mundo
y placeres. De tanta comodidad y desidia. Quiero primero vaciar mi custodia. No es de oro mi
custodia. Ni de plata valiosa. Nadie la robaría. Pero es mía. Soy yo. En mi pobreza. Barro y madera.
Es mi fragilidad. Dios quiere refugiarse en mi custodia vacía. Quiere que vaya yo por las calles
llevando su cuerpo. Soy custodia cada vez que comulgo. Me vuelvo custodia cada vez que me dejo
amar por su presencia. Y me lleno de Él, de su Espíritu. Mi custodia vacía. Dejo de estar vacío para
estar más lleno que nunca. De esperanza, de vida, de alegría, de sueños. Soy custodia llena de su
amor encarnado. No quiero que nadie esté solo. Como ese cuerpo de Jesús abandonado en algún
lugar. No sé dónde lo han puesto. Pero sí sé dónde grita Jesús lleno de abandono. En tantos que me
gritan a mí cuando no escucho. Y recuerdo las palabras del Papa Francisco: «Los tesoros de la Iglesia no
son sus catedrales, sino los pobres. Con su presencia nos ayudan a sintonizarnos en la longitud de onda de
Dios, a mirar lo que Él mira: Él no se queda en las apariencias. ¿Qué tiene valor en la vida, cuáles son las
riquezas que no pasan? Está claro que son dos: el Señor y el prójimo. ¡Estas dos riquezas no pasan! Estos son
los bienes más grandes que hay que amar». Jesús y el prójimo. Jesús oculto en el prójimo. Me emociona
pensar en tantas custodias dónde Él está. Ahí no lo adoro. A veces lo desprecio. Porque su
apariencia no es dorada y no me interesa. En ese pobre al que no conozco. En aquel al que conozco y
es pobre de amor y necesita que yo esté. Y me olvido. ¡Tantas veces olvido a Jesús en los que me
necesitan! No adoro. Y a lo mejor vengo a adorarlo en una custodia de oro. Pero no pierdo el tiempo
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con el que no es admirable. Con el que está herido. Con el que ha sido rechazado y olvidado. Me
gustaría ser capaz de arrodillarme al reconocerle en tantos que me rodean hoy. Buscando algo de
amor. Mendigando cariño. Tal vez no suplican. No piden. Sólo esperan. Y yo paso de largo con prisa
buscando una custodia dorada. Y no me detengo a pensar dónde está Jesús presente en medio de
tantos ruidos. Y me pregunto si a lo mejor sólo pretendo que me admiren a mí. Que hablen bien de
mí. Que me busquen a mí. Y mi custodia está llena de orgullo, de vanidad, de prepotencia. Como si
yo no necesitara nada. Tan seguro de mí mismo. Quiero adorar a Jesús. Para llenarme de su
presencia. Para colmar mi vacío. Quiero adorarlo en su custodia en el santuario. Adorarlo en su
custodia en los que están junto a mí. Adorarlo en los más pobres donde tantas veces me cuesta verle.
Quiero otra mirada para descubrir su cuerpo herido, perdido, escondido. Bajo la apariencia vulgar
de mi carne enferma. Sí. Ahí donde no me resulta fácil descubrir la fragancia del incienso, las luces
cálidas que desvelan los misterios. Allí donde los cantos no me hablan de su amor, ni me evocan un
lugar sagrado en el que poder postrarme en mi indigencia. Sí. Allí está Jesús oculto. Quiero
desvelarlo. Quiero descubrirlo. Quiero yo mismo cargarlo en mi pecho herido .
