VIGILIA
PASCUAL (A)
PRIMERA LECTURA
Vio Dios todo lo
que había hecho; y era muy bueno
Lectura
del libro del Génesis 1, 1. 26-31a
Sal 32, 4-5. 6-7. 12-13. 20 y 22. R. La misericordia del Señor llena
la tierra.
SEGUNDA LECTURA
El sacrificio de
Abrahán, nuestro padre en la fe
Lectura
del libro del Génesis 22, 1-2. 9a. 10-13. 15-18
Sal 15
R. Protégeme, Dios mío, que me refugio en
ti.
TERCERA LECTURA
Los
israelitas en medio del mar a pie enjuto
Lectura del libro del
Éxodo 14, 15-15, 1
Ex 15, 1-6.17-18
R. Cantaré al Señor, sublime es su
victoria
CUARTA LECTURA
Con
misericordia eterna te quiere el Señor, tu redentor
Lectura del profeta
Isaías 54, 5-14
Sal
30 R. Te ensalzaré, Señor, porque me has librado
QUINTA LECTURA
Venid
a mí, y viviréis; sellaré con vosotros alianza perpetua
Lectura del profeta
Isaías 55, 1-11
Is 12, 2-6
R. Sacaréis aguas con goza de las fuentes
de la salvación
SEXTA LECTURA
Camina
en la claridad del resplandor del Seór
Lectura del profeta Baruc
3, 9-15.32 – 4,4
Sal 18
R. Señor, tienes palabras de vida eterna
SÉPTIMA LECTURA
Derramaré
sobre vosotros un agua pura, y os daré un corazón nuevo
Lectura del profeta
Ezequiel 36, 16-17a. 18-28
Sal 50
R. Oh Dios, crea en mí un corazón puro
EPÍSTOLA
Cristo,
una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más
Lectura de la Carta del
apóstol san Pablo a los Romanos 6, 3-11
Sal 117
Aleluya, aleluya, aleluya
EVANGELIO
Ha resucitado y
ya por delante de vosotros a Galilea
Lectura
del santo evangelio según san Mateo 28, 1-10
En la madrugada del sábado, al alborear el primer
día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro. Y
de pronto tembló fuertemente la tierra, pues un ángel del Señor, bajando del
cielo y acercándose, corrió la piedra y se sentó encima. Su aspecto era de
relámpago y su vestido blanco como la nieve; los centinelas temblaron de miedo
y quedaron como muertos. El ángel habló a las mujeres: -«Vosotras, no temáis;
ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado, No está aquí. Ha resucitado, como
había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía e id aprisa a decir a sus
discípulos: "Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de
vosotros a Galilea. Allí lo veréis." Mirad, os lo he anunciado.» Ellas se
marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría,
corrieron a anunciarlo a los discípulos. De pronto, Jesús les salió al
encuentro y les dijo: -«Alegraos.» Ellas se acercaron, se postraron ante él y
le abrazaron los pies. Jesús les dijo: -«No tengáis miedo: id a comunicar a mis
hermanos que vayan a Galilea; allí me verán.»
¡Resucitó!
Nos reunimos de noche para
celebrar el triunfo de la luz. La noche, la oscuridad que nos rodean simbolizan
el dominio del mal. Al asistir y contemplar la pasión y muerte de nuestro Señor
Jesucristo, hemos visto de cerca el rostro del mal, hemos podido sentir su
poder y hasta tener la sensación de que es más fuerte que el bien, y que la
victoria es suya. ¿Cómo no sentir algo así cuando su víctima es el mismo Autor
de la vida? Todos tenemos o hemos tenido alguna vez la amarga sensación de que
el bien en todas sus formas (la honradez, la sinceridad, la justicia, la
integridad, la fidelidad, la limpieza de corazón, la abnegación…) sucumben ante
el poder de la mentira, la violencia, la corrupción, la insolencia, el cinismo…
Es la sensación de la oscuridad, que no sólo ensombrece nuestros ojos, sino que
nos embarga el alma. Sin embargo, cuanto más profunda y oscura es la noche,
tanto mejor se puede ver la luz que brilla en la oscuridad. En el mal extremo
que los resume a todos, en la muerte, podemos descubrir un destello de luz: Cristo ha muerto, pero no ha sido aplastado por la
muerte, pues su muerte ha sido una entrega libre, por amor. Al extremo
alejamiento, Dios ha respondido con el amor extremo. Y es este amor el que
ilumina nuestra noche, la luz que, simbolizada en el fuego, ha abierto nuestra
vigilia. Estamos en vigilia, esta noche no queremos dormir, porque queremos ver
esta luz que convierte la noche en madrugada, queremos ver al que ha vencido a
la muerte.
Queremos también
escuchar la Palabra que Dios nos dirige. La luz de la Resurrección de
Jesucristo es la respuesta definitiva de Dios a todas las súplicas y a todas
las peticiones que los hombres le han dirigido a lo largo de toda la historia.
