PRIMERA LECTURA
Mirad: la virgen está encinta
Lectura del libro de Isaías 7,10-14
En aquellos días, el Señor habló a Acaz: –«Pide una señal al Señor, tu Dios: en lo hondo del abismo o en lo alto del
cielo.» Respondió Acaz: – «No la pido, no quiero tentar al Señor.» Entonces dijo Dios: – «Escucha, casa de David:
¿No os basta cansar a los hombres, que cansáis incluso a mi Dios? Pues el Señor, por su cuenta, os dará una señal:
Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa “Dios-con-
nosotros”.»
Sal 23, 1-2 3-4ab. 5-6. R. Va a entrar el Señor, él es el Rey de la gloria.
SEGUNDA LECTURA
Jesucristo, de la estirpe de David, Hijo de Dios
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 1, 1-7
Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, escogido para anunciar el Evangelio de Dios. Este Evangelio,
prometido ya por sus profetas en las Escrituras santas, se refiere a su Hijo, nacido, según la carne, de la estirpe de
David; constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte:
Jesucristo, nuestro Señor. Por él hemos recibido este don y esta misión: hacer que todos los gentiles respondan a la
fe, para gloria de su nombre. Entre ellos estáis también vosotros, llamados por Cristo Jesús. A todos los de Roma, a
quienes Dios ama y ha llamado a formar parte de los santos, os deseo la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y del
Señor Jesucristo.
EVANGELIO
Jesús nacerá de María, desposada con José, hijo de David
Lectura del santo evangelio según san Mateo 1, 18-24
El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos,
resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla,
decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del
Señor que le dijo: –«José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay
en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo
de los pecados.» Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el Profeta: «Mirad: la
Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”.»
Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.
Cooperadores necesarios
La última semana de Adviento pasa de las esperanzas a los hechos, de las promesas (incluso de
las muy inminentes, como las de Juan Bautista), a los cumplimientos. A pocos días de la gran
fiesta el Evangelio nos avisa: “el nacimiento de Jesucristo fue de esta manera”. Y entran en
escena personajes que ya no anuncian, prometen o preparan, sino que intervienen como actores
principales de ese nacimiento. Ante todo, María, la madre, pero también José, su esposo, que se
encontró con que, antes de vivir juntos, María “esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo”.
La alusión al Espíritu Santo lo dice todo: Dios se ha hecho presente. No es una presencia
avasalladora, pues se manifiesta en la realidad, tan cotidiana y, al mismo tiempo, tan
extraordinaria de una mujer embarazada, en cuyo seno florece la vida. A pesar de la cotidianidad
y humildad con que se presenta, esta presencia de Dios en nuestra vida es siempre algo
inquietante. Esa inquietud ante lo inesperado y misterioso y que, además, nos rompe los
esquemas, el “temor de Dios”, puede ser de calidad muy distinta. La Palabra de Dios lo presenta
hoy con claridad, en el extremo contraste que se da entre las actitudes de Acaz, en el texto
profético de Isaías, y de José, en el Evangelio en el que Mateo presenta el cumplimiento de
aquella profecía.
La primera forma de temor la representa Acaz, el rey inicuo, y es el miedo. La manifestación de
Dios, incluso en esa forma humilde y extraordinaria pero aparentemente inofensiva (la virgen
encinta que da a luz un hijo), nos complica la vida, la sentimos como amenaza, como una
invasión indebida de nuestro territorio, y preferimos que Dios esté lejos, fuera de nuestra vida,
Domingo 4 de adviento (A)
que no nos exija exponernos ante Él, pues puede poner al descubierto nuestros pecados y poner
en cuestión los planes a los que no estamos dispuestos a renunciar. Dios desea manifestarse, pero
nosotros, como Acaz, buscamos y encontramos excusas para evitarlo, excusas que pueden
incluso sonar muy bien, excusas casi piadosas (“no quiero tentar al Señor”), pero que, en el
fondo, esconden el rechazo de la cercanía de Dios, del Emmanuel, del Dios con nosotros.
Rechazo y excusas que no son más que estrategias que tratan de estorbar e impedir el plan de
Dios, que, pese a todo, va adelante.