Hoy algunos le piden a Jesús cuando muere en la cruz que se salve si es rey: «En aquel tiempo, las
autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: - A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si Él es el Mesías de
Dios, el Elegido. Se burlaban de Él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: - Si eres Tú el rey de
los judíos, sálvate a ti mismo. Incluso uno de los ladrones le pide lo mismo: - Uno de los malhechores
crucificados lo insultaba, diciendo: - ¿No eres Tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Le piden que
demuestre su poder. Hacen muecas, se burlan, le exigen. Yo muchas veces hago lo mismo. A Jesús le
pido que me salve. Le hago muecas. Me burlo de su poder ausente. Es como si sólo creyera en un
Dios todopoderoso. Un Dios que me va a salvar porque no puede dejarme morir. Y yo no tolero que
no haga nada por salvarme. Suplico, oro, grito. Quiero que se salve, que me salve. Creo en ese poder
de Dios en mi vida. Él lo puede todo. Lo he oído tantas veces. Y es que yo creo en el poder. Busco el
poder. Me atraen las personas poderosas. Los que tienen mucho dinero e influencias. Los que han
logrado mucho en la vida y detentan cargos importantes. Me siento cerca de ellos, hablo con ellos,
me gusta parecer importante a su lado. Admiro a aquellos que han llegado lejos en la vida y son
admirados por muchos. Quiero estar cerca. Oír su voz. Escuchar sus palabras. Sus consejos. Me
acerco a los poderosos. A los famosos. Me siento algo pequeño a su lado. Como si mi vida no
mereciera la pena y no fuera tan importante. Como si el poder engordara mi tamaño. Es curioso. La
fama importa. Tiene su peso en oro. Una persona decía: «A medida que fui creciendo, ese modelo de
agrado, de complacencia, lo extendía al ámbito personal, académico, deportivo. Quería ganar en todo, triunfar
en todo. Así que poco a poco me convertí en un perfeccionista, esclavo de los buenos resultados» . Quiero
triunfar en todo. Quiero ganar hasta en los juegos poco importantes. Busco la fama y el éxito que me
dan poder. Me hacen poderoso para cambiar la realidad, para influir en los demás. Justifico ese
poder que es tan necesario. Es esa influencia sobre mi entorno lo que acaba teniendo peso en mi
alma. El poder influir, el poder dominar, el poder cambiar la realidad. Hay muchas relaciones de
amor en las que no hay amor, sino egoísmo. Hay una lucha por el poder. Hay un deseo enfermizo
por querer dominar al otro. Por querer someterlo a su voluntad. El ansia de poder es algo enfermizo.
Renunciar a tener poder me parece demasiado doloroso. Es perder la plataforma desde la que
domino la vida. Es pasar a ser uno más entre muchos, sin ninguna influencia en este mundo. Me
parece que los cargos son una posibilidad para influir en el mundo. Busco un cargo, una
responsabilidad, una plataforma de poder. Me convenzo a mí mismo y digo que es por servir más.
Pero detrás hay una búsqueda enfermiza del poder. La información es poder, el ser consultado es
poder, el decidir es poder. Me gusta el poder. Da igual el ámbito en el que soy poderoso. Puede ser
en la pequeña parcela de mi vida. Eso basta. Ahí decido yo. Nadie más decide. El poder a la hora de
tomar mis propias decisiones. Sin que otros las tomen por mí. Sin que me fuercen a nada. Es el
poder de la autonomía, cuando puedo gobernar mi vida y no dependo de nadie. A todos nos gusta
ese poder mínimo. El poder ser autónomo. En realidad es un bien en sí mismo cuando no lo llevo a
un extremo. Decía el P. Kentenich: «Debemos procurar también que cada uno tenga suficiente claridad
acerca de sí mismo como para poder guiarse normalmente a sí mismo» 1 . Conocerme para gobernarme. Es el
1 J. Kentenich, Textos pedagógicos
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poder al que no puedo renunciar. Decidir yo y no influido por otros, determinado por otros, forzado
por otros. Es verdad que con los años o la enfermedad puedo perder incluso ese poder básico de ser
autónomo. La impotencia me desconcierta. Todos tenemos poder. El poder sobre la propia vida. El
poder sobre otros. Me da miedo en ocasiones usar mal mi poder. Hablar más de la cuenta. No
guardar el sigilo. Pretender que los demás actúen como yo quiero abusando de mi poder. El poder
es algo peligroso. No lo tiene uno por sí mismo. El poder lo tengo si alguien me lo da. Hay personas
libres frente a los poderosos. Siempre las admiro. Jesús se mostró así en su muerte en cruz. No se
doblegó ante el poder humano de los romanos que podían impedir su muerte. No se doblegó ante el
poder de los fariseos que buscaban su muerte. Fue libre hasta el final. Guardó silencio ante las
preguntas. Es la fuerza de los mártires. No se doblegaron ante el poder humano. Una persona se
convierte en poderosa cuando yo le doy poder sobre mi vida. Me doblego ante su dinero, ante sus
conocimientos, ante su fama, ante su fuerza. Busco sus influencias. Me someto a sus deseos. Y le doy
poder sobre mí. Cedo, renuncio a mi autonomía y dejo que él decida sobre mi vida. ¡Cuántas veces
pasa esto! A veces parece algo inofensivo. Pero es muy peligroso. Pierdo mi capacidad de decisión.
