Domingo; 4º de Cuaresma: Jn 9, 1–41
Hoy se nos narra la curación por parte de Jesús de un ciego de nacimiento. Es una
narración muy bien desarrollada por san Juan en forma de catequesis para dar a su
comunidad varias enseñanzas. Jesús había tenido una larga discusión con los
fariseos, derivada en parte por una gran proposición que había dicho Jesús: “Yo soy la
luz del mundo”. Ahora nos va a demostrar el evangelista de una manera gráfica, como
era frecuente en aquella cultura oriental, que en verdad Jesús es la luz, dando la luz
del cuerpo y del alma a aquel ciego de nacimiento. Hay una contraposición en toda la
narración: un hombre ciego que llega a la luz física y espiritual de la fe, mientras
algunos que se creían ver bien espiritualmente se convierten en ciegos.
Comienza el relato con un tema iluminador. Los discípulos, al ver al ciego,
siguiendo las creencias populares, le preguntan a Jesús: “¿Quién pecó para que
naciera ciego, él o sus padres?” En muchas religiones siempre ha habido esta
creencia, que, si hay un mal en la comunidad, alguno ha tenido que ofender a la
divinidad, que les ha mandado este mal, y por lo tanto hay que descubrirlo o satisfacer
a esa divinidad con sacrificios y ofrendas. Esto siguen creyéndolo más o menos
muchas personas. Pero Jesús rechaza esa creencia y declara que Dios no castiga
aquí a nadie. Este mundo es imperfecto (ya llegará el perfecto) y Dios no suele querer
influir con milagros ante las leyes imperfectas de la naturaleza y menos contra la
libertad humana. Por causa de esta libertad muchos padres transmiten, físicamente o
espiritualmente, enfermedades, o vicios, o grandes virtudes. Dios siempre es bueno y
nos ayuda para que de todo lo que creemos malo podamos sacar bienes.
Jesús hace un pequeño rito de curación, lo de la saliva y el barro, para resaltar más
la ceguera y despertar la esperanza de la curación. San Juan, que narra muy poquitos
milagros de Jesús, cuando lo hace, es para dar alguna gran enseñanza. Aquí lo que
interesa es sobre todo el proceso de la fe para enseñarnos mejor a conocer a Jesús, el
Hijo de Dios. Y por eso va describiendo diversos pasos ascendientes que da el ciego
en el conocimiento de Jesús. Cuando ya se siente curado, a Jesús le llama
simplemente: un hombre. Después, cuando le preguntan los fariseos, dirá que Jesús
tiene que ser un profeta. Después valientemente, en la discusión con ellos, les dice
que no puede ser pecador sino “venido de Dios”. Finalmente, ante la presencia de
Jesús, se postra ante El y declara que es el Mesías.
Sin embargo los fariseos van avanzando en la ceguera. Se creen que lo saben
todo en cuestión de religión; pero, debiendo ver la evidencia del milagro, se van
cerrando en la oscuridad de su corazón para no aceptar a Jesús como enviado de
Dios. No quieren perder sus privilegios sociales y merecen el juicio condenatorio de
Jesús. En verdad que “no hay peor ciego que el que no quiere ver”. Esto es un toque
de atención para nosotros. En cada uno de nosotros hay parte de luz y parte de
oscuridad. La virtud es reconocer que no tenemos la completa luz y dejarnos abrir a la
luz de Cristo. Para ello hace falta humildad y reconocimiento de la realidad. Los que se
creen que lo ven todo claro, que ni dudan ni preguntan, se cierran en la oscuridad.
Este evangelio de hoy ha sido importante durante muchos siglos como base para la
preparación del bautismo, especialmente por lo del agua, el lavado y la luz. Una
condición indispensable para recibir el bautismo, si uno es adulto, y poder recibir el
perdón, es el reconocimiento del propio pecado. Así el ciego del evangelio, después
de ser curado, ante todos reconocía que había sido ciego. El cristiano que ya tiene la
luz de la fe debe hacer como aquel que había sido ciego: ser valiente en defender a
Jesucristo, no avergonzarse de su bienhechor, reconocer que sin él no hubiéramos
visto. Y no ser como sus padres que temían a los fariseos y no querían ser testigos de
la verdad que se había producido por el gran amor de Jesús.