SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO, CICLO A
(Isaías 49:3.5–6; I Corintios 1:1–3; Juan 1:29–34)
Antes de las emisiones de partidos de fútbol, los comentaristas presentan a los
jugadores. Dicen quien se verá en cada posición de la cancha. Se puede pensar en
el evangelio de hoy como una tal presentación. Juan el Bautista actúa como el
anunciador presentando a Jesús al mundo. Menciona tres papeles claves que Jesús
va a tomar para salvarnos. Investiguémonos estos papeles para que apreciemos
más su importancia a nosotros.
Primero, Juan presenta a Jesús como el “Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo”. No deberíamos pensar en Jesús como débil porque se describe como
animal indefenso. Lo que se tiene en cuenta aquí es el animal sacrificial cuya
sangre rescató a los israelitas en Egipto. Según Éxodo cuando el Faraón no
permitió que los descendientes de Israel salieran del país, Dios le mandó diez
plagas para convencerlo. La última plaga que le venció era la matanza del
primogénito. Todos los hogares eran infectados excepto aquellos cuyas puertas
habían sido untadas con la sangre de un cordero degollado.
Así por la sangre de Jesús derramada en la cruz somos rescatados del pecado. No
importa lo que hemos hecho. Podría ser tan grande como golpear a una ser
querido, Dios lo perdonará por Jesucristo crucificado. Si lo confesamos antes de un
sacerdote con la intención de evitarlo en el futuro, podemos quedar seguros que el
pecado no va a arruinarnos.
Juan no dice que Jesús es “el siervo de Dios”, pero sus palabras indican que asume
este papel. Cuando dice que ve “al Espíritu descender del cielo… y posarse sobre
él”, está recordando lo que dice Dios por el profeta Isaías: “’He puesto en el mi
espíritu para que traiga la justicia a todas las naciones’”. Jesús desenmascarará las
fuerzas de la injusticia y las derrotará para que no nos amenacen. En contraste con
los líderes que se aprovechan de su poder para explotar a la gente, Jesús la usa
para curar y liberar. Conformándose con Jesús, hace cincuenta años Martin Luther
King abrió los ojos del mundo a la devastación que causa el racismo. Con su voz y
con tus acciones mostró cómo el prejuicio envenenaba el alma de los blancos con el
odio mientras negaba los derechos de los negros.
Todos nosotros – blancos y negros, mujeres y varones, cristianos y musulmanes ––
somos “hijos e hijas de Dios”. Pero sólo uno es el “Hijo unigénito de Dios”. Juan lo
pronuncia de Jesús en el evangelio como su tercera papel importante. Por ser el
Hijo unigénito, Jesús nos revela a Dios Padre: su misericordia para todos y su
voluntad que amemos a uno al otro. Cuando el papa Francisco cerró la Puerta Santa de la basílica de San Pedro terminando el Año de Misericordia en noviembre,
dijo: “… la verdadera puerta de la misericordia, que es el corazón de Cristo,
siempre queda abierta para nosotros”. Este corazón misericordioso movió a una
iglesia negra a conmemorar la matanza de ocho miembros junto con su pastor hace
dos años con una llamada a la bondad. En junio del año pasado, un año después
de la masacre, la Iglesia Emmanuel de Carolina Sur pidió a aquellos que quisieran
responder al odio que causó la tragedia a actuar “obras de Gracia
Asombrosa”. Tenía en cuenta actos de servicio, sean grandes o pequeños, para –
en sus palabras – “hacer el mundo un lugar mejor”.
Pero el mundo no será mejor sólo por nuestros actos no auxiliados. Siempre el
mundo hace falta a Jesucristo para crecer en la virtud. Él lo libera del pecado que
lo detiene en el odio. Él le enseña los derechos verdaderos y cómo lograrlos. Y él
le acompaña de modo que no nos olvidemos que somos todos con él hijas e hijos
de Dios Padre. Jesús nos acompaña para que no nos olvidemos que somos hijas e
hijos de Dios.
Padre Carmelo Mele, O.P.