A veces lo hago ante los hombres. A veces en un amor inmaduro le doy ese poder sobre mí a otra
persona a quien amo y creo que también me ama. Pero en ocasiones puede amarme mal, de forma
egoísta. Me someto y renuncio a mi independencia. Lo llamo amor. Pero no lo es. Porque el
verdadero amor libera, nunca me esclaviza. Decía el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «El amor
confía, deja en libertad, renuncia a controlarlo todo, a poseer, a domina r » . El amor verdadero me hace libre.
Nunca me domina, ni me somete. Hoy se habla mucho de abuso de poder. Es algo perverso y muy
sutil. Puedo abusar de mi poder sobre aquellos que me lo han dado. Tengo que tener mucho
cuidado. Cada persona es sagrada. Quiero respetar siempre su autonomía. No forzar. Hoy es muy
fuerte la tendencia a ceder a otros el poder sobre mi vida. A otra persona, a un grupo. Lo hago así y
me vuelvo esclavo. Pierdo la libertad. No soy capaz de tomar decisiones libres y autónomas. El amor
no crea esclavos, sino hombres libres con capacidad para tomar decisiones autónomas.
Me gustaría dejar que Jesús fuera el rey de mi vida. Sólo ante Él quiero doblegarme como ante esa
custodia que sostiene su cuerpo expuesto. Es verdad que a veces busco reyes poderosos que me
hagan la vida más fácil. Huyo de los reyes impotentes que no me solucionan nada. No me gustan
esos reyes que no vencen, porque no usan su poder para bajarse de su cruz. Jesús me enseñó el día
de su muerte que no puedo bajarme de mi cruz. Aunque pueda hacerlo. Aunque pueda ejercer mi
poder. Jesús me enseñó a no huir, a no evitar las consecuencias de mis actos, a no eludir la
responsabilidad por lo que he hecho. Me enseñó a permanecer atado a mis clavos. Suspendido en el
dolor de una corona de espinas. Me recordó que mi impotencia no es muestra de mi debilidad, sino
del poder más grande, del poder heroico de un amor que se entrega. Ese poder que elige libremente
el camino de la renuncia. Es el poder de ese corazón libre que no se somete al poder de los hombres.
No hace uso de su poder humano. Sólo se somete ante el poder de Dios. Me sorprende. Estoy
acostumbrado a hacer uso de mi poder. El poder de mis contactos, de mi dinero, de mis influencias.
El poder de mi posición, de mi cargo, de mi condición. El poder de mi palabra, de mi apariencia, de
mi nombre. Estoy acostumbrado a juntar poder a manos llenas. A guardarlo esperando el momento
de utilizarlo. El poder siempre puede ser útil. Pero aceptar que en un momento dado de mi vida no
voy a hacer nada por salvarme, nada por limpiar mi imagen. Nada por proteger mi fama. Por
justificar mis actos. Y no lo voy a hacer aunque sea injusto lo que está pasando. Aunque se derive un
mal de mi silencio. Esa renuncia al uso de mi poder me parece ahora mismo absurda. ¿Por qué?
