7ª semana del tiempo ordinario. Viernes: Mc 10, 1–12
Comienza hoy el evangelio diciendo que Jesús sigue predicando la Buena Nueva,
pero en otra región. Le sigue mucha gente buena que desea escucharle; pero también
le siguen algunos fariseos, no porque deseen seguir su doctrina, sino en plan de ver de
qué le pueden acusar ante las autoridades o ante la gente. Y, como en otras ocasiones,
se acercan a Jesús para proponerle una cuestión–trampa.
Esto lo solían hacer porque había diversas opiniones sobre algo entre los mismos
fariseos, o entre los fariseos y saduceos, o entre judíos patriotas y partidarios de los
romanos. La trampa consistía en que si Jesús respondía una u otra cosa, siempre se
iba a enemistar con algunos. Pero siempre Jesús, siguiendo la verdad y la caridad, no
respondía como ellos lo habían planeado. Hoy le preguntan sobre el divorcio. La razón
era porque había dos posturas contrapuestas entre los entendidos o comentaristas de
la ley. Unos eran tan liberales que afirmaban que el hombre podía divorciarse por
cualquier cosa, por ejemplo, que la comida no estuviera según su gusto. Otros en
cambio exigían motivos más graves.
Jesús les responde que ni mucho ni poco, que no se pueden divorciar, aunque lo
dijera Moisés. En realidad no había sido Moisés quien lo había permitido, sino leyes
muy posteriores, y había sido por evitar, al parecer, males peores. Jesús apela al
primer libro de la Sagrada Escritura, donde se expresa que la unión del varón y la mujer
forma una unidad plena en su ser, mayor que la que se tiene con los padres. Es una
unidad tan grande que los dos forman como una sola carne.
Para algunos esto les parecía algo demasiado opresivo. También les debió parecer
a los apóstoles y, por si acaso había exagerado o se había equivocado, cuando están
solos con El, se lo vuelven a preguntar. Jesús les dice que el casarse con otra, y lo
mismo la mujer con otro, es cometer adulterio. Algunos ven estas palabras en sentido
represivo; pero hay que verlas en sentido positivo. Se trata de ver la grandeza del
matrimonio, sobre todo si está ratificado con el sacramento.
Es el triunfo del amor, que representa además el amor de Dios a la humanidad o el
amor de Jesucristo a la Iglesia. Y este amor es total y estable. Las palabras de Jesús
no son una imposición, sino una invitación a cultivar cada día el amor. Esto es porque
el matrimonio, como todas las entidades vivas que tenemos, como la misma vida y la
gracia, deben ser cultivadas. Y en la tierra la vida se cultiva muchas veces con
sacrificio. El amor, como hay que construirlo día a día, también se puede destruir día a
día, si no se cultiva o se descuida.
Para cultivarlo, entre otros consejos, decimos que hay que saber dialogar. Para ello
hay que saber escuchar, estar atentos a los detalles y estar por encima de los
sentimientos. Y también pedir gracia a Dios, ya que el divorcio viene cuando nos
domina el egoísmo, la soberbia y tantos vicios. Después del divorcio vendrán las
consecuencias negativas para ellos y para toda la familia, especialmente los hijos.
Hay muchas palabras, que hoy están desvirtuadas, como es el amor y como es el
matrimonio. Éste es la unión estable y libre entre un varón y una mujer, jurídicamente
reconocidos por el estado o por la Iglesia. Toda otra clase de unión entre personas,
aunque pretenda ser bastante estable, puede llamarse de otra manera, pero no es
matrimonio, con todo el respeto. Si somos volubles en los mismos conceptos, no es
extraño que lo seamos en la separación de esas uniones.
Hoy tanto o más que en argumentos, debemos basarnos en tantos buenos esposos
que, a pesar de las dificultades de la vida, hacen brillar su amor, como el oro se
abrillanta más con el tiempo, y le dan gracias a Dios por ese amor que procuran
aumentar cada día. Ellos sí que pueden ser reflejo del amor de Cristo a su Iglesia, por
la que dio su vida para resplandecer el amor y la unidad.