Primer Domingo de Adviento, Ciclo A
(Isaías 2:1-5; Romanos 13:11-14a; Mateo 24:37-44)
La Navidad está cerca. Nuestras mentes están enfocadas en el futuro.
Nos preguntamos: “¿C￳mo vamos a pasar la Noche Buena?” y “¿Qué
queremos hacer en el a￱o pr￳ximo?” Nosotros, hombres y mujeres del
vigésimo-primer siglo, somos acostumbrados a pensar en el futuro como
oportunidad de cumplir los deseos del corazón. Sin embargo, el evangelio
nos sugiera otra manera de considerar el futuro.
El Nuevo Testamento dice sobre todo que Jesús ha resucitado de la
muerte. Los cuatro evangelios proclaman la resurrección como un evento
de la historia. Los discípulos encontraron vacío al sepulcro de Jesús el
tercer día después de su crucifixión. Más al caso lo vieron con sus ojos y
lo oyeron con sus oídos. Aun lo tocaron con sus manos. San Pablo
escribe a los corintios que nuestros cuerpos serán transformados como lo
de Cristo glorificado. Y dice a los romanos que no solamente nosotros
sino toda creación será transformada. Entonces nuestro futuro es
precisamente participar en un mundo transformado con la penetración del
divino. Tendremos cuerpos como lo de Cristo glorificado que no conoce ni
la corrupción ni la descomposición.
Ahora, el primer domingo de Adviento, nos recordamos del futuro glorioso
que nos aguarda. La primera lectura nos da una vislumbre de cómo será.
Todos los pueblos del mundo andarán hombro a hombro para aprender
los modos de Dios. No más utilizarán sus energías para tramar guerras.
Más bien expenderán sus esfuerzos para cultivar cosechas. La paz
reinará. Todo el tiempo será como la Noche Buena después de que han
cerrado las puertas de las tiendas y todo el mundo ha llegado a sus casas.
El movimiento en las calles es sólo de la gente yendo a la misa de gallo.
Sentimos tranquilos, realmente contentos.
El evangelio nos urge que esperemos este futuro bendito pero no como
gentes aguardando un bus tardío. No nos quedamos ociosos sintiendo
frustrados y preguntándonos cuando llegará. Más bien deberíamos
esperar el reino de la paz como una pareja joven preparándose para el
nacimiento de su primer hijo. Ellos se ocupan con un mil tareas desde
equipar el cuarto del bebé a pensar en quienes van a pedir para sus
padrinos. Saben cómo el bebé es don de Dios a la misma vez que es su
responsabilidad. La segunda lectura de la Carta a los Romanos nos avisa
que no debemos ser ni inconscientes de los eventos del mundo, ni
distraídos por sus placeres. Más bien queremos ser como nuestro Señor
Jesucristo en su ministerio siempre haciendo actos de bondad en
conforme al reino del su Padre.
Aunque no tenemos todavía nuestros cuerpos renovados, tenemos
espíritus transformados como lo de Cristo. Ya podemos actuar como él
construyendo el fundamento de un futuro donde el cielo y la tierra se
encuentran. Cada jueves dos misioneros laicos manejan un par de horas
para visitar a una prisión en las afueras. Ayudan a los prisioneros con la
oración contemplativa. En lugar de echar miles palabras todos se
acostumbran a enfocarse en Jesucristo – su cercanía a Dios Padre, su
mensaje de arrepentimiento, su sacrificio de sí mismo por el bien de los
demás. La experiencia repetida cincuenta veces por año imparte a los
internados un espíritu nuevo. Ya pueden transcender la soledad de estar
lejos de sus familias entre hombres muchas veces abusivos. Los dos
misioneros están construyendo las primicias del futuro que el mundo
espera.
Se dice que San Martín de Porres tenía la capacidad de reconciliar las
enemistades entre los animales. Según una historia una vez se le vio
dándoles a comer del mismo plato un perro y un gato. Entonces el santo
notó un ratoncito en el rincón mirando la comida con anhelo. Martín le
llamó al ratoncito diciéndole que no tenga miedo de unirse a la fiesta.
Vino el ratoncito y los tres, enemigos por naturaleza pero amigos por la
gracia de Martín de Porres, comieron juntos. Esto es el futuro que
esperamos nosotros en Adviento. Como nunca durante el año esperamos
ya un futuro de justicia, de paz, y de amistad.
Padre Carmelo Mele, O.P.