Al escuchar esta noche la liturgia de la Palabra se ha desplegado ante nosotros
la entera historia de salvación desde la creación del mundo. Se trata de la
misma historia de la humanidad pero vista desde Dios. Un Dios que crea el mundo
por amor y lo ha hecho todo bien, como canta el estribillo de la primera
lectura. O,
como dice el libro de
la Sabiduría: «Porque Dios no ha hecho la
muerte ni se complace en la perdición de los vivientes. Él ha creado todas las
cosas para que subsistan; las criaturas del mundo son saludables, no hay en
ellas ningún veneno mortal y la muerte no ejerce su dominio sobre la tierra.» (Sab 1, 13-14). Es el pecado como negación de Dios el que
introduce la muerte como negación radical de la vida y del bien que adorna a
toda la creación por designio divino. Pero ante el pecado del hombre no se
detiene el poder creador de Dios; y, por eso, no reacciona con voluntad de
destrucción y venganza, sino de recreación y perdón. Si el pecado es una
esclavitud que nos disminuye y nos impide ser en plenitud, Dios nos ofrece la
libertad, como al pueblo judío al sacarlo de Egipto; si el pecado nos lleva a
la muerte, al separarnos de la fuente de la vida, Dios abre para nosotros la
posibilidad de una vida nueva; si por el pecado nos escondemos de Dios, la
historia de salvación es el camino que Dios ha recorrido para buscarnos y
encontrarse de nuevo con nosotros, como el buen pastor que sale a buscar a la
oveja perdida. Esta es la lectura que podemos hacer de la atormentada historia
de la humanidad, y así nos enseña a leerla la Palabra de Dios.
No tenemos necesidad de escondernos, Dios ha salido a
nuestro encuentro, podemos salir al espacio abierto para encontrarnos con él.
Dios nos ha encontrado en Jesucristo y en él, muerto y resucitado, ha
respondido definitivamente a todas nuestras preguntas, a todas nuestras
angustias y miedos, a nuestros sufrimientos y enfermedades. Pero ha respondido
en la muerte y en la resurrección. En la muerte de Jesús, es decir, no como
nosotros, tal vez, hubiéramos deseado. Nos pareció el Viernes santo que Dios no
respondía a las súplicas de Jesús, que permanecía indiferente y mudo ante la
angustia, el sufrimiento, la muerte de su propio Hijo; y así nos parece a
nosotros en tantos viernes santos que experimentamos en nuestra vida. Pero hoy,
en esta noche, comprendemos que no es así: en
la resurrección descubrimos que la respuesta de Dios, aunque no le ha
ahorrado a Jesús el trance de la muerte, es mucho más radical y definitiva de
lo que hubiéramos nunca podido imaginar. Porque, precisamente, al entrar en la
muerte, la Palabra, que existía en el principio y por la que todo se hizo, ha
destruido definitivamente el poder de la muerte, la insolencia del pecado.
Podemos escuchar la alegre noticia: «no temáis; buscáis a Jesús, el crucificado.
No está aquí. Ha resucitado.» Podemos encontrarnos con el Maestro que ha salido
a buscarnos, como a las santas mujeres, y escuchar que Él mismo nos dice: «Alegraos.
No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me
verán.»
En medio de la noche,
alegraos, en medio de la oscuridad, no tengáis miedo. La victoria de Cristo
sobre la muerte no es algo que nos sea ajeno. Nos toca de cerca, por dentro,
porque la muerte de Jesús es nuestra propia muerte; y la vida del Resucitado es
un don que se nos regala por la fe y el Bautismo. Tras la liturgia de la luz,
que todos hemos visto y recibido, y tras la liturgia de la Palabra que todos
hemos escuchado, celebramos la liturgia del agua, en la que todos nos hemos
bañado, limpiándonos de la semilla del pecado y regenerándonos a una vida
nueva. Jesucristo es el agua pura que nos purifica de nuestras impurezas e
idolatrías y nos da un corazón nuevo (Ez 36, 25-26); el agua viva que apaga nuestra sed (cf. Jn 4, 10.14; 8, 37-38), la fuente bautismal por la que
hemos sido sepultados en su muerte, muertos con él al pecado, para que,
compartiendo su resurrección, podamos llevar una vida nueva (cf. Rm 6, 4.11).
Es cierto que experimentamos
de muchas formas todavía el poder de la muerte, la debilidad del pecado. Pero
podemos empezar ya desde ahora a vivir para Dios, en unión con Cristo Jesús. De
modo parecido a las mujeres del Evangelio (María Magdalena y la otra María),
que caminaban “de madrugada”, entre la luz y la oscuridad; también nosotros
sentimos esa situación intermedia en que la noche empieza a ser vencida por la
luz. Como a ellas, que movidas por el amor se dirigieron al lugar de los
muertos, pero lo encontraron vacío, también a nosotros nos sale al encuentro el
Resucitado y nos llama a la alegría, a no temer. A pesar de las sombras de
muerte que aún nos amenazan, podemos encontrarnos con la luz, si vamos a su
encuentro, si no nos escondemos, si, liberados de todo temor, le permitimos que nos hable, nos corrija, nos
limpie y purifique y nos renueve el corazón. Purificados por el fuego de la
muerte y el agua del bautismo, y renovados cotidianamente por el sacramento del
perdón, fortalecidos por la escucha de la Palabra y el pan de la Eucaristía,
vivimos una vida nueva cuando hacemos del amor el eje de nuestra vida, cuando
descubrimos en los demás a nuestros hermanos, cuando damos testimonio de lo que
hemos visto y oído.