DOMINGO I DE ADVIENTO (A)
Homilía del P. Ignasi M. Fossas, prior de Montserrat
27 de noviembre de 2016
Is 2, 1-5; Ps 121; Rom 12, 11-14; Mt 24,37-44
Hoy empezamos, hermanos y hermanas, el tiempo de Adviento, durante el cual la
liturgia hace memoria de tres venidas del Señor. Estas tres venidas son: la
encarnación, cuando el Hijo de Dios, la segunda persona de la Santa Trinidad, se hizo
hombre en Jesús de Nazaret. La segunda es cuando Jesucristo, el Hijo de Dios hecho
hombre, volverá glorioso al final de los tiempos para establecer plenamente su Reino y
vendrá a juzgar a vivos y muertos. La tercera venida es la que se produce
cotidianamente, cada vez que la Iglesia celebra la liturgia y los sacramentos, cada vez
que los fieles viven el amor de caridad hacia el prójimo.
De la primera venida, en la encarnación, haremos memoria más intensamente en la
segunda parte del tiempo de Adviento, a medida que nos acercamos a la fiesta de
Navidad y de la Epifanía. La venida de Cristo glorioso al final de los tiempos, que
también podríamos llamar el fin del mundo, es la verdad central de la primera parte del
Adviento, y concretamente de las lecturas de hoy. El Evangelio de San Mateo que ha
sido proclamado, dice dos cosas seguras sobre el fin del mundo: que esto ocurrirá, y
que no sabemos ni el día ni la hora. Por eso la actitud que más nos caso es la vela.
Estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo
del hombre.
Como decía al principio, Jesucristo viene cada vez que la Iglesia le invoca en la
oración. En las celebraciones litúrgicas, Jesucristo se hace presente de diferentes
maneras. Cristo, dice el concilio Vaticano II, está presente en el sacrificio de la misa,
tanto en la persona del ministro, (...) como sobre todo bajo las especies eucarísticas.
Está presente por su potencia en los sacramentos, de modo que, cuando alguien
bautiza, Cristo mismo bautiza. Está presente en su palabra, ya que, cuando en la
Iglesia se leen las Sagradas Escrituras, es él mismo quien habla (Sacrosanctum
concilium 7). Hoy quisiera fijarme en esta presencia del Señor cuando en la Iglesia se
leen las Sagradas Escrituras. Sabéis que los obispos de las diócesis catalanas han
querido que la semana pasada se dedicara a promover la centralidad de la Palabra de
Dios en la vida cristiana de los fieles y de las comunidades. También aconsejan que
hoy se dé un relieve especial en todas las celebraciones a la Sagrada Escritura. En
este sentido la liturgia nos ofrece una enseñanza muy valiosa. En la celebración de la
eucaristía, tal como está previsto en el misal tras la reforma litúrgica, se pone de
relieve que la Iglesia no deja de nutrirse del pan de vida y de distribuirlo a los fieles, y
esto lo hace tomándolo tanto de la mesa del cuerpo de Cristo como de la mesa de la
palabra de Dios (Dei Verbum 21). Y por eso rodea la proclamación de la Palabra de
Dios, sobre todo del Evangelio, de unos signos de veneración paralelos a los de la
eucaristía. Por ejemplo, aquí en Montserrat, cada vez que celebramos la misa
conventual, abre la procesión el evangeliario llevado por el diácono. Este evangeliario
es depositado sobre el altar, y en algunos casos, como hoy, va seguido de la
incensación del altar mismo. El evangeliario es signo de Cristo resucitado, que nos
convoca, que nos reúne como Iglesia, que preside nuestra asamblea, que se nos da a
sí mismo como alimento en su Palabra y en su cuerpo eucarístico. Poner el
evangeliario sobre el altar es un gesto muy significativo para expresar el misterio de la
encarnación. El Quién es la Palabra se hizo carne y ha querido habitar entre nosotros
hasta dar la vida por la salvación de la humanidad entera. Jesucristo, el Mesías
crucificado y resucitado, es también la clave para leer y para interpretar toda la
Escritura. Por eso se proclama en la liturgia el antiguo y el nuevo Testamento, como la
expresión de los diferentes momentos de la revelación de Dios. En la línea de facilitar
el acceso a la Escritura, a partir de hoy habrá un ejemplar de la Biblia en la capilla del
Santo Cristo, para que los fieles y los peregrinos que lo deseen puedan hacer un rato
de lectura de la Sagrada Escritura, y de esta manera alimentar su vida espiritual, como
es aconsejable hacerlo también en casa.
Volvemos a la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios. Decía que se acompaña
de unos ritos paralelos a los de la eucaristía. Están las procesiones al comienzo de la
misa y antes del Evangelio; hay un espacio propio para esta proclamación, que es el
ambón, -al igual que el espacio propio de la Eucaristía es el altar-; hay unos ministros
de la Palabra: en primer lugar el diácono, pero también los lectores y el salmista. Y
aún, la Palabra de Dios destinada a la proclamación litúrgica no se guarda ni se lleva
de cualquier manera. La tenemos en unos libros especiales, que en el caso del
evangeliario utilizan materiales más bonitos y más preciados, para subrayar el valor y
la importancia de su contenido. Todo esto es para subrayar lo que decíamos al
principio: Cristo está presente en la Iglesia cuando se proclaman las Escrituras. San
Antonio abad, el padre de los monjes, antes de retirarse al desierto, entró un domingo
en la iglesia mientras se proclamaba el Evangelio del joven rico; y explica su biógrafo
que el joven Antonio sintió que las palabras de Cristo: "si quieres ser perfecto, anda,
vende lo que tienes y dalo a los pobres... Luego ven y sígueme" (Mt 19, 21) iban
dirigidas a él personalmente. Era como si el Señor le hablara en ese momento y San
Antonio quedó tan impresionado que decidió hacer caso del evangelio. Se lo vendió
todo y se fue al desierto. Y así comenzó la aventura de un gran santo, muy importante
para los monjes y muy popular en nuestro país. Esta presencia de Cristo en la
proclamación de la Escritura es el hecho central y más importante de la liturgia de la
Palabra. Es bueno tenerlo presente.
Como nos decía san Pablo en la carta a los Romanos: hermanos, Daos cuenta del
momento en que vivís... ahora nuestra salvación está más cerca que cuando
empezamos a creer . Dejemos que Jesucristo sea nuestro alimento a través del pan de
la eucaristía y a través del pan de su Palabra. Dejémonos salvar por Él. Que Él sea
nuestra fuerza, nuestra luz, nuestra vida. Que él sea, también, nuestro vestido para
que de esta manera podamos ser recibidos en el banquete de las bodas del Cordero.
Amén.