¿Qué sentido tiene renunciar a ejercer el poder que uno ha recibido? Me gusta hablar para defender
mis posturas, mis actos, mis decisiones. Justifico mi labor con palabras fuertes. Me defiendo cuando
me acusan injustamente. No tolero ni una falta a la verdad. Que alguien mienta sobre mí o sobre
alguien a quien quiero, no lo soporto. Pero hoy Jesús me enseña. Se burlan de Él y le hacen muecas.
Lo critican y lo acusan. Todo es injusto pero Él no se defiende, calla. Renuncia al poder de bajarse de
la cruz. Él era Dios y tenía ese poder. Era hombre y Dios. Decía el P. Kentenich: «Entonces se le
acuesta en la cruz. Brutales clavos entran a golpe de martillo en sus santas manos y pies. Sus miembros, sus
nervios son tensados y torturados hasta lo último. Impotente y bajo dolores horribles está colgado ahora entre
el cielo y la tierra. No bebe nada. Quiere sufrir por el Padre. Padre, ¿qué más puedo hacer por ti? Todo mi
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anhelo es por ti. Déjame sufrir hasta lo último por ti» 2 . El dolor hasta el extremo, por amor. Padece por
amor. De forma pasiva acepta el dolor por amor. En su impotencia bebe el cáliz amargo por amor.
No se defiende. No lucha. No hay odio en sus ojos. Sólo ese perdón que libera. Perdona desde la
cruz. Ama desde la cruz. Es totalmente libre. Guarda su poder mostrando impotencia.
El poder más grande es el poder del perdón . Jesús perdona a los que lo matan. Ama y perdona. Se
libera y libera al que perdona. Dice Miriam Subirana: «Perdonar nos permite recuperar nuestro poder
interior». Jesús no sólo me pide que no me baje de la cruz. No sólo me pide que no use mi poder para
salvarme, para defenderme. Me pide algo más grande y más difícil todavía. Me pide que perdone
incluso al que me hace daño de forma injusta para ser más libre. Para no estar atado a nadie por mi
odio, por mi rabia. Quiere que perdone con el corazón. ¡Qué difícil perdonar subido a la cruz! Con
los clavos lacerando mi carne. Me cuesta mucho esta impotencia de Jesús que perdona. Este
abandono doloroso. Esta injusticia perdonada. Me duele tanto. Me rebelo con frecuencia ante las
injusticias, ante las mentiras, ante las falsedades. Jesús me pide que sea impotente. Que deje que
venza en mí su amor. Que me haga víctima de su amor. Víctima de mi amor por los hombres. En mi
impotencia está escondido mi verdadero poder. Pero no me lo acabo de creer. Veo a Jesús sufriendo
en la cruz y yo mismo quiero que se baje. Quiero bajarlo a la fuerza, con violencia. Que acabe el
dolor y el sufrimiento. Me pasa cuando veo sufrir a alguien a quien quiero. No quiero su dolor e
intervengo. Deseo que se acabe todo y uso mi poder. Quiero que deje de sufrir. Que se salve. Que
viva. Me desconciertan el silencio de Dios y su muerte injusta. Hoy Jesús no se baja de su cruz.
Tampoco se baja de mi cruz. Y me pide que tampoco yo me baje y que además perdone. Que no
quiera usar mi poder para defender mis privilegios, mis derechos, mis poderes. Quiere que renuncie
a mi bien por amor. Que me entregue en sus manos por amor. Quiere que confíe. Y que venza en mi
impotencia. Él me salva. No bajándome de la cruz, sino dándome fuerzas para que sepa vivir con
libertad en lo alto de mi cruz. En Schoenstatt hacemos un acto de profundización de nuestra alianza
de amor con María que se llama poder en blanco. En ese acto le entregamos a María un cheque en
blanco, sin cifras, firmado por nosotros. Un poder para que Ella disponga de nuestra vida. De
alguna forma le decimos: «Haz lo que quieras con mi vida. Reina en mi corazón. No quiero controlarlo todo.
