2ª semana de Pascua. Sábado:
Jn 6, 16-21
Jesús había realizado ese
día el gran milagro de la multiplicación de panes y peces. El final había sido
un poco agitado. Hubiera sido hermoso si la gente hubiera reconocido a Jesús
como guía pensando seguirle según los planes del propio Jesús. Pero la gente
tenía otros planes que quería conseguir a toda costa. Estos planes eran hacer
rey a Jesús para que, así como entonces les había dado de comer, les guiase de
forma material por la vida y quizá hasta enfrentándose con las armas a todos
sus enemigos, los enemigos de Israel.
Pero no era ésta la actitud
de Jesús y por eso dispersa aquella multitud de gente, despidiéndose
rápidamente para entrar a orar en aquel bosque cercano. Primeramente, según lo
cuenta otro evangelista, les instó a los apóstoles a que subieran a la barca
para pasar a la otra orilla, que era Cafarnaún.
Seguro que algunos o todos
los apóstoles estaban ya regodeándose en el triunfo de Jesús y serían algunos
de los que atizarían a la gente para proclamar rey a Jesús. No tuvieron más
remedio que subir a la barca, en medio de esa pequeña o gran frustración
aparente de sus vidas.
Y esta tormenta, que se
realizaba en su alma, se vería plasmada por la tormenta que comenzó en el lago.
Los que eran pescadores de la zona sabían que, después de hacerse noche, aquel
lago era peligroso, si se levantaba el viento desde los montes cercanos. Y así
fue. Entonces aquel miedo, que podía ser normal, se acrecentó porque Jesús no
estaba con ellos.
Pero Jesús vino de forma
especial, caminando sobre las aguas. Ellos, que nunca habían visto a Jesús de
esa manera, comenzaron a tener un miedo mayor, hasta que Jesús les habló
sosegándoles y diciéndoles esa frase “divina” para cualquier israelita
entendido en las Escrituras: “Yo soy”.
La presencia de Jesús,
aunque no estuviera dentro de la barca, les dio a los apóstoles nuevas energías
y, sin necesidad de que Jesús entrase, remando ellos con mayor energía llegaron
a la orilla. Esto nos da varias lecciones espirituales.
Esta vida no es el final,
sino que, al estar envueltos en pecados propios y ajenos, debemos esforzarnos
para conseguir el final feliz. Sabemos que lo principal lo hace Dios. Él es quien
nos ama primeramente, de modo que hasta se hizo hombre para que,
sacrificándose, nosotros podamos tener la vida. Dios sigue siempre con
nosotros; pero muchas veces no lo percibimos.
En esta vida nos
encontramos zarandeados por muchos problemas. A veces es por nuestra propia
culpa, ya que nos dejamos invadir demasiado por los intereses materialistas
que, como es lógico, fallan con mucha frecuencia. Otras veces lo permite el
Señor para nuestra purificación. El hecho es que no sentimos la presencia de
Dios, aunque debemos saber que siempre es muy real. Dios nunca nos puede
defraudar, porque siempre sigue siendo el Padre que más nos ama.
Estas dificultades aparecen
también en la historia de
Y el Espíritu les infundió
amor y unión y creció la fe y la gracia. Esto es lo que quiere seguir
realizando en cada uno de nosotros y en