Domingo 1 de Adviento (A)
PRIMERA LECTURA
El Señor reúne a todas las naciones en la paz eterna del Reino de Dios
Lectura del libro de Isaías 2, 1-5
Visión de Isaías, hijo de Amos, acerca de Judá y de Jerusalén: Al final de los días estará firme el monte de la casa
del Señor en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán los gentiles, caminarán
pueblos numerosos. Dirán: «Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: él nos instruirá en sus
caminos y marcharemos por sus sendas; porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén, la palabra del Señor».» Será el
árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No
alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra. Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del
Señor.
Sal 121, 1-2. 4-5. 6-7. 8-9 R. Vamos alegres a la casa del Señor.
SEGUNDA LECTURA
Nuestra salvación está cerca
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 13, 11-14a
Hermanos:
Daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de despertaros del sueño, porque ahora nuestra salvación está más
cerca que cuando empezamos a creer. La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las
tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz. Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad. Nada de
comilonas ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno, nada de riñas ni pendencias. Vestíos del Señor Jesucristo.
EVANGELIO
Estad en vela para estar preparados
Lectura del santo evangelio según san Mateo 24, 37-44
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Cuando venga el Hijo del hombre, pasará como en tiempo de Noé.
Antes del diluvio, la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo
esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre: Dos hombres
estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a
otra la dejarán. Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que si supiera
el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejarla abrir un boquete en su casa. Por
eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.»
Las dos venidas del Señor (y la tercera)
Anticipándose al final y al principio del año civil, el año litúrgico concluye un ciclo y abre otro
nuevo. Nuestros años solares, organizados en torno a la muerte y el nacimiento del sol, han
recibido el sello del cristianismo que afirma que la verdadera luz que da la vida a los hombres es
Jesucristo, el Logos de Dios hecho carne y nacido en Belén. Pero la gran fiesta del nacimiento de
Cristo no es un acontecimiento cósmico que se nos impone con la inevitabilidad necesaria de
todo lo natural, sino un acontecimiento histórico, humano, que Dios propone en diálogo, y por
ello requiere de una adecuada preparación. De ahí que el año litúrgico se adelante en casi un mes
a la fiesta de la venida del Hijo de Dios al mundo, y se inaugure con este tiempo previo, llamado
precisamente Adviento. Una de las palabras clave de este tiempo es “¡preparad el camino al
Señor!” El Señor está en camino. Y nosotros, impacientes por su venida, nos ponemos también
en camino para salir a su encuentro.
Se habla en la tradición cristiana de dos venidas del Señor: la primera, la encarnación del verbo
de Dios, el nacimiento de Jesús, por el que Dios se hace cercano y presente, y que es el
fundamento de nuestra esperanza. Dios está ya presente entre nosotros y es posible vivir en
comunión con él. Pero seguimos experimentando el peso y las limitaciones de la vida. Por eso,
no vivimos todavía en la plenitud a que aspira nuestro corazón. Más bien es Dios en Cristo Jesús
el que participa de nuestras limitaciones y nos acompaña en ellas, dándonos así la posibilidad de
vivir las primicias de aquello que esperamos alcanzar.
La segunda venida, la definitiva, es la que nos habla del fin del mundo, del juicio, del momento
en que Cristo, al que conocemos en la apariencia humilde de su humanidad, frágil como la
nuestra, se manifestará en toda su gloria, en el poder de su victoria sobre el mal y la muerte, en la
plena luz de la resurrección. Todas estas frases, que suenan tal vez un poco estereotipadas, que a
muchos practicantes y no practicantes, les resulta una extraña jerga eclesiástica, ¿qué sentido
tienen, si es que tienen alguno?
En una ya larga tradición se entienden esas palabras sobre la segunda venida como algo terrible y
pavoroso. La idea del fin del mundo evoca catástrofes y tremendos cataclismos. Incluso hoy hay
cristianos sumamente interesados en determinar el cuándo de ese final, que asocian a la idea de
un castigo universal. También la idea del juicio se entiende como algo que provoca pánico. Basta
pensar en las imágenes, tremendas en su soberbia fuerza y belleza, del juicio final de Miguel
Ángel en la Capilla Sixtina. Ante estas imágenes tremebundas muchos reaccionan con rechazo y
explícito desinterés. El fin del mundo no les parece interesante (mejor ocuparse de este mundo,
mientras existe, que es el único que tenemos), además de rechazar esa religión del miedo que
parece querer mantenernos en un infantilismo permanente, ajeno al espíritu de la época.
En realidad, si se atiende con detalle a lo que, no las tradiciones culturales, sino el mensaje
cristiano dice a este respecto, nos damos cuenta de que lo tremendo y pavoroso no pertenece a su
entraña. En primer lugar, lo que los textos evangélicos nos dicen es que saber en concreto el día
y la hora no es posible y además no es interesante. La idea del fin del mundo está de hecho
asociada a algo que todos sabemos y experimentamos cada día: el mundo y la vida son limitados
y finitos y esa limitación se manifiesta de muchas formas, que todos podemos experimentar de
múltiples modos. Es decir, este mundo y esta vida no son definitivos. Pero, al mismo tiempo,
sobre esta experiencia real, podemos experimentar que, no sólo nuestra vida aspira a lo definitivo
(si no fuera así, ni siquiera podríamos tener conciencia de la limitación y la finitud), sino que hay
en verdad en la vida humana dimensiones no efímeras que le dan densidad y valor.