No quiero conservar mi poder. Te lo entrego a ti». Es la impotencia como camino de santidad. El
abandono como renuncia a ejercer todos mis derechos. La vida es don y se me olvida. Y me empeño
en controlarlo todo. Pienso que la vida es como esos hijos que se sientan a repartir la herencia de sus
padres. Se pelean entre ellos porque cada uno quiere la mejor parte. Se creen con derecho a ella.
Rompen la familia. Faltan al amor. Se creen con derecho a algo que no les pertenece. Es de sus
padres. Ellos no lo han ganado. Pero esa lucha por el poder los rompe por dentro. A veces somos así
nosotros en la vida. Nos creemos con derechos. No estamos dispuestos a ceder, a callar, a renunciar.
Apelamos a la justicia. A la verdad. Y eso nos hace sentirnos seguros. Pero en el fondo nada es
nuestro. La herencia no es nuestra. La vida no es mía. Sólo administro como siervo inútil lo que Dios
ha puesto en mis manos. ¿Por qué me cuesta tanto dejar el timón de mi vida en las manos de Dios?
Ese gesto de entregar el poder, de pedirle a Dios y a María, que sean reyes de mi vida, es el camino
de la verdadera santidad. Entrego mi impotencia. Y recibo a cambio la libertad interior. No es
magia. Pero sí es un camino que quiero recorrer.
El Reino de Dios se construye desde el servicio, desde la pequeñez, desde la impotencia. A Jesús
lo acusaron de ser rey y por eso lo mataron: «Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea:
- Éste es el rey de los judíos». Pero su reino no era un reino poderoso. Escribía Chesterton que Jesús «no
eligió como piedra fundamental al místico Juan, sino a un pillastre, un fanfarrón, un cobarde. Todos los
imperios y los reinos han perecido a causa de su debilidad inherente y continua, a pesar de haber sido fundados
sobre hombres fuertes y sobre hombros vigorosos. Sólo la Iglesia fue fundada sobre un hombre débil y por esta
razón es indestructible». Es un reino que perdura porque está levantado sobre hombros débiles. Jesús
eligió columnas frágiles. Como una custodia dorada, o de madera, o de barro. Una custodia nunca
es poderosa. Nunca es lo bastante grande como para contener a Dios. Una custodia, por mucho oro
que tenga, nunca es suficientemente digna. Como ese madero indigno sobre el que expiró Jesús. Ese
2 J. Kentenich, Carta Semana Santa 1952
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madero que se convirtió en la cruz más sagrada. Lo que dignificó aquel madero fue el amor de Jesús.
Lo que dignifica mi custodia es Jesús vivo en ella. Sin Jesús, la custodia no vale nada, no sirve.
Pienso que así es mi vida. Es poderosa cuando está llena de Jesús. Mi reino es poderoso cuando
Jesús reina en él. Pero para eso tengo que adaptarme al camino de Jesús. Es el camino que pasa por
la renuncia, por la entrega, por el servicio, por la generosidad, por la impotencia. Es un reino pobre
porque en él no manda el dinero, ni el poder de la fama, ni el poder de los cargos y títulos. Es un
reino miserable a los ojos de los hombres. No hay oro ni piedras preciosas. Sólo brilla el servicio
alegre y fiel. La vida entregada. La sangre de los que han derramado su vida por amor. Ese reino no
es noticia. Se construye en medio de la vida que se entrega. Es un reino de paz y verdad. Un reino de
amor y vida. Es un reino en el que todos caben. No hay honores ni famas. En ese reino yo puedo
estar sin tener que presentar ningún título. Pero para estar en él tengo que pensar como piensa Jesús
y vivir como vivió Él. Decía el Papa Francisco : «Jesús no es el Señor del confort, de la seguridad y de la
comodidad. Para seguir a Jesús, hay que tener una cuota de valentía, hay que animarse a cambiar el sofá por
un par de zapatos que te ayuden a caminar por caminos nunca soñados y menos pensados, por caminos que
abran nuevos horizontes. Ir por los caminos siguiendo la locura de nuestro Dios que nos enseña a encontrarlo
en el hambriento, en el sediento, en el desnudo, en el enfermo, en el amigo caído en desgracia, en el que está
preso, en el prófugo y el emigrante, en el vecino que está solo». Jesús desde la cruz me pide que no me
conforme. Que mire la vida desde el prisma de la fragilidad, no desde el poder. Es una nueva forma
de ver la vida. Una forma nueva de entender las relaciones.
