Resurrección del Señor

¡El Señor ha resucitado!

 

El mundo entero mira con gran preocupación hacia Oriente Medio, donde se dan actualmente los principales factores para meter al mundo en un conflicto cada vez más radicalizado. Los bombardeos de la última semana en aquella zona están tocando las líneas rojas de un conflicto mayor. El uso de armas químicas por una parte y la respuesta con la bomba más potente  (después de la atómica), por la otra, acompañado de actos terroristas del radicalismo islámico en Egipto contra los cristianos, agudizan un conflicto que puede llevar al mundo a un callejón sin salida.

 

En este contexto de muerte los cristianos de todo el mundo miramos también hoy hacia la zona más occidental de Oriente Medio, hacia Jerusalén, para fijarnos en una tumba muy especial, la tumba abierta y vacía del Señor Jesús, que resucitó de entre los muertos, venciendo a la muerte más violenta, injusta e ignominiosa. Su vida fue sesgada injustamente, pero el transformó el crimen en la máxima expresión de la vida y del amor. Es verdad que le quitaron la vida, pero es mucha más verdad que él entregó la vida por amor, abriendo el único camino que lleva a la humanidad a una vida nueva. La resurrección es el sello indeleble de Dios que abre un nuevo horizonte de vida, que ha sido inaugurado por Cristo, en el cual los seres humanos podemos encontrar el verdadero camino que conduce a la paz y a la alegría. El recorrido de la cruz culmina en la resurrección, en el triunfo de la vida sobre la muerte, del bien sobre el mal y de la paz sobre la violencia.

 

Cuando voy a Israel con grupos de peregrinos y entramos en el Santo Sepulcro, no más de tres personas por turno, yo invito a decir a cada uno estas palabras del evangelio de hoy en el lugar donde se pronunciaron por primera vez: ¡Ha resucitado, no está aquí! Lo hago para que todos las escuchemos y para que todos las transmitamos. Son las palabras de la gran alegría y de la esperanza. Desde dentro de la tumba la gran noticia del domingo de Pascua es un mensaje de alegría que resuena por toda la tierra: Cristo ha resucitado. Aunque ésta sea una noticia de hace veinte siglos, constituye una novedad permanente en la historia de la humanidad.

 

Seguramente por ello la tradición primigenia del mensaje pascual, recogida en 1Cor 15,3-4, transmite el acontecimiento de la resurrección de Cristo en el tiempo verbal de perfecto, el que ahora se denomina perfecto compuesto. De este modo el texto bíblico pone de relieve no sólo que se trata de un hecho ya ocurrido, sino de un acontecimiento ya acaecido cuya repercusión en el presente está vigente y se deja notar permanentemente. En efecto, la resurrección no es sólo un hecho puntual del pasado sino una realidad de consecuencias extraordinarias para la vida humana pues, a partir de Cristo resucitado y vencedor de la muerte, la existencia humana se abre a una esperanza inédita. El horizonte al que podemos mirar los seres humanos va más allá de la muerte porque, igual que Jesús ha sido resucitado de la muerte, todos con él recibirán la vida en virtud de su Espíritu. La resurrección de Cristo es, por tanto, el comienzo de la nueva humanidad. Es el primer día de la nueva creación. La narración histórica de los evangelios transmite dos datos diferentes: el sepulcro abierto sin el cuerpo de Jesús y las apariciones del Resucitado.

 

Este año leemos el relato de Mateo (Mt 28,1-10), que abarca el sepulcro vacío y la aparición a las mujeres. Los relatos evangélicos del sepulcro de Jesús, abierto y vacío, no son pruebas de la resurrección sino signos que ayudan a las mujeres, a los discípulos y a los creyentes de toda la historia, a entender ese mensaje de alegría y de esperanza: Cristo ha resucitado. Pero el testimonio decisivo del acontecimiento de la Pascua viene transmitido por los relatos diversos de las apariciones del Resucitado, en los cuales se muestra que no se trata de visiones subjetivas de quienes las experimentan sino de vivencias extraordinarias de unos testigos a los cuales se presenta el mismo Jesús después de resucitar de la muerte. Esos testigos no son unos visionarios, sino personas capaces de reconocer en el Resucitado a aquél que lleva en su cuerpo, en sus manos, en sus pies y en su costado las marcas del que fue crucificado.

 

No se trata de un fantasma sino de una persona real, cuya identidad es la misma, pero ahora definitivamente transfigurada por la Resurrección. La resurrección es la intervención definitiva de Dios en la historia que ha suscitado una transformación cualitativa de la vida humana. Dios ha sellado la vida del crucificado con una victoria decisiva. Las señales corporales de Jesús, las marcas de su crucifixión en las manos y el costado muestran la continuidad entre el Jesús histórico y el resucitado. Sin embargo el Resucitado marca una discontinuidad con la historia del común de los mortales, ya que la novedad de vida que él tiene y que comunica a los humanos ya no está sometida a la muerte y es eterna. Así se pone de relieve que el espíritu de amor y de entrega que vivió Jesús en su vida mortal, su mensaje de verdad y de justicia, de perdón y de paz no podía quedar retenido en la tumba de la muerte. Por eso Dios lo resucitó de entre los muertos y a través de él sigue generando y comunicando vida, paz y fraternidad entre los hombres. En medio de sufrimiento y del dolor de la vida humana, la última palabra en la historia es la de Dios, pues en la resurrección de Cristo ha vencido el amor, el bien, la justicia, la verdad, el perdón, la paz, la fraternidad, la solidaridad y la alegría.

 

La resurrección de Cristo es también el acontecimiento decisivo de transformación del ser humano en su proceso evolutivo, pues el Espíritu de Cristo, su aliento de vida y su fuerza están infundiendo un nuevo vigor a la humanidad entera. En el segundo relato de la creación del libro del Génesis (Gn 2, 4-25) se cuenta que el hombre recibió el aliento de Dios y se convirtió en ser vivo. De modo semejante, en la nueva creación el ser humano recibe el aliento de Jesús y se convierte en Hombre Nuevo. Este cambio cualitativo en el hombre es un fenómeno del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos, y que ha convulsionado la tierra entera difundiendo por doquier la potencia de su amor. Este Espíritu se hace presente en la historia de modo singular como palabra generadora de vida nueva. La palabra es soplo, aliento, aire y espíritu articulado, cuya potencia es vital. Sin embargo, en la nueva creación del hombre, a partir de la resurrección de Cristo, la mujer adquiere un protagonismo excepcional.