S OLEMNIDAD DE LA N ATIVIDAD DEL S EÑOR
Misa de la Vigilia
PRIMERA LECTURA
Un hijo se nos ha dado
Lectura del libro de Isaías 9,1-3.5-6
El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras, y una luz les brilló. Acreciste
la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia, como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín.
Porque la vara del opresor, y el yugo de su carga, el bastón de su hombro, los quebraste como el día de Madián.
Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y es su nombre: “Maravilla de
Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz.” Para dilatar el principado, con una paz sin límites,
sobre el trono de David y sobre su reino. Para sostenerlo y consolidarlo con la justicia y el derecho, desde ahora y
por siempre. El celo del Señor de los ejércitos lo realizará.
Salmo responsorial: 95 Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor.
SEGUNDA LECTURA
Ha aparecido la gracia de Dios a todos los hombres
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a Tito 2,11-14
Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a renunciar a la
impiedad y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la
dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo. Él se entregó por nosotros
para rescatarnos de toda maldad y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras.
EVANGELIO
Hoy nos ha nacido un Salvador
Lectura del santo evangelio según san Lucas 2,1-14
En aquel tiempo, salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero. Éste fue el
primer censo que se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a inscribirse, cada cual a su ciudad.
También José, que era de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de
David, que se llama Belén, en Judea, para inscribirse con su esposa María, que estaba encinta. Y mientras estaba allí
le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre,
porque no tenían sitio en la posada. En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando
por turno su rebaño. Y un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad, y se llenaron
de gran temor. El ángel les dijo: “No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy,
en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño
envuelto en pañales y acostado en un pesebre.” De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército
celestial, que alababa a Dios, diciendo: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el
Señor.”
El centro del mundo
¿Dónde está el centro del mundo? Muy posiblemente, cuando vemos o escuchamos las noticias,
o simplemente pensamos en los acontecimientos de nuestro mundo, nos embarga la sensación de
que nos encontramos muy lejos de ese centro, de los lugares importantes en los que se decide el
curso de la historia. En esos centros (Washington o Nueva York, Moscú, tal vez Madrid, o, a
escala menor, la capital de provincia) viven gentes importantes, las que tienen el poder, las que
salen en las noticias y deciden el rumbo de la historia, el destino del mundo y de la gente.
Nosotros, en cambio, nos sentimos en la periferia, en lugares marginales, porque nosotros
mismos somos, en cierto sentido, personas insignificantes (nada va a cambiar con o sin
nosotros), o, al menos, escasamente significativas. Poco importa que vivamos geográficamente
en alguno de esos centros. Pertenecemos a esa masa de personas que participan de las grandes
decisiones de los poderosos sólo como sujetos pasivos, a veces, incluso, como víctimas, que
sufren las consecuencias de aquellas decisiones.
Pero hoy hemos escuchado otras “noticias”, y hemos podido descubrir otro punto de vista. La
mirada de Dios se ha dirigido desde uno de esos grandes centros, el más importante en la
antigüedad, Roma, a algunos de los innumerables lugares periféricos en los que habitan personas
anónimas, insignificantes, las que no deciden, pero padecen las decisiones de los importantes. Al
desplazarse de eso modo, Dios nos ha querido decir que la verdadera historia, la que realmente
importa, discurre por cauces muy distintos de los que deciden los poderosos desde sus centros de
poder.
El evangelista Lucas ha partido de Roma, sin nombrarla, y ha mencionado que Augusto, el
primer César que se declaró divino, tomó una decisión (hacer el censo del mundo entero),
dirigida posiblemente a medir y afirmar su propio poder, sin reparar en los trastornos y
sufrimientos que había de acarrear a muchísimos, especialmente a los más pobres. Pero esa
orden “al mundo entero” da ocasión para que Lucas nos haga caer en la cuenta de que la mirada
de Dios está pendiente de otros lugares, de otras gentes. Precisamente de lugares periféricos,
desconocidos, como Nazaret y Belén; de personas insignificantes a los ojos de este mundo, como
José y María. Y es ahí donde descubrimos una centralidad para la que los poderes de este mundo
son ciegos. Ahí se están fraguando las decisiones de Dios. Mientras que las del César y de los
poderosos de este mundo de todos los tiempos son decisiones que, aunque tal vez no siempre,
con frecuencia provocan sufrimiento, oprimen a muchos, son injustas o violentas, sirven a
intereses particulares y no siempre limpios, estas otras, las que proceden de Dios, aunque mucho
menos ruidosas, generan vida, alegría, traen salvación y justificación.
María y José deben someterse a los mandatos del César y, pese a su difícil situación (María esta
embarazada), deben ponerse en camino. Es claro que son pobres entre los pobres, pues si
hubieran tenido dinero en cantidad, habrían encontrado lugar en la posada. Pero es en esas
personas pobres, marginales, víctimas de los poderes de este mundo, y no en el César Augusto,
en las que se está decidiendo el destino de la humanidad. En ellos está el centro del mundo a los
ojos de Dios, y ellos son para Él los verdaderamente importantes y significativos.
María y José caminan por la oscuridad del mundo, pero no se pierden, ven una gran luz, la llevan
ellos consigo.
Y ellos se convierten en signo de esperanza para todos los pobres y marginales de este mundo,
para los que no cuentan, para los que sufren las consecuencias de las decisiones de los
poderosos, para todas las víctimas de la historia.
Encarnan esa pobreza y marginalidad los pastores. Viven al raso, a la intemperie, fuera de la
ciudad. Y su marginalidad se refuerza por la mala fama que tenían en aquel tiempo. Pero están
despiertos, en vela, y, por eso, son capaces de ver a Ángeles que les anuncian buenas noticias. El
centro del mundo está allí donde los cielos se abren y se comunica una gran alegría, el
cumplimiento de las promesas, el nacimiento del Salvador del mundo. Y lo notable es que estos
pastores creen en el signo de todas esas grandes y transcendentales noticias: simplemente un
niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Los acontecimientos grandes y decisivos se
deciden con frecuencia en los pequeños detalles, y pueden captarlos sólo aquellos que tienen la
capacidad de ver lo grande en lo pequeño, de creer que la vida y la salvación florecen en la
marginalidad, que es centralidad a los ojos de Dios.
Nosotros, hoy, seguimos caminando en la oscuridad. Y es así porque “no había para ellos sitio en
la posada”, es decir, porque se acoge el mensaje de amor y salvación que Dios nos dirige en los
pequeños signos (el niño en pañales, el agua del bautismo, el pan y el vino de la Eucaristía, la
palabra escuchada y acogida…); muchos ni siquiera saben aún que en Belén ha nacido el
salvador.
Pero si nosotros nos consideramos del grupo de los pastores que creen en los signos que nos
envía Dios, y hemos venido a adorar al Niño, entonces podemos y debemos convertirnos en
ángeles que anuncian a todos una gran alegría; podemos y debemos realizar signos (las obras del
amor) que hacen visible la gracia de Dios; podemos y debemos ser luminarias, reflejos de esa
gran luz que ilumina la oscuridad, para que muchos, que continúan caminando en tinieblas, vean
la estrella que les dirige a Jesús, nacido en Belén, envuelto en pañales y acostado en un pesebre.