Hoy Jesús me promete la salvación desde la impotencia de la cruz. El buen ladrón pide
misericordia en el último momento de su vida: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo
suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en
nada». El buen ladrón se vuelve hacia Jesús: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Y Jesús
responde con misericordia: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso». Uno de los ladrones
quiere ser salvado desde la cruz. El otro quiere estar con Jesús para siempre. Lo reconoce entre la
sangre. Descubre en su silencio un poder que no es de este mundo. Me impresiona la mirada del
buen ladrón que ve el paraíso en medio del infierno de la cruz. Distingue la verdad oculta en ese
silencio incomprensible. ¿Por qué no actúa Jesús? Su reino no es de este mundo. Y ese ladrón cambia
el corazón. Se convierte en un momento de gracia. Descubre lo que durante tantos años no había
visto. Lo descubre entonces, en medio de su propio dolor. En ese instante ve la justicia de Jesús, su
inocencia. Ve la pureza de su alma. Y Jesús descubre en él el amor, la verdad de una vida dilapidada
sin sentido. Ver su pureza y se conmueve. Y le promete el paraíso. En ese mismo momento. En ese
rayo de esperanza. Me impresionan siempre estas palabras. Quisiera tener yo la mirada de ese
ladrón arrepentido. Yo me creo salvado muchas veces. No veo el mal en mis obras. Y pienso que
Jesús ya me ha dicho esas mismas palabras. Es mi orgullo el que me hace pensar que mi vida es
digna de su amor. Me creo justificado. Y entonces no suplico perdón. Quiero aprender de Jesús hoy.
Quiero aprender de este buen ladrón. Quiero esa mirada pura y arrepentida. Quiero ver mi
fragilidad y reconocer que todo es don, gracia, misericordia. Dios me salva por su amor
incondicional, no por mis méritos. Me quiere como soy en mi fragilidad. Me abraza en mi pobreza y
en mi pecado. Y me levanta. Como hace hoy con los brazos clavados. Sus palabras son esperanza.
Ese mismo día estaría en el paraíso. Es como si todo hubiera tenido sentido. Me gustaría mirar al
buen ladrón como lo miró Jesús aquella tarde. No lo juzgó. No condenó su vida pasada. Se
conmovió simplemente ante sus palabras de arrepentimiento. Yo a veces juzgo al que actúa mal. Al
que no es como yo. Al que no tiene presente a Dios en su vida. Lo juzgo por su pasado y por su
presente. Juzgo al ladrón que robó una custodia sin conocerlo. Lo condeno desde mi cruz. Juzgo con
mis ojos llenos de poder, vacíos de perdón. No sé mirar como mira Jesús que perdona, abraza,
sostiene, da esperanza. Quiero mirar así la vida de los que me confía. Sin juzgarlos. Viendo la luz
que hay en su corazón. Perdonándolos y alentándolos a dar la vida, a confiar en el amor de Dios.
Quiero prometer el paraíso. Hablar con palabras llenas de esperanza. Quiero sembrar luz en medio
del dolor. Y hacer que su reino de misericordia y bondad se extienda con mis gestos.
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