Pero no es que vaya adelante porque Dios se imponga con violencia, sino porque busca y
encuentra a gentes bien dispuestas, que se ponen a disposición de ese plan y cooperan con él. Es
la disposici￳n de María, su “fiat”, como lo relata Lucas. Mateo, por su parte, fija su atención en
José, otro colaborador necesario. En José encontramos hoy personificada la otra forma de temor
de Dios, que no consiste en el miedo, sino en el respeto. José descubre en el misterioso embarazo
de María el dedo de Dios, y, porque es justo, decide retirarse respetuosamente, renunciando a sus
derechos. Pero Dios no viene a rivalizar con el hombre, sino a encontrarse con él; Dios no se
acerca al hombre destruyendo los vínculos y las relaciones humanas, aunque a veces, como en el
caso de hoy, las transforma y les da un significado nuevo y más pleno. Por eso, el temor
respetuoso de José, tras ese primer movimiento de retirada, descubre que su desposorio con
María lo vincula con el plan de Dios. Lo descubre en un sueño. No podemos no recordar a aquel
otro José, llamado por sus hermanos “el so￱ador” (cf. Gn 37, 19). También José recibe luces
especiales por medio del sueño. Pero, a diferencia de los sueños del hijo de Jacob, que lo ponen
en una posición de privilegio y superioridad sobre sus hermanos, en el caso de José (cuyo padre
también se llamaba Jacob: cf. Mt 1, 16), el sueño hace de él un servidor de los que están en el
centro: María y el fruto de su vientre, a los que debe acoger y proteger. También es un
privilegiado, pero es el privilegio del servicio.
Y es que José no es un soñador; lo que comprende en el sueño le lleva a tomar decisiones
difíciles y arriesgadas: renunciar a sus propios planes, para ponerse al servicio del plan de Dios.
El sueño se convierte en disposición a la cooperación. José, así, se abre a lo nuevo e inesperado:
el “audire” se traduce en un “oboedire”, que no puede entenderse más que como un acto de
libertad. De esta forma se le abren a José perspectivas nuevas, adquiere una nueva forma de
paternidad, no biológica, pero tampoco, como a veces se dice, meramente legal. José acoge a
María, portadora del signo prodigioso de la presencia de Dios, acoge también al hijo de María y
le da un nombre (que, en efecto, lo constituye en padre legal); pero, al actuar así, está acogiendo
al mismo Dios, haciendo posible la realización de la promesa davídica y la obra de la salvación.
Hay en la actitud cooperante de José una fecundidad que alcanza a la humanidad entera y que se
prolonga en la misión apostólica de la Iglesia, que sigue anunciando el Evangelio, la Buena
noticia de Jesucristo, “nacido, según la carne, de la estirpe de David” y que nos alcanza e incluye
también a todos nosotros.
Jesús va a nacer. No se trata sólo del recuerdo de lo que sucedió hace algo más de dos mil años.
Jesús quiere seguir naciendo, haciéndose “Dios con nosotros”, cercano de muchos que no saben
nada de él. Los signos de su presencia son cotidianos y, a la vez, extraordinarios: la vida que
nace, el agua que nos limpia, el pan que compartimos, la fraternidad en la que nos incluimos los
que antes éramos extraños. José es para nosotros hoy un maestro de justicia, un modelo de cómo
reaccionar a esa voluntad de Dios de nacer entre nosotros. Ante todo, hemos de evitar ser como
Acaz, que busca excusas y pone obstáculos, no quiere ver los signos y trata de impedir la
presencia. En segundo lugar, ser capaces, como José, de descubrir la extraordinaria presencia de
Dios en lo ordinario y cotidiano y entender los sueños que nos hablan de confianza, acogida y
aceptación. Esto significa estar abiertos a la escucha y dispuestos a la obediencia. La acogida de
la que hablamos tiene varios frentes. Ante todo, la acogida de la vida, de tantas formas
amenazada, rechazada e impedida en nuestros días, a veces, como en el caso de Acaz, con
palabras que suenan muy bien (pretendidos “derechos”), pero que esconden el miedo patológico
a la responsabilidad, al riesgo, a la generosidad. También, puesto que se trata del nacimiento de
Cristo, la acogida de la Iglesia, que anuncia el misterio. José, varón justo, supo percibir la
presencia de Dios en el inexplicable embarazo de su prometida, y acogió a María, que para otros
estaba bajo sospecha. También hoy la Iglesia está bajo sospecha. A diferencia de María
Inmaculada, la Iglesia tiene manchas, es cierto, pero no deja de ser la portadora del misterio de
Cristo, la anunciadora de la presencia cercana del Dios con nosotros y la dispensadora de los
múltiples medios de gracia (la Palabra, los sacramentos, las obras de caridad de millones de sus
miembros). Los pecados de algunos, repetidos y aireados hasta la náusea, no deben cegarnos
para la santidad de la que, pese a todo, también está grávida “por obra del Espíritu Santo”.
Acoger a la Iglesia en fe, como José acogió a María, significa convertirse en “cooperador
necesario” del plan de Dios y, como dice Pablo, aceptar el don y la misión de hacer posible que
Jesús siga naciendo, para que todos los gentiles, todos los seres humanos, respondan a la fe, para
gloria de su nombre.