Por ello, Jesús, que no nos dice cuándo será el fin del mundo (él mismo dice ignorarlo, se ve que
no le interesaba mucho), sí que nos dice cómo hemos de vivir para no descuidar esas
dimensiones últimas: es necesario no dejarse amodorrar por la preocupación exclusiva de lo
pasajero, y, sin dejar de ocuparnos responsablemente de las necesidades de la vida (comer y
beber, resolver los problemas y conflictos cotidianos), no absolutizarlas pues hay valores y
dimensiones superiores y perdurables. Cuando absolutizamos lo relativo, el comer y el beber, el
legítimo disfrute de la vida, la solución de los inevitables conflictos, todo eso se convierte en
“comilonas y borracheras, lujuria y desenfreno, riñas y pendencias”, es decir, como dice San
Pablo, una vida vivida sin dignidad. Frente a eso, se nos exhorta a velar, a vivir con los ojos
abiertos, conscientemente o, lo que es lo mismo, con dignidad. Que nos vaya mejor o peor, la
riqueza y la salud no dependen por entero de nosotros; hay que prestarles atención, pero la justa.
En cambio vivir con dignidad eso sí depende de nosotros, es asunto de nuestra exclusiva
responsabilidad.
Así, creo yo, hay que entender esas enigmáticas palabras de que “a uno se lo llevarán y a otro lo
dejarán”. Haciendo las mismas cosas, viviendo en el mismo mundo, podemos vivir de manera
muy diferente: encerrados y entregados por entero a los bienes pasajeros; o atentos y abiertos a
los bienes que no pasan. De esto depende que nuestra vida adquiera o no un sentido pleno.
En este sentido, el fin del mundo es su límite, su intrínseca limitación que se manifiesta en
nuestra condición mortal. Todos hemos de morir y ese es el fin del mundo para cada. Igual que
no sabemos cuándo será el fin del mundo, no sabemos en principio cuándo será nuestra muerte.
Y si lo llegamos a saber (en el caso de una enfermedad incurable, que nos puede invitar a buscar
remedios alternativos o, al menos, a prepararnos adecuadamente), eso se parecería al anuncio de
un fin del mundo al estilo de la actual crisis ecológica, como amenaza por agotamiento de sus
recursos energéticos, o por cualquier otra causa, que puede obligarnos a tomar medidas y
empezar a vivir de otra manera. En cualquier caso, ser conscientes de todo esto y tratar de vivir
de los valores definitivos (la verdad, el bien, la justicia, la fidelidad, el amor…) nos pone en
relación con la fuente de la vida y de lo que la trasciende, con Dios que, en Cristo, viene a
nosotros. Vistas así las cosas, entendemos que la segunda venida (el fin del mundo y el juicio) no
es algo tremebundo ni amenazador. Al contrario: Jesús viene como salvador que nos rescata de
la finitud de la muerte y del mal en todas sus formas. El encuentro con él es una alegre noticia,
un mensaje de esperanza y de consuelo, pues significa que el pecado, el mal y la muerte han sido
vencidos por Él y, si viene, es para hacernos partícipes de su victoria.
A este respecto, podemos hablar de una tercera venida del Señor. No es tercera en sentido
cronológico sino en su forma de realización, y que pone en relación la primera (en la que se
funda) y la segunda (a la que tiende). Es la venida cotidiana de Jesús en su Palabra proclamada
en la liturgia, en el Pan y el Vino de la Eucaristía, en el sacramento del perdón, en su presencia
en nuestros semejantes, especialmente en los necesitados, desde los que nos llama al servicio del
amor. Estas venidas cotidianas que hacen a Dios, a Cristo, accesibles a todo el que quiera
encontrarse con Él, son como la aurora que anuncia que el día (la salvación) está cerca, y que
tenemos que irnos despertando ya, no podemos seguir viviendo entumecidos por el sueño de la
noche. Despertarse, prepararse, pertrecharse adecuadamente para la venida de la luz, todo eso
significa empezar a vivir ya como si fuera de día, adoptar y usar las “armas de la luz”, caminar a
la luz del Señor, anticipar en nuestra forma de vida, de relación, de solución de conflictos la
armonía, la paz y la plenitud a la que aspiramos y que Cristo ya está haciendo presente:
ejercitarnos para vivir en paz y no en guerra, transformar las espadas en arados y las lanzas en
podaderas. Atendiendo a esas diversas formas de su “tercera” venida, damos testimonio y
acogemos la primera, y nos preparamos adecuadamente a la segunda y definitiva.