5ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 5, 13–16
El domingo pasado comenzaba el “sermón de las bienaventuranzas” con la
proclamación de la manera de ser de aquel que quiera ser discípulo de Jesús: Debe
ser pobre de espíritu, misericordioso, pacifista, limpio de corazón, etc. Hoy continúa
Jesús diciendo que éstos no deben tener esta manera de vivir sólo para ellos, para vivir
encerrados en su interior, sino que deben ser “sal y luz” para el mundo. La fe no es sólo
para salvarse a sí mismo, sino que tiene una misión hacia los demás. La Iglesia no es
sólo para dar culto a Dios de una manera interna, sino que es misionera.
La sal puede tener diferentes funciones; pero la principal y más conocida es la de
dar sabor a los alimentos. El cristiano debe impregnarse de la sal del Evangelio, para
poder dar gusto y sabor a la vida. En este sentido se parece y se complementa con la
expresión de ser “luz del mundo”. La luz es símbolo de vida, de alegría, de seguridad.
Jesús dijo de sí que es la “luz del mundo”. Él ilumina las vidas que están en la
oscuridad. Hay muchos que no ven el sentido de su vida, el porqué de su existencia y
de muchos acontecimientos. Por eso necesitan la luz, que les pueden transmitir los
cristianos, que reciben a su vez la luz de Cristo. Estos cristianos podrán ser luz y sal, si
son pobres de espíritu, misericordiosos, limpios de corazón, etc.
En la primera lectura de la misa de hoy nos recuerda además que ser sal y luz ante
Dios no es sólo dedicarse al esplendor del templo, que puede ser una cosa muy buena,
sino el hacer obras de misericordia. La oración y el ayuno deben estar en unión con la
acción a favor de los necesitados, no por propia ostentación sino para gloria de Dios.
Quien manifiesta la luz de Cristo no debe sentirse propietario, sino administrador. Es
sólo transmisor de la luz que viene del Señor.
Decía antes que la sal puede tener varios significados o varias funciones. En el Ant.
Testamento, además de usar la sal para condimentar y conservar los alimentos, era
símbolo de alianza y amistad. La “sal de la tierra”, en tiempos de Jesús, tenía una
realidad en los rebaños de ovejas. Estas, después de haber estado durante el día en el
pasto, volvían al corral comiendo la sal de la tierra, sobre todo a orillas del lago de
Tiberiades o del mar Muerto. Por eso, cuando les dice Jesús a los apóstoles: “vosotros
sois la sal de la tierra”, les quiere expresar que tienen la función de reunir al pueblo
disperso, de unir a la humanidad en el Reino de Dios.
También la sal la usaban para activar el fuego y, cuando perdía los componentes
propios para activar el fuego, ya no servía más que para tirarla. Así la comunidad de los
bienaventurados, los cristianos, deben tener el poder de dar el calor del Espíritu en el
mundo y de sostener el valor de la vida. Por eso tienen que tener ese calor del Espíritu
que son las bienaventuranzas, mostrado por las buenas obras. O podemos decir que
las buenas obras se muestran en las bienaventuranzas. La sal sirve para purificar,
sanar heridas. Así la fe debe purificar los diferentes “valores” de la humanidad, debe
purificar las esperanzas y el amor.
Hay gentes que se encandilan con cualquier luz de colores, que a la larga se
debilitan y se apagan. Hay personas que pretenden ser sal y luz para los demás, que
se llaman salvadores, conocedores de los misterios del ser humano; pero si es para su
propia conveniencia y no están unidos a la luz de Jesucristo, al final será una “luz
fatua”: No alumbran sino que deslumbran. Son aquellos que pretenden manipular la
opinión pública, la moda. No serán luz verdadera, aunque la mayoría les sigan.
Seremos sal verdadera si desterramos “la opresión y la maledicencia”, si no
despreciamos o queremos imponernos sobre otros. Somos sal y luz cuando tenemos a
Dios por Padre, como verdaderos “pobres de espíritu”, pero sobre todo cuando
tratamos a los demás como verdaderos y auténticos hermanos.