2ª semana de Cuaresma. Domingo A: Mt 17, 1–9
Todos los años en el 2º domingo de Cuaresma la Iglesia nos propone a nuestra
consideración el pasaje de la Transfiguración del Señor. Si hemos comenzado la
Cuaresma, como debe ser, con verdadero sentido penitencial, quiere darnos la Iglesia
una gran enseñanza: Nuestro fin no son los sufrimientos, sino la gloria de la
resurrección. Dios, que es esencialmente bueno, no desea para nosotros el dolor por
el dolor, sino que quiere la felicidad. Igual que la muerte de Jesús, que era necesaria
para expiar todos nuestros pecados, debía tener un final de gloria, que sería la
Resurrección.
Los días anteriores a este suceso, Jesús pretendía darles a entender a los
apóstoles que ser Mesías no es ser poderoso y dominador, sino fiel servidor hasta ser
entregado a la muerte. Después vendría la glorificación. Pero los apóstoles no lo
entendían y estaban muy apesadumbrados. Entonces Jesús que, como otras veces,
va a subir a un monte a orar, aprovecha para invitar a tres de los apóstoles, que
estaban algo mejor preparados o les tenía un especial afecto, a subir con él al monte.
Allí se transfiguró: Dejó transparentar algo de su divinidad. En el lenguaje simbólico
está expresado por lo de los “vestidos blancos” y su rostro “brillante como el sol”.
Los tres apóstoles estaban muy contentos. Tanto que san Pedro dice: “¡Qué
bueno es que estemos aquí!” Y quisiera estar para siempre. Esto era como un
“caramelo” que Jesús quería darles en medio de la tristeza que esos días tenían. Es
una táctica que Dios emplea siempre con nosotros. En medio de las dificultades y
tristezas de la vida, para aquellos que buscan sinceramente al Señor, Dios les da de
vez en cuando unos gozos tan grandes, que los santos dicen que en esta vida no hay
mayor felicidad que experimentar esta presencia de Dios.
Jesús quiere darles también a los tres discípulos la gran enseñanza, de la que
hemos hablado. Por eso aparecen junto a él dos de los más grandes personajes del
Ant. Testamento: Moisés y Elías. Son los representantes de “la ley y los profetas”.
Otro evangelista nos dice que hablaban de “la muerte que debía sufrir Jesús”. Es
como decirnos hoy que esa gran enseñanza, de que es necesaria la muerte para ir a
la resurrección, está constatada en las Escrituras, si las sabemos leer bien.
Todo eso fue por breve tiempo. Después había que “bajar” a la vida normal. Esto
nos enseña que esos momentos de mucha paz interior debemos aprovecharlos, con
la gracia de Dios, para ir acumulando energías para vivir cristianamente nuestra vida
normal. Los actos de piedad nos deben servir para transfigurarnos y ver las cosas de
nuestra vida cotidiana con la mirada de Dios.
Para ello debemos estar atentos a los mensajes de Jesucristo. En la escena de
este día el Padre celestial les dice a los apóstoles, refiriéndose a Jesús: “Escuchadle”.
Debemos convencernos que en escuchar a Jesús de una manera positiva, que es
seguirle, está nuestra felicidad. En esta vida, en medio de tantos contratiempos, nos
es difícil entenderlo; pero pidamos esta fe de comprender que, siguiendo a Jesús,
estos contratiempos nos ocasionarán una gloria infinita.
Escuchar a Jesús es también escuchar a la Iglesia. No todo es bueno dentro de la
Iglesia; pero hay mucha transfiguración: Hay experiencia de Dios, presencia de
Cristo, dinamismo del Espíritu. Hay muchos cuya vida se transfigura, dejando su vida
anterior, siendo testigos de Cristo. Y hay también muchos miembros dolientes de la
humanidad que esperan que nosotros estemos transfigurados para que les podamos
ayudar. Dice san Pablo que Jesús “transformará nuestro humilde cuerpo en cuerpo
de gloria” (Fil 3,21). Hoy se nos invita a la esperanza: Porque hemos sido pecadores
tendremos que hacer penitencia; pero esperamos un día vivir gloriosos con Cristo